No puede tildarse de populistas a los candidatos independientes por el solo hecho de no contar con un partido político, sino de ineficaces a los partidos que, con estructura, mayor presupuesto y plataforma política, proponen candidatos menores o transmiten propuestas vacuas.
Los candidatos independientes ganadores, como el caso de Jaime Rodríguez (El Bronco) en Nuevo León, deben demostrar que pueden gobernar y que los contrapesos institucionales sirven más allá del emblema del partido que postula o no a los candidatos. Todo ello es posible por el tipo de régimen político que tenemos: en un sistema presidencial, el Ejecutivo gobierna con independencia de tener o no mayoría en el Congreso. Así, quienes se espantan por la elección de un candidato sin partido, en realidad tendrían que estar más preocupados porque los mecanismos estatales de contrapeso al ejecutivo funcionen. En otras palabras, esos mecanismos estarán a prueba con candidatos independientes que gobiernen y su funcionamiento sería una gran noticia para la democracia mexicana.
La atención puesta sobre los candidatos independientes, en realidad tendría que estar enfocada hacia tres fenómenos más preocupantes: la debilidad y descrédito del árbitro electoral, la ilegalidad impune con la que actúo el Partido Verde durante el proceso electoral y el populismo en los partidos políticos –ese sí evidente y dañino–.
El ejemplo más claro del populismo partidista es el futbolista Cuauhtémoc Blanco, electo presidente municipal de Cuernavaca, Morelos. El ex-futbolista, propuesto por el Partido Humanista, será Presidente Municipal en una ciudad que está marcada por el narcotráfico. El arribo del ídolo americanista a la política es un mensaje claro de populismo –como también lo es la inclusión de Carmen Salinas en la lista de candidatos plurinominales del PRI. Su discurso no es discurso –no lo hay– y su elección es preocupante porque es ejemplo extremo de la imagen como principal activo en campañas.
La peor noticia para los partidos políticos es que el arribo de Blanco ha sido precisamente a través de un instituto político. Para los habitantes de Cuernavaca, la mala noticia no es que el futbolista haya ganado la elección, sino que tendrá que gobernar (y no se sabe si lo hará).
Las candidaturas independientes encierran problemas serios para los partidos políticos y para la gobernabilidad, pero los partidos tienen la posibilidad de ser contrapesos funcionales al populismo que ellas pueden encerrar. En cambio, los populismos partidistas son un problema doble: son silenciosos y están incrustados en las estructuras de los partidos.
No se trata de un fenómeno nuevo; baste recordar algunas propuestas de candidatos presidenciales de distintos partidos que han prometido “computadoras para todos los niños” (Labastida), “un millón de empleos al año” y resolver en conflicto zapatista en “quince minutos” (Fox) o han espetado un “me comprometo y cumplo” (Peña Nieto)” o aquella joya de la corona populista que fue el “presidente del empleo” (Calderón).
Si los candidatos independientes ponen a prueba el sistema de contrapesos instituciones, los populismos partidistas ahondan la crisis de los partidos políticos porque en ellos se encierra buena parte de su discurso vacuo.
En nuestro país, las noticias interesantes provendrán de Nuevo León y las trágicas vendrán de Cuernavaca, por más que El Bronco sea independiente y Cuauhtémoc Blanco un producto de los partidos.
O tal vez esa diferencia sea la razón.
Tiempo Extra
Uno. Las acusaciones de fraude electoral en la elección de Cuernavaca son preocupantes, mucho más cuando algunos actores culpan al gobernador del Estado y al actual Presidente Municipal de pactar la llegada de Cuauhtémoc Blanco. Algo huele muy mal. No debe pasarse por alto que Cuernavaca fue escenario de dos hechos importantes en materia de crimen organizado: la formación de “La Federación”, como organización principalísima de los cárteles de droga durante la década anterior y la muerte de Arturo Beltrán Leyva, a finales de 2009. Un territorio codiciado y sede por antonomasia de buena parte de la élite del narcotráfico. Ni más ni menos.
Dos. ¡Qué descaro! Escritores y analistas se regocijan por el “triunfo” de una democracia en la que participa el 48% del electorado. Parafrasean a Churchill con una facilidad que espanta. En su ideal democrático, el régimen mexicano es “así de imperfecto, ¡pero es nuestro!” Es lo que tenemos (¡Aquí nos tocó vivir!) y en él gana el PRI. El silencio del 52% que no votó les dice poco; casi nada.