Por Valentín Varillas
No, no hubo nada nuevo en el fondo.
El mismo estilo, el mismo lenguaje, la eterna estrategia de culpar de todo al pasado, minimizando la monumental incapacidad de dar resultados en el presente.
Ni siquiera resulta importante qué porcentaje de los asistentes al Zócalo de la Ciudad de México acudieron al evento de manera espontánea o fueron producto de la movilización y el acarreo.
Lo realmente valioso del “AMLOFest” es que marca el regreso de Andrés Manuel López Obrador a la plaza pública.
A ese enorme espacio que hizo suyo desde campaña y en donde, invariablemente, tiene un auditorio a modo.
Y en ese contexto puede desenvolverse a sus anchas.
Sin críticas, sin cuestionamientos, con una fanaticada que todo le cree y todo le aplaude.
Que va ya predispuesta a oír, exactamente lo que quiere oír.
Que más allá de un tema político, asiste a un acto de renovación de fe.
Y la catarsis resulta impresionante.
Un auténtico fenómeno digno de estudio, desde la óptica de las más diversas disciplinas.
No importa que la realidad sea muy distinta, ni que los presentes vivan todos los días -en carne propia- sus terribles consecuencias.
En este contexto a modo, cobijado por la masa, López Obrador puede transformarse en ese personaje que tanto le gusta interpretar.
Y lo hace como nadie.
No hay un político en este país que se mueva ante cientos de miles de personas con la soltura y confianza que él lo hace.
Se le vieron tablas en las tres campañas presidenciales que llevó a cabo.
Siempre llenando la calle, aquel espacio que en teoría es de todos, pero que él convertirlo en un activo importante de su capital político.
Y el simbolismo es demoledor.
El cubrir con tal magnitud el espacio público, es como volver al útero en donde se gestó la realidad política nacional.
La famosa Cuarta Transformación de la vida pública nacional, cuyo mito fundacional fue precisamente aquel fraude en la elección presidencial del 2006.
Ese proceso electoral cuyo controvertido resultado fue la razón única por la cual AMLO, su grupo político y cientos de miles de mexicanos que lo apoyaron en ese momento, se adueñaron de la calle.
En lo físico, pero también en el imaginario colectivo nacional.
Ya como presidente, aunque con la mismas conductas, usos y costumbres del eterno candidato, del activista y movilizador social, es claro que la receta le sigue funcionando.
Después de dos años de ausencia por la pandemia, a mitad del sexenio y con una sucesión que él mismo, intencionalmente o no adelantó como nunca antes, la plaza pública vuelve a ser un arma fundamental que sube los bonos del presidente.
Y por lo mismo, en teoría, los de su partido y los de quién elija como posible sucesor para el 2024.
El acto de ayer, por si alguien todavía lo dudaba, es la revalidación del presidente como jefe político del país.
Un mandatario que ha acumulado poder como pocos, desde aquel momento en donde, en teoría, la democracia se convirtió en un ingrediente fundamental de nuestros sistema político.
Y ahí estaban todos, puntuales.
La que va a ser, los que pueden llegar a ser y los que de plano no tienen ninguna oportunidad de serlo.
Algunos, muy crecidos y críticos en corto, pero muy sumisos y blandos en su presencia.
Los nuevos-viejos tiempos son una realidad en el país y el jefe del ejecutivo tiene muy claro lo que quiere, cómo lo quiere y cuándo lo quiere.
Hasta sabe lo que de plano no puede y lo usa como zanahoria distractora para entretener a sus adversarios.
La calle y quien la llena es de AMLO y no hay quien pueda competir con esto.
El presidente está de regreso en el ring político presencial, buscando ser una presencia constante que, aunque no aparezca en la boleta, influya en el sentido del voto en la próxima sucesión.
Lo que no sabemos aún es que, si todo este activo político puede ser transferible a quien él designe como su delfín o bien, como todo parece indicar, se trata de un patrimonio personalísimo, único y por lo mismo, imposible de compartir.
