23-11-2024 05:20:15 AM

La impunidad ¿es “causa sui”?

Veo, oigo y leo, casi a diario, a destacados comentaristas y politólogos que sostienen, con un aplomo y una contundencia que no dejan lugar a la duda ni a la réplica, que una de las causas más importantes (si no es que la más) que explican el explosivo crecimiento del crimen en todas sus formas, y de la violencia concomitante que algunos califican ya como un verdadero baño de sangre, es, nada más y nada menos, que la impunidad. Y, para apuntalar su aserto, dan cifras impactantes como que de todos los delitos que se cometen en el país sólo se castiga, cuando mucho, el 5 por ciento; o que la cifra negra (es decir, los casos que no se denuncian a la autoridad) de delitos como el asalto, el robo a casas habitación o el terrible secuestro, comparada con la de las que sí se presentan en tiempo y forma ante un ministerio público, supera con mucho el cien por ciento. Y, después de eso, se quedan aparentemente satisfechos, con la expresión de quien está seguro de haber dicho todo lo que hay que decir sobre un asunto.

Pareciera, pues, que para los expertos en el tema, la impunidad es algo así como una enfermedad mental, moral, de policías, jueces y ministerios públicos que  los lleva a desentenderse del cumplimiento de lo que es su deber esencial, esto es, perseguir y castigar a los delincuentes. De no ser así, resultaría que, conciente o inconcientemente, se nos estaría diciendo que la impunidad, como Dios en la filosofía medieval, es “causa sui”, es decir, que no tiene una causa externa que la produzca y que no está, por tanto, sujeta a la ley universal de la causalidad propia de las cosas finitas. Planteado así, necesariamente tendríamos que llegar a la conclusión de que estamos ante un problema sin solución, ante un fenómeno que, por no deberse a causa ninguna, tampoco puede ser atacado mediante el respectivo principio científico universal que dice que, para suprimir el efecto no deseado, basta y sobra con suprimir la causa que lo produce.

A mí, en cambio, me parece evidente que la impunidad, ni es una enfermedad moral de los responsables de brindar protección a la sociedad, ni es un fenómeno encauzado. Creo, por el contrario, que su causa está ante los ojos de todos y que, si no se habla de ella, es porque ello llevaría a conclusiones y exigiría remedios que no son nunca del agrado de quienes tienen en sus manos el deber y los medios para aplicarlos. La impunidad es una consecuencia obvia, directa, de la corrupción; mejor dicho, es la propia corrupción, sólo que vestida con un ropaje distinto, acorde al terreno especial en que se mueve, que no es otro que el de la aplicación de la justicia. En efecto, ¿por qué la policía no persigue tenazmente a los criminales hasta echarles el guante? ¿Y por qué, en los raros casos en que esto sucede, ministerios públicos y jueces, en vez de portarse severos, dejan en libertad fácilmente a los criminales? Porque ninguno de ellos ve en el estricto cumplimiento del deber un beneficio tangible para él y los suyos, y, en cambio, sí se percatan de los tremendos y reales peligros que corren (incluida la vida) en caso de que los identifiquen como eficaces caza delincuentes. Por eso, en el mejor de los casos, hacen un tortuguismo perfectamente calculado y, en el peor, se alían a los  mal vivientes de quienes obtienen mejor provecho que la magra paga que reciben por el desempeño de su cargo. Y la corrupción, vuelvo a sostener a riesgo de parecer repetitivo, no es más que un modo plebeyo de repartir la riqueza (que consiste en tomar de hecho lo que se niega de derecho) allí donde aquella se encuentra exageradamente concentrada y nadie muestra ningún interés en corregir la situación. Por donde viene a resultar que la impunidad no es sino otra manifestación del verdadero problema de fondo que padecemos los mexicanos, esto es, la muy inequitativa distribución del ingreso nacional.

Consecuentemente, la impunidad no se abatirá ni con las indignadas denuncias de quienes han sido víctimas de ella, ni con marchas “ciudadanas” por numerosas que sean, ni con mejor educación y preparación de policías, jueces y ministerios públicos, ni con sermones de moral y de “ética profesional”, ni mucho menos con más potentes y mortíferas armas puestas en manos de policías cuya fidelidad al cargo y al deber están más que cuestionadas. Necesitamos, sí, otra moral social; otra escala de valores radicalmente distinta a la que actualmente sembramos en el ciudadano, en la gente común y corriente y principalmente en la juventud: amor al trabajo, honestidad, desinterés, honradez, respeto a la verdad, solidaridad con los más desprotegidos. Pero todo esto, como lo entiende cualquiera, no se logrará con una política de cangrejos, es decir, por el camino de predicar una cosa y hacer la contraria. No se conseguirá con sermones hipócritas, discursos floridos y huecos y actos protagónicos de “filantropía”, sino sólo con el ejemplo vivo de los poderosos a las masas desamparadas. Es la clase de los favorecidos la que debe dar, con hechos, verdaderas pruebas de honradez, de solidaridad social, de amor al trabajo creador y no sólo a la riqueza que produce, de desinterés y de pleno respeto a la verdad y a los derechos de los que menos tienen.

Y la cosa no es para llorar. Sólo hace falta crear los empleos necesarios para que todo mundo tenga un modo honrado de ganarse el pan; pagar salarios suficientes para una vida decorosa; refrenar la ambición desmedida que lleva a especular con el hambre del pobre; promover y apoyar una educación de calidad para hacernos tecnológicamente independientes; procurar salud y medicinas al alcance de todos los bolsillos y una cultura, a través del monopolio mediático, que realmente eleve espiritualmente al pueblo trabajador. Todo esto toca hacer a los poderosos, porque es una verdad irrefutable que la conducta de la masa es siempre reflejo de la élite privilegiada; que los vicios y virtudes de aquella provienen siempre de ésta. O, como dijo el clásico: las ideas dominantes son siempre las de la clase dominante. Duro pero cierto.

*Secretario General del Movimiento Antorchista

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