Por Yasmín Flores Hernández
La extradición o expulsión masiva de 29 capos mexicanos a Estados Unidos el 27 de febrero de 2025 fue un golpe mediático sin precedentes.
Mientras en Washington se celebró como una gran victoria contra el narcotráfico, en México persisten preguntas incómodas:
¿Fue un acto de cooperación o una concesión forzada?
¿Qué implica este movimiento para la soberanía del país y la justicia para las víctimas?
¿Y qué papel juegan en esta historia figuras como Ismael “El Mayo” Zambada, Manuel Bartlett y los expedientes desclasificados sobre el caso Camarena?
Extradiciones exprés:
¿un nuevo modelo?
La historia de México con las extradiciones ha sido ambivalente. Mientras algunos criminales han sido enviados a EE.UU. tras largos procesos legales como Joaquín “El Chapo” Guzmán en 2017, otros han enfrentado un proceso casi nulo, como los 29 capos entregados este año.
La diferencia es clara: esta vez la presión económica y política fue el factor determinante.
Donald Trump, en plena campaña electoral, amenazó con aranceles del 25% a las exportaciones mexicanas si el gobierno no mostraba resultados contundentes en la lucha contra el fentanilo. Ante esta presión y la inminente liberación de varios capos por fallos judiciales, el gobierno mexicano optó por un golpe de efecto: sacarlos del país de inmediato, aún cuando muchos de ellos tenían amparos vigentes.
El gobierno justificó la medida como un asunto de “seguridad nacional”, pero al hacerlo, se saltó tratados internacionales y su propia Ley de Extradición. En esencia, México reconoció implícitamente su incapacidad para juzgar y castigar a estos criminales dentro de su territorio.
Entre los extraditados figuran capos históricos como:
Rafael Caro Quintero apodado “El Narco de Narcos”, los hermanos Miguel Ángel “Z-40” y Óscar Omar “Z-42” Treviño Morales exlíderes de Los Zetas, Vicente Carrillo Fuentes “El Viceroy” del Cártel de Juárez, Antonio “Tony Montana” Oseguera hermano del líder del CJNG y otros operadores de alto nivel de cárteles de Sinaloa, Golfo y Beltrán Leyva.
La lista completa incluye líderes criminales responsables de tráfico de drogas a gran escala, violencia extrema e incluso asesinatos, varios de ellos buscados por décadas por las agencias estadounidenses.
Esta extradición masiva ocurrió en un momento de alta tensión bilateral.
Estados Unidos había incrementado la presión sobre México por la crisis de tráfico de fentanilo y la migración irregular.
Pero una amenaza lanzada a inicios de la administración de Trump sobre el aumento de aranceles cayó como balde de agua fria para las autoridades mexicanas, golpeando gravemente a la economía nacional, altamente dependiente del mercado estadounidense.
Bajo esa presión sin precedentes, el Gobierno mexicano optó por acelerar la entrega de estos capos, buscando aplacar las exigencias de Washington y evitar una crisis comercial mayor. Fuentes oficiales describieron la acción como parte de un acuerdo de cooperación internacional en materia de seguridad, pero múltiples reportes indicaron que fue una respuesta directa al ultimátum de la Casa Blanca.
De hecho, el anuncio del traslado ocurrió mientras funcionarios del gabinete de seguridad mexicano negociaban en Washington con el secretario de Estado estadounidense soluciones para frenar los aranceles.
Además de las presiones externas, había motivaciones internas de urgencia. Varias de las 29 figuras criminales supuestamente estaban a punto de recuperar su libertad en México, gracias a resoluciones judiciales favorables o lagunas legales. Informes señalan que entre 12 y 15 de esos capos tenían amparos y suspensiones vigentes contra la extradición, e incluso algunos tribunales estaban por ordenar su liberación inminente. Cabe aclarar que despúes de las declaraciones que dio Omar García Harfuch sobre que jueces y magistrados estaban coludidos con el crimen organizado para agilizar sus procesos, el Consejo de Judicatura desmintió al Secretario ante dichos comentarios.
Según declaraciones de las autoridades mexicanas temían que si esos delincuentes salían de prisión, se vendría abajo cualquier negociación con EE.UU. para evitar los aranceles y, además, se reafirmaría la imagen de impunidad.
Entre los que estaban en riesgo de ser liberados se mencionaba, por ejemplo, a Rosalinda González Valencia, esposa de “El Mencho” Oseguera, quien quedó libre días despúes, y los propios hermanos Treviño. Con el tiempo en contra, el Gobierno de México decidió sacarlos del país de golpe antes de que los jueces pudieran frenar la operación.
Fue así que, en la mañana del 27 de febrero, un avión militar despegó del penal de máxima seguridad del Altiplano con casi una treintena de reos rumbo a diversas ciudades de EE.UU., sin previo aviso a abogados ni familiares.
La logística fue meticulosa: los detenidos fueron concentrados discretamente desde 11 cárceles de distintos estados; Estado de México, Nayarit, Sonora, Guanajuato, Oaxaca, Chiapas, entre otros y entregados en ocho destinos de la Unión Americana, entre ellos Chicago, Houston, Nueva York y Washington.
En resumen, esta extradición masiva fue resultado de una tormenta perfecta: la presión asfixiante de Washington ligada a la crisis del fentanilo y amenazas comerciales, sumada a la fragilidad del sistema judicial mexicano que hacía peligrar la retención de estos capos.
Se trató de una decisión política de emergencia, inédita en la historia contemporánea del país, para evitar un choque mayor con EE.UU. y, de paso, impedir que criminales altamente peligrosos volvieran a las calles mexicanas.
Impacto en la Relación México-EE.UU.:
¿Cooperación o Sumisión?
La entrega de los 29 narcotraficantes ha tenido profundas implicaciones diplomáticas y de seguridad en la relación bilateral. En el corto plazo, evitó una confrontación comercial de alto riesgo y fue recibida con júbilo por las autoridades estadounidenses, que la interpretaron como un triunfo de su presión.
La Casa Blanca no tardó en celebrar el traslado de capos, calificándolo de una victoria en la lucha contra los cárteles. En particular, la extradición de Rafael Caro Quintero acusado de orquestar el secuestro, tortura y asesinato del agente de la DEA Enrique “Kiki” Camarena en 1985 fue vista como el fin de una larga afrenta.
“Hoy podemos decir con orgullo que Caro Quintero ha llegado a Estados Unidos, donde se hará justicia… es una victoria para la familia Camarena”, declaró la DEA en un comunicado, subrayando que después de casi 40 años por fin el responsable enfrentará a la justicia estadounidense.
El mensaje de Washington fue claro:
“nunca olvidaremos si haces daño o matas a uno de nuestros agentes”. Esto refleja cómo el caso Camarena había sido un punto doloroso en la relación México-EE.UU. desde los años 80 de hecho, aquel asesinato marcó un punto bajísimo de confianza bilateral y su aparente resolución ahora cierra simbólicamente una herida histórica.
En términos de cooperación, la acción coordinada reforzó la idea de una alianza más estrecha contra el crimen organizado trasnacional. La entrega simultánea en múltiples ciudades estadounidenses, con una división de los detenidos, según jurisdicciones donde eran requeridos, demuestra un nivel de sincronización poco usual entre la Fiscalía General de la República (FGR) y el Departamento de Justicia de EE.UU.
Funcionarios estadounidenses elogiaron públicamente la colaboración mexicana, y en privado el alivio era evidente: México había evitado, al menos de momento, el choque económico y accedido a una demanda clave de seguridad.
Esto podría traducirse en mayor buena voluntad en otros ámbitos de la relación, como el control de flujos migratorios o la lucha contra el tráfico de armas tema en el que México exige reciprocidad.
Sin embargo, a mediano y largo plazo surgen dudas incómodas sobre el equilibrio de la relación. Para muchos analistas y políticos mexicanos, lo ocurrido ejemplifica más una sumisión que una cooperación entre iguales.
El hecho de que la extradición masiva ocurriera bajo la explícita amenaza de sanciones comerciales deja la sensación de que Washington dictó los términos y México cedió para evitar una crisis.
“Resulta claro que la iniciativa no provino del Gobierno de México… fue producto de la presión ejercida por Trump y su secretario de Estado Marco Rubio, bajo la amenaza de los aranceles de 25%”, señala un análisis del caso.
Es decir, la política de seguridad mexicana se vio subordinada a la agenda estadounidense: “nuestra seguridad nacional está siendo dictada desde Washington”, advierten críticos al observar cómo Trump utilizó la amenaza económica para obligar acciones que México en otras circunstancias no hubiera tomado.
Incluso después de la entrega de los 29 capos, persiste el temor de que EE.UU. “ya le tomó la medida” a México y seguirá empleando la amenaza de los aranceles o la etiqueta de terrorismo cada vez que quiera forzar concesiones adicionales.
En efecto, el propio Edgardo Buscaglia –experto en seguridad transnacional– opina que “mandarle líderes criminales a Trump no va a calmarlo”, pues “Trump no negocia, impone su voluntad”.
La extradición o expulsión masiva pudo aplacar momentáneamente la crisis, pero no garantiza una relación más equilibrada; por el contrario, podría incentivar demandas aún mayores de Estados Unidos en materia de seguridad, economía e incluso política exterior de México.
En síntesis, la operación ha significado una tregua inmediata en las fricciones México -EE.UU. evitando sanciones y mostrando resultados tangibles contra los cárteles y podría fortalecer la cooperación antinarcóticos.
No obstante, también ha encendido el debate sobre la soberanía mexicana en dicha relación.
¿Fue un acto de colaboración estratégica o una concesión forzada bajo coacción?
La respuesta matizada es que fue ambas a la vez: colaborativo en la forma, coercitivo en el fondo. Las implicaciones para la confianza mutua son mixtas: por un lado, se reconstruye cierta confianza perdida desde el caso Camarena; por otro, México resiente que esa confianza se logre a costa de ceder a presiones extremas. El verdadero impacto se medirá con el tiempo, según si EE.UU. modera sus exigencias o si, por el contrario, siente que puede presionar cada vez más sabiendo que México cederá para evitar males mayores.
El Sistema de Justicia Mexicano está bajo la lupa.
La decisión de enviar a estos capos al extranjero en lugar de juzgarlos plenamente en México es, en sí misma, un comentario contundente sobre las limitaciones del sistema de justicia mexicano.
En la teoría, cualquier Estado soberano aspiraría a procesar a sus criminales más notorios en casa, demostrando capacidad para impartir justicia. En la práctica, México optó por “tercerizar” la justicia a EE.UU. por varias razones que dejan en entredicho la eficacia y confiabilidad de las instituciones nacionales.
Primero, varios de estos narcotraficantes ya habían burlado o estaban cerca de burlar a la justicia mexicana.
El caso emblemático es el de Caro Quintero: detenido en 1985 por el asesinato de Camarena, fue liberado anticipadamente en 2013 por un tecnicismo legal escandaloso; un tribunal anuló su sentencia y permaneció prófugo hasta su recaptura en 2022.
Su liberación en 2013 dañó enormemente la credibilidad de México ante EE.UU. Ahora, extraditarlo es una forma de corregir ese “error” histórico, reconociendo implícitamente que el Estado mexicano falló en mantenerlo preso.
De igual modo, Miguel Ángel Treviño (Z-40) y su hermano Omar (Z-42), sanguinarios ex jefes de Los Zetas, llevaban años detenidos en México sin recibir condenas proporcionales a sus crímenes, y con amparos en trámite; su permanencia en cárceles mexicanas no garantizaba que no volvieran a operar o incluso a escapar. En general, muchos capos encarcelados han continuado dirigiendo actividades delictivas desde prisión o han obtenido tratos privilegiados gracias a la corrupción.
Como apunta Buscaglia, “entregar 29 mafiosos a EE.UU. está muy bien si México no los puede contener por la corrupción en las cárceles”.
Esta frase, cruda pero cierta, refleja la desconfianza en la capacidad del Estado para mantener aislados e inoperantes a estos criminales dentro de sus penales de máxima seguridad. Las fugas espectaculares de Joaquín “El Chapo” Guzmán en 2001 y 2015 son recordatorios imborrables de esas brechas de seguridad; no es casualidad que El Chapo también acabara extraditado y condenado de por vida en EE.UU.
Segundo, los procesos judiciales mexicanos contra estos capos a menudo se quedan cortos o encallan. Muchos de ellos enfrentan decenas de cargos por delitos cometidos en México como asesinatos, desapariciones, narcotráfico, lavado de dinero, pero llevar esos casos a un juicio exitoso es extremadamente complejo.
Sea por la intimidación a testigos y jueces, la complejidad investigativa o la colusión de autoridades, los megaprocesos contra líderes criminales suelen dilatarse años con resultados magros. En cambio, en Estados Unidos ya existen acusaciones penales sólidas contra todos ellos, algunas desde hace décadas, particularmente por cargos de tráfico de drogas a gran escala, asociación delictuosa, enriquecimiento ilicito, homicidios de agentes estadounidenses y otros.
Por ejemplo, Caro Quintero tenía una acusación pendiente en una corte federal de California por el caso Camarena, además de cargos por narcotráfico en Nueva York.
Los Treviño y otros Zetas estaban reclamados por cortes de Texas por importación de narcóticos y crímenes violentos; Tony Montana Oseguera por colaborar con el CJNG; etc. Las autoridades mexicanas consideraron, con pragmatismo, que sería más efectivo dejar que la justicia estadounidense se hiciera cargo, dada su mayor tasa de condenas y penas mucho más severas incluso cadena perpetua o pena de muerte.
De hecho, seis de los extraditados enfrentan en EE.UU. cargos que podrían conllevar la pena capital, entre ellos Caro Quintero, Carrillo Fuentes y José Rodolfo Villarreal “El Gato”.
Irónicamente, México desde 2005 abolió la pena de muerte y por ley no puede extraditar a alguien que la enfrente salvo que EE.UU. garantice no aplicarla. Esta vez, sin embargo, no hubo tales garantías y se les envió aun sabiendo que los fiscales estadounidenses podrían buscar la ejecución en ciertos casos.
Esto subraya hasta qué punto México estuvo dispuesto a sacrificar sus propios principios legales con tal de deshacerse de estos individuos.
Esa situación deriva en un cuestionamiento fuerte:
¿Admite México que su sistema de justicia no está a la altura?
En palabras de un experto consultado, “fue una extradición política, sin duda única en la historia de México”, saltándose procedimientos habituales.
De hecho, una docena de abogados penalistas coincidieron en que este masivo “traslado” no puede considerarse una extradición formal, ya que se brincó tratados y leyes vigentes.
La Ley de Extradición mexicana establece que ningún acusado debe ser entregado mientras tenga recursos legales pendientes o si ya purgó condena aquí por los mismos hechos . Pese a ello, en la premura, esas salvaguardas quedaron de lado: muchos de los 29 tenían sus juicios de amparo en curso, pero fueron “expulsados” sin resolución final.
Juristas señalan que la figura usada fue más bien la de expulsión por motivos de seguridad nacional, amparada en la Ley de Seguridad Nacional, la cual permite al Ejecutivo remover personas cuya presencia suponga una amenaza a la estabilidad.
El propio Fiscal General Alejandro Gertz declaró que el operativo se hizo bajo esa ley y en coordinación política con EE.UU. Esta maniobra, jurídicamente creativa, refleja cierta desesperación: el gobierno percibió que seguir el cauce legal ordinario sería lento y arriesgado, así que optó por una vía extraordinaria.
En síntesis, la opción de mandar a los capos a EE.UU. revela que México reconoce sus carencias institucionales para someter a estos criminales. Es un voto de desconfianza hacia su propio poder judicial y sistema penitenciario.
A largo plazo, la expectativa sería que México fortalezca su estado de derecho para no tener que depender de tribunales extranjeros. De lo contrario, cada gran caso será externalizado, minando la soberanía judicial y dejando la justicia local solo para criminales de menor calibre.
El caso de “El Mayo” Zambada: ¿silencio a cambio de repatriación?
En medio de este escenario, una sombra se cierne sobre Ismael “El Mayo” Zambada, el último gran capo de la vieja escuela que nunca había pisado una prisión. Su carta reciente, en la que presuntamente pide garantías para ser repatriado a México, a cambio de lo que pareciera ser el no delatar estructuras del narcotráfico, ha despertado especulaciones.
“El Mayo” es una de las figuras más enigmáticas del narcotráfico: siempre mantuvo un perfil bajo, evitando las ostentosas guerras internas de otros cárteles.
Su posible camino recuerda el caso de Álvarez Machain, el médico acusado de participar en la tortura y asesinato del agente de la DEA Enrique “Kiki” Camarena en 1985. Fue secuestrado en México por agentes estadounidenses y llevado a juicio en EE.UU., pero años después la Corte Suprema dictaminó que su captura fue ilegal.
Si “El Mayo” como se dice fue privado de su libertad de manera ilegal, ¿podría seguir ese mismo camino legal? O peor aún, ¿negociaría en secreto para proteger información a cambio de un trato preferencial?
Las dudas quedan en el aire…
Caro Quintero, el caso Camarena y los expedientes de Bartlett
Entre los 29 extraditados está Rafael Caro Quintero, el fundador del Cártel de Guadalajara y uno de los criminales más buscados por EE.UU. desde la muerte de “Kiki” Camarena en 1985. Su captura y extradición marcan el cierre de una era, pero también reabren heridas históricas.
Entre las ramificaciones más polémicas de esta coyuntura aparece el nombre de Manuel Bartlett Díaz, un veterano político mexicano que, sorpresivamente, ha vuelto al ojo del huracán por documentos desclasificados relacionados con el caso Camarena. Bartlett ocupaba en 1985 el cargo de Secretario de Gobernación es decir, era el responsable de la seguridad interior del país durante el secuestro y asesinato del agente Enrique “Kiki” Camarena.
Décadas después, Bartlett quien ha sido senador y recientemente director de la Comisión Federal de Electricidad siempre ha negado cualquier implicación en aquel crimen atroz. Sin embargo, la extradición de Caro Quintero reavivó el escrutinio histórico, y con ello salieron a la luz nuevos archivos desclasificados de EE.UU. que lo mencionan explícitamente.
En septiembre de 2024, periodistas de investigación Juan Alberto Cedillo e Ioan Grillo lograron, mediante solicitudes FOIA, la desclasificación de un memorando confidencial del FBI fechado en marzo de 1986. Este documento, enviado desde la embajada de EE.UU. en México al director del FBI, revela que ya entonces los agentes estadounidenses “sospechaban fuertemente” que Manuel Bartlett, como secretario de Gobernación, colaboraba con los narcotraficantes involucrados en el asesinato de Camarena.
En particular, el memo sugiere que la red de protección del narco llegaba “hasta el Secretario de Gobernación Bartlett Díaz”. Aunque gran parte está redactada, deja claro que dentro de la DEA y FBI existía la hipótesis de que Bartlett encubrió o respaldó a los capos Rafael Caro Quintero y Ernesto Fonseca “Don Neto” en la operación contra el agente de la DEA. De hecho, el texto refiere que un informante temía por su vida al brindar información, dada la posibilidad de que un alto funcionario mexicano estuviera involucrado.
Estas revelaciones oficiales confirmaron lo que por años fueron rumores y acusaciones extraoficiales. Diversos exagentes de la DEA, como Héctor Berrellez, quien lideró la segunda fase de la investigación Camarena a finales de los 80, han señalado públicamente a Bartlett. Berrellez ha llegado a afirmar que Bartlett estuvo presente durante la tortura e interrogatorio de Camarena, e incluso que la CIA participó activamente en ese interrogatorio, dada la sospecha de que Camarena había descubierto operaciones encubiertas vinculadas a la contra nicaragüense. Según esta teoría, Bartlett alineado con intereses de EE.UU. y protegiendo al Cártel de Guadalajara habría facilitado el secuestro del agente.
Son acusaciones gravísimas: implican que un alto funcionario mexicano colaboró en el asesinato de un agente estadounidense, algo cercano a un acto de guerra encubierta en tiempos de paz.
Durante años, fueron descartadas como conspirativas, pero los documentos desclasificados en 2024 les dieron nuevo sustento documental: el Gobierno de EE.UU. al menos sospechó formalmente de Bartlett desde los 80.
¿Qué consecuencias pueden tener estas revelaciones?
En términos legales, Bartlett no enfrenta cargo alguno ni en México ni en EE.UU. Por increíble que parezca, nunca se le investigó oficialmente en México por el caso Camarena. Su nombre salió a relucir en expedientes de la DEA y testimonios de testigos inclusive policías mexicanos que luego colaboraron con EE.UU., pero jamás se integró una averiguación previa contra él en territorio nacional.
En EE.UU., aunque las sospechas existen, tampoco se le ha acusado directamente; en 2021, un reportaje de Proceso afirmó que si Bartlett pisaba suelo estadounidense sería detenido para interrogatorio por ese asunto, pero no hay confirmación de órdenes de aprehensión formales. Dado que han pasado 40 años, cualquier delito podría estar prescrito en México, y políticamente sería explosivo procesarlo ahora.
Sin embargo, las implicaciones políticas son serias. Bartlett ha sido un hombre clave en la llamada Cuarta Transformación el movimiento político del expresidente AMLO: fue senador aliado de López Obrador y jefe de la empresa eléctrica nacional durante todo el sexenio. Que aliados de EE.UU. apunten a él como el “pez gordo” detrás del asesinato de Camarena tal como lo llamó un diputado opositor citando informes en 2021 deja muy mal parado el discurso anticorrupción del actual gobierno.
Aunque Bartlett ha salido de la escena pública tras el fin del sexenio de AMLO, sigue siendo una figura influyente en su partido. Ahora carga con el estigma renovado de esas sospechas.
Además, la publicación de estos expedientes tensiona la relación con EE.UU. en un aspecto sensible:
¿Hasta dónde llegó la complicidad de autoridades mexicanas en la era del narcotráfico?
Si un exsecretario de Gobernación fue cómplice, ¿hubo encubrimiento posterior? ¿Hubo pacto de silencio entre gobiernos para no ventilarlo? Son preguntas incómodas.
Para Washington, exponer a Bartlett puede servir para presionar a México moralmente: obliga a reconocer la profundidad de la corrupción histórica.
Pero para México es ofensivo: implica que la DEA/CIA sabían y callaron, quizás protegiendo sus propios secretos la alusión a la CIA sugiere que esa agencia podría estar también implicada en el encubrimiento, algo que se ha insinuado antes en investigaciones periodísticas.
En suma, la verdad completa detrás del caso Camarena sigue siendo un rompecabezas oscuro que involucra a ambas naciones.
Por ahora, las consecuencias prácticas son limitadas: probablemente no veremos a Bartlett en tribunales, pero sí un daño reputacional significativo. Su figura queda asociada públicamente al narcogobierno de los 80, recordando a muchos mexicanos la época en que la línea entre narcos y autoridades era sumamente difusa cuestión que sigue siendo relevante en el presente.
Pareciera que la historia se vuelve a repetir con todo lo que el Presidente Trump a declarado sobre las autoridades mexicanas y el narco.
Para el gobierno actual, la estrategia ha sido guardar silencio o desestimar el tema. Admitir si quiera la posibilidad implicaría abrir la caja de Pandora de la colusión Estado-narco, algo que ningún presidente ha querido hacer frontalmente. Pero todo esto hace que uno se pregunte “¿Y Bartlett?” pone presión para una respuesta.
Es posible que estos expedientes desclasificados terminen alimentando procesos civiles o simbólicos: tal vez el Congreso mexicano podría citar a Bartlett a comparecer, o las organizaciones de la sociedad civil pidan una comisión de la verdad sobre Camarena. En cualquier caso, su divulgación añade un elemento inesperado a la narrativa de la extradición de Caro Quintero. Mientras México entrega a un capo octogenario para que pague por un crimen de hace 40 años, ese crimen mismo regresa para señalar con dedo acusador a un poderoso intocable que permaneció en las sombras.
En palabras de un observador: “Caro Quintero era el trofeo que EE.UU. perseguía desde hace 40 años” , pero ahora que lo tienen, la pregunta inevitable es si también irán tras quienes lo protegieron en aquel entonces.
Este dato es clave: mientras México entrega a capos de una era pasada, la pregunta sigue siendo si también hará justicia contra quienes desde el gobierno permitieron su ascenso y encubrimiento. Hasta ahora, no ha habido ningún intento por investigar a Bartlett en México.
Justicia para las víctimas: ¿Y los que sufrieron en México?
El principal problema de la extradición masiva es que no necesariamente significa justicia para quienes han sido víctimas de la violencia en México.
Los juicios en EE.UU. se centrarán en tráfico de drogas y delitos contra ciudadanos estadounidenses. Pero ¿qué pasa con los miles de mexicanos que sufrieron por estos criminales?
Las familias de desaparecidos, las madres que buscan a sus hijos secuestrados por cárteles como Los Zetas y el CJNG, han quedado sin respuestas.
En México, nunca se investigaron formalmente muchos de los crímenes cometidos por los extraditados, lo que significa que las víctimas mexicanas probablemente nunca obtendrán justicia ni reparación.
Este patrón se ha repetido antes. Cuando Joaquín “El Chapo” Guzmán fue extraditado, se le impusieron multas multimillonarias en EE.UU., pero ese dinero nunca regresó a las víctimas en México.
¿Qué sigue para México?
La extradición de los 29 capos plantea varias preocupaciones:
- México cedió a la presión extranjera, lo que podría sentar un precedente para futuras exigencias de EE.UU.
- El sistema judicial mexicano quedó en evidencia: al optar por enviar a los criminales en lugar de juzgarlos, se refuerza la percepción de impunidad.
- No hay garantías de reducción de violencia: la historia ha demostrado que, cuando un capo cae, otros toman su lugar.
- Las víctimas mexicanas han sido ignoradas, quedando fuera de cualquier proceso de justicia o reparación.
Más allá del golpe mediático, esta extradición masiva deja un sabor amargo. Mientras en Washington se festeja, en México la impunidad sigue reinando, la corrupción persiste y las víctimas siguen esperando respuestas.
El caso Camarena nos recuerda que la justicia a veces llega tarde, pero llega.
¿Sucederá lo mismo con los funcionarios que protegieron a los narcos en el pasado?
¿O seguiremos viendo cómo México se limita a entregar criminales sin juzgar nunca a quienes los hicieron poderosos?
La lucha contra el narcotráfico sigue siendo un juego de ajedrez donde México y EE.UU. no siempre juegan en igualdad de condiciones.
Lo único seguro es que la guerra contra las drogas no ha terminado. Y mientras los intereses políticos sigan definiendo la justicia, la historia de narcos, agentes asesinados y extradiciones continuará escribiéndose con tinta de impunidad.
La historia aún no ha terminado.