Por Valentín Varillas
La falta de respecto institucional, ese deporte masivo que con cada vez más frecuencia se practica en México, ha alcanzado ya a las Fuerzas Armadas nacionales.
Penosas son las imágenes que se difunden vía redes sociales, en donde vemos a elementos castrenses sufrir toda clase de vejaciones por parte de supuestos criminales, o bien, de ese “pueblo bueno” que a veces se comporta de forma muy similar a lo más granado de la delincuencia.
Si esta realidad ha indignado a la sociedad en general, imagine lo que deben de pensar los altos jerarcas del Ejército y la Marina Armada de México: instancias que han sido un muy importante factor de gobernabilidad hasta en los tiempos más agitados de nuestra historia como país.
Aquí, prevalece todavía un orgullo muy especial en pertenecer al mundo militar, sentimiento que en muchas ocasiones es transmitido y fomentado de generación en generación.
En este contexto, no debe gustarles nada la orden dada por su Comandante en Jefe –el presidente de la República- en el sentido de no responder a los ataques y provocaciones, situación que se da debido a una penosa confusión entre el significado de “reprimir” y el de ejercer el “uso legítimo de la fuerza”.
¿Cómo reaccionarán ante esta enorme prueba a su institucionalidad?
Y es que, en algunas coyunturas específicas que los han afectado, los militares han “apretado” en su relación con el jefe del ejecutivo, como efectivo medio para hacer patente su inconformidad.
La más reciente y contundente, se dio en el sexenio de Peña Nieto, por temas relacionados con Puebla y el huachicol.
La petición, con tintes de exigencia, la hizo directamente el Secretario de la Defensa Nacional, pero reflejaba el sentir de mandos medios y superiores de las Fuerzas Armadas.
El general Cienfuegos, frente al presidente de la República, fue claro, contundente, no dejó el menor resquicio para la ambigüedad o la duda.
En la óptica castrense no era necesario, sino urgente, un posicionamiento público firme, después de la muerte de militares en el operativo contra huachicoleros en la comunidad de Palmarito Tochapan y las consecuentes acciones necesarias para salvaguardar el prestigio y la honra del ejército mexicano.
No había de otra.
Por eso y en aras de seguir manteniendo una sana convivencia, fundamental en la recta final de un sexenio caótico, Peña Nieto tuvo muy poco que pensar.
En plena ceremonia conmemorativa a la batalla del 5 de Mayo, en el Campo Marte, núcleo de la vida castrense nacional y ante el propio Cienfuegos y Vidal Soberón, titular de la Marina, el presidente no solo reconoció a los militares caídos en suelo poblano, sino que anunció medidas ejemplares en contra de quienes formaron parte de las acciones violentas que al final les costaron la vida.
Más allá de la dialéctica oficial, el compromiso de tomar acciones para “vengar” a los caídos de inmediato empezó a tomar forma.
Bajo esta lógica se dio el envío del primer contingente militar de 200 elementos para reforzar las medidas de seguridad en Palmarito, como supuesto comienzo de un proceso de militarización de la famosa zona del triángulo rojo, que contemplaba el probable envío de 2 mil elementos de las Fuerzas Armadas.
Con el cumplimiento a la petición castrense, el presidente garantizó un navegar terso en el poco más de año y medio que le quedaba de gestión y además, devolvía el favor que supuso en su momento el aval público que el general Cienfuegos había dado a la polémica Ley de Seguridad Interior, en el momento más álgido de su discusión en el legislativo federal.
Ahora, cuando se vive el peor inicio de un sexenio en términos de incidencia delictiva, con los poderes de facto pesando más que las instituciones, en todos los niveles de gobierno, cualquier fractura entre autoridades civiles y militares sería una auténtica receta para el desastre.