Con mala intención (a mi juicio), los panistas del Distrito Federal han salido en estos días a los medios para anunciar que han presentado, ante los legisladores de la capital del país, una iniciativa de ley para “regular” las marchas y manifestaciones en la ciudad de México.
El propósito del anuncio, además de informar, es convencer a la gente de que no se trata de suprimir el derecho a la libre manifestación consagrado en la Constitución, sino “solamente” garantizar que se respeten los derechos de todos, como por ejemplo el de libre tránsito. Nada de qué preocuparse, pues.
Pero la cosa no es tan simple. El discurso político al uso busca convencernos de que vivir en democracia es vivir en el mejor de los mundos posibles, es gozar de todos los derechos y libertades creados por el hombre a lo largo de su historia. Según eso, la democracia es lo contrario de la dictadura; lo opuesto a la opresión de los muchos en provecho de unos pocos. Sin embargo, la experiencia cotidiana y la historia misma que es, a decir de don Miguel de Cervantes “… émula del tiempo, depósito de las acciones, testigo de lo pasado, ejemplo y aviso de lo presente y advertencia de lo por venir”, dicen todo lo contrario.
Y, para no meterme en adornos ni bordados teóricos, baste recordar que en la Grecia clásica, cuna y asiento originario de la democracia occidental, las libertades y los derechos estaban reservados para las clases altas, para los eupátridas, mientras que para los trabajadores, para los esclavos, se reservaba la más brutal e inhumana explotación. Es decir, la sociedad griega de esa época era, al mismo tiempo, democracia para las clases altas y dictadura para los productores directos. No hay democracia pura.
Y hoy, a despecho de los afeites teóricos de carácter sociológico, político y jurídico con que la han revestido sus defensores, esta situación contradictoria es más cierta y más lacerante que en la Grecia antigua. En nuestras sociedades “libres” sólo hay dos derechos reales que se hacen respetar, en caso necesario, a sangre y fuego: el derecho de propiedad para las clases dominantes y el “derecho al sufragio” para las clases bajas. Todos los demás, como la igualdad ante la ley, el derecho al trabajo con un salario digno, el derecho a la vivienda, a la educación y a la medicina, el derecho de opinión, de organización y de manifestación pública de la ideas, y aún derechos más elementales como el de viajar sin cortapisas por todo el país o el de elegir libremente el sitio para vivir, o están tan acotados que es prácticamente imposible su ejercicio, o están materialmente fuera del alcance de la gente de bajos recursos. Ya alguien con gran sagacidad jurídica dijo que las leyes de nuestro tiempo se caracterizan porque, en cada artículo, niegan sin falta, al final, el mismo derecho que “garantizan” al comienzo.
Es justamente por eso que la única forma de organización popular que realmente toleran, alientan y hasta financian los gobiernos de cualquier signo, es el partido político clásico, es decir, el partido concebido como el instrumento idóneo para controlar y canalizar el voto de las grandes mayorías hacia donde lo requieren los distintos grupos de poder. Para éstos y para sus paniaguados ideológicos, la democracia ideal es aquella en la que no haya ningún otro tipo de organización que no sean los partidos políticos que se disputan el poder “por la vía democrática” y que, pasada la contienda electoral, desaparezcan de la escena para no volver a dar señales de vida sino hasta nuevas elecciones. Cualquier otra forma de organización de las masas, pero sobre todo aquella que mantiene una acción permanente y una educación política continua de sus agremiados, preparándolos para una mejor defensa de sus derechos, es veneno puro para los poderosos y la combaten con todas las armas a su alcance, no importa si para ello tienen que violar sus propias leyes.
Los partidos políticos no son una creación de las masas populares; no son, ni nunca fueron, un arma para mejorar sus condiciones de vida. Fueron, y son, una creación de la burguesía en ascenso, que vio en ellos el mejor instrumento para controlar la súbita explosión de votantes provocada por el voto universal, conquista encabezada por ella misma. Mediante tal estructura, la clase en el poder logra constreñir la lucha de las masas al puro ejercicio del sufragio y logra, por otra parte, que la gente acepte “elegir” sólo entre las pocas y magras opciones que les ponen delante los partidos. De ahí la sacralización de éstos como la única forma legal y legítima dentro de la cual debe actuar el ciudadano, y de ahí también el combate despiadado a toda otra forma de aglutinación y de lucha de las masas explotadas, calificándola de ”corporativa”, de “clientelar” y, cuando más les aprieta el zapato, incluso de “chantajista”, “violenta” y “criminal”. Y así se explica, también, la durísima y feroz campaña en contra de las formas básicas de la lucha popular: marchas, mítines y plantones principalmente.
Este es el verdadero sentido de lo que hoy anuncian los panistas con bombo y platillo. No se trata, en efecto, de suprimir de tajo el derecho de manifestación. Todavía no se atreven a tanto, pero para allá van. Por ahora, se conforman con restarle toda su eficacia, con mellarle el filo y reducirlo a la impotencia, a la ineficacia total, con la esperanza de que, a la vista de ese resultado, las masas mismas renuncien a la lucha. Que nadie se engañe: la “regulación” de las marchas busca acabar con toda forma de organización que no sea la partidaria, la electorera; busca reforzar la dictadura plutocrática haciendo más exclusivo su monopolio sobre la vida política de los ciudadanos y del país entero; busca el estado ideal, es decir, aquel que sea una democracia para los poderosos y una dictadura para los trabajadores. Veremos si el PRD les sigue el juego, pues aprobar la iniciativa de los panistas está enteramente en las manos de sus asambleístas.
*Secretario General del Movimiento Antorchista Nacional