Por Valentín Varillas
El presidente va por todo en el 2024.
Aunque parezca una obviedad, existe mucho más en juego en esa elección, de lo que a simple vista nos deja ver el crisol de la política.
Más allá de la lucha por el poder, es un tema personal.
De trascendencia.
De cómo pasará a la historia el que encabeza la supuesta Cuarta Transformación de la Vida Pública Nacional.
Él mismo etiquetó así a su movimiento.
De ese tamaño lo dimensionó.
Intencionalmente lo igualó con el proceso de Independencia, la Guerra de Reforma, la lucha democrática que fue la génesis de la Revolución y la Expropiación Petrolera.
En esta lógica, López Obrador se puso a la altura de Hidalgo, Juárez, Madero y Cárdenas.
Más allá del evidente narcisismo que todo esto conlleva, es un indicador muy claro de que, al lado de ellos quiere ser recordado con el paso del tiempo.
De ahí, su recurrente frase en donde hace referencia al lugar que ocupará en el juicio de la historia.
Y ese juicio comienza a formarse desde el primer minuto en el que deja el poder.
Por eso, la importancia de garantizar la continuidad.
El heredar “su legado”-cualquier cosa que el término signifique en la realidad- no sólo es lo que más lo ocupa, sino que realmente lo obsesiona.
Un suceso que en su óptica realmente transformó la política y la vida pública del país, simplemente no puede ni debe de agotarse en un sexenio.
Así que, desde el inicio de su gobierno, cada acción, cada decisión, cada política pública aprobada, tuvo siempre como objetivo la concentración de poder.
Y entrando ya al quinto año de gobierno, en la antesala del punto culminante del proceso de sucesión, la misión se ha cumplido.
Más de 20 gobiernos emanados del partido oficial, con capacidad de operación electoral y financiera ilimitada al servicio de quien resulte la candidata o el candidato a ocupar “la Silla”.
Sí, con mayúsculas.
Las instituciones del Estado mexicano que dependen del ejecutivo, tienen en sus manos los más diversos procesos que penden también como auténtica espada de Damocles sobre la cabeza de sus enemigos.
Porque en esta lógica, no hay adversarios, están etiquetados y serán tratados como enemigos a los que hay que eliminar.
La estrategia no puede tener cabos sueltos.
El presidente ya apretó a los gobernadores de oposición para que rindieran, como mansos corderitos, sus respectivos estados.
Lo hicieron sin chistar y fueron premiados.
Antes, Andrés Manuel sentó un precedente con el caso de Jaime Rodríguez, aquel beligerante gobernador regio que se atrevió a enfrentarlo y a bajar de la contienda a su candidata en Nuevo León que acabó en la cárcel.
Le dio forma a un muy cruel juego de contrastantes espejos, que puso delante de los mandatarios en turno.
¿En cuál de ellos se quieren ver?- era la disyuntiva.
Esa misma lógica se aplicará a rajatabla con quienes hoy representan a gobiernos estatales emanados de Morena.
Tendrán que ganar a como dé lugar sus respectivas plazas o enfrentar seguramente las consecuencias de recibir todo el peso del aparato oficial.
Así es en realidad.
No hay cabida para las medias tintas.
López Obrador, aunque no aparecerá directamente en la boleta en el 24, sabe de sobra que ese proceso será un referéndum implacable a su gobierno y lo ubicará sin ambigüedades en su verdadero nivel como “estadista”.
Le obsesiona saber si, más allá de las encuestas que miden sus popularidad y aceptación, sumará o restará adeptos después de haber sido ya gobierno.
33 y medio millones de votos es un techo altísimo, pero será la vara implacable con la que tendrá que ser medido.
No hay otro indicador más certero.
Arrasar en Puebla como estado, ganar los municipios más importantes, tener una mayoría aplastante en el legislativo local y sumar a una mayor representación del oficialismo en las dos cámaras del legislativo federal, sumaría de manera importante a alcanzar el objetivo.
Y por si fuera poco, es lo mínimo que se espera en Palacio Nacional, del desempeño de quienes se asumen como “lopezobradoristas” poblanos.
Vaya reto.