Por Valentín Varillas
William Jenkins sentía una auténtica adoración por su esposa Mary.
En esto coincidieron familiares, amigos, socios, cómplices y hasta detractores.
Aseguran que todas las tardes sin falta, se tomaba unos minutos de su tiempo libre para visitar su tumba y leerle.
También sus biógrafos refieren que el amor de Jenkins por su cónyuge, fue el eje central del legado que intentó dejar para Puebla y los poblanos.
Una fundación que llevara su nombre, con un amplio objeto social y que tuviera como tarea principal generar obras de beneficencia y desarrollar proyectos en materia de educación y salud.
Andrew Paxman, en su libro “En busca del señor Jenkins” cita las palabras de William cuando, en 1954, hizo la solicitud de registro ante la Junta de Beneficencia de Puebla: “Se trata de hacer todo que tendrá como resultado el mejoramiento del nivel de vida, tanto moral como material, de este nuestro estado de Puebla”.
De paso, esta fundación servía también para lavarse la cara en torno a los enormes cuestionamientos sobre la manera en la que había logrado su fortuna.
Los pactos inconfesables con el poder político y las organizaciones criminales, además de la gran cantidad de damnificados que dejó a su paso para alcanzar sus objetivos.
Jenkins no heredó a ninguna de sus cinco hijas.
Más allá de la misoginia característica de la época – pensaba que “las mujeres con dinero eran más proclives a ser timadas”, era un convencido de que cada individuo merecía el “derecho” de hacer su propia fortuna.
Para mantener la vigencia del apellido, Jenkins adoptó legalmente a su nieto Bill a quien integró a la Fundación.
Presidentes y gobernadores, en aquellos años del régimen de partido único, se montaban alegremente del lucro político de las obras de beneficencia que llevaba a cabo la institución.
Cuenta Paxman que, el día que murió Jenkins, el presidente “de facto” de la Fundación, Manuel Espinosa Iglesias, tomó de inmediato las siguientes acciones: “abrir la caja fuerte, recuperar la última versión del testamento…y falsificar la firma del difunto”.
William lo había dejado sin firmar porque, según el autor, tenía “dudas hasta el final sobre algunos detalles”.
A partir de ahí, empezó la desvinculación con Puebla.
Si bien se llevan a cabo proyectos educativos de gran alcance como la construcción de Ciudad Universitaria de la BUAP, la propia Universidad de Las Américas y el Colegio Americano, Espinosa Iglesias encamina el trabajo de la Fundación hacia otros derroteros.
Paxman asegura que el magnate banquero la utiliza para perfilar políticamente a la derecha poblana y como trampolín para sus negocios personales y abrirse puertas entre la élite empresarial de la capital y del norte del país, sobre todo la de Monterrey.
El punto de quiebre vino con la nacionalización de la banca en la recta final del sexenio de López Portillo y la pérdida de Bancomer.
Esto detona las primeras tensiones con Bill, cuyos hijos eran ejecutivos del banco.
En 1995, Espinosa deja a su hija Ángeles en la vicepresidencia y expulsa al nieto de Jenkins y a su esposa de la Fundación.
Ahí vienen los primeros juicios y demandas.
En 2002, por fin asumen el control, salen los Espinosa Iglesias de la Fundación y por consiguiente de la UDLAP, dejando Enrique Cárdenas la rectoría en medio de procesos legales por supuestos millonarios desvíos de recursos.
Llega Nora Lustig y “de 2005 a 2007 volvieron a producirse luchas internas por la dirección de la universidad”-escribe Paxman.
Ahí se detona la lucha intestina de los Jenkins por más de 750 millones de dólares.
En 2013 destituyen a Guillermo Jenkins de Landa como presidente, porque en teoría, era el único que intentaba mantener el espíritu real de la Fundación.
El resto de la familia quería hacerse de los activos para fines personales.
Cambiaron estatutos, “donaron” a otra fundación (Bienestar de Filantropía) los recursos, nombraron a abogados de ellos como representantes en ambas fundaciones y ante los procesos legales que Jenkins de Landa llevó a cabo, cambiaron el domicilio fiscal a otros estados y al final, recurrieron a paraísos fiscales como Barbados y Panamá.
Con los cambios a la Ley de Instituciones de Asistencia Privada del Estado, Moreno Valle intentó que el patrimonio de la Fundación regresara a Puebla, no para quedárselo, sino para colgarse la medalla política de las obras que a partir de ahí se llevaran a cabo.
No pudo.
Los juicios siguieron su curso y se giraron órdenes de aprehensión en contra de quienes en su momento destituyeron a Jenkins de Landa.
Todos, incluyendo su madre y hermanos.
La UDLAP, como el resto de los activos de la Fundación, quedó en medio de una disputa familiar en donde como auténticos buitres, se disputan lo heredado por Mr. Jenkins.
Nada más ajeno al espíritu de su génesis.
Hoy se intenta nuevamente que los activos regresen al estado, para que se inviertan aquí, tal y como quería su creador.
No se ha podido y probablemente faltará mucho tiempo para que se logre.
La batalla legal es durísima y el sistema de justicia en México dificulta aún más las cosas.
Si viera William Jenkins en lo que acabó su Fundación con el paso de los años, seguramente volvería a morirse, ya no de un infarto como fue en 1963, sino de asco y tristeza por la forma en la que sus descendientes destrozaron su legado.