Por Valentín Varillas
Sorpresa e indignación ha causado la conformación de la nueva clase política nacional.
Materia prima para el ataque y la descalificación ha habido de sobra, poniendo siempre sobre la mesa el pasado y los antecedentes de quienes se integran a alguno de los dos grandes bloques que componen hoy el sistema de partidos en México.
Lo cierto, es que no hay nada nuevo.
Ninguna realidad que defina a esta época como novedosa o única.
La movilidad de actores y perfiles ha estado siempre presente en la vida pública nacional.
Inclusive, desde aquellos tiempos del régimen de partido único.
Ahí no migraban de colores, logos o siglas, pero dependiendo del grupo hegemónico en turno, se condenaban a seis años de gloria o infierno.
Puebla ha sido un crisol muy claro de lo anterior.
De los tiempos en donde la localía imponía nombres y cargos, se pasó en tiempo récord a la influencia del centro.
Sobre todo, cuando poblanos dieron el salto cuántico y lograron gobernar al país.
También, cuando se insertaron con éxito en el círculo íntimo de los presidentes en turno.
El estado también llegó a ser moneda de negociación en los grandes acuerdos de gobernabilidad interna.
El caso Salinas-Bartlett, por ejemplo.
Con el hoy titular de la SEP llegaron sus hombres de mayor confianza.
Todos importados de la capital del país.
Si bien algunos poblanos lograron con el tiempo meterse de lleno al núcleo de Don Manuel, algunos ya tenían ligas con personalidades de peso en la política nacional, o bien, experiencia probada en las grandes ligas del servicio público.
Esta peculiar génesis rompió esquemas que se pensaba eran intocables.
Ante el fracaso de darle continuidad a este grupo, a través de la fallida candidatura de José Luis Flores, la figura del político hecho y formado en la aldea se revaloró otra vez.
Se aplicó en Puebla, por primera vez, el criterio de rentabilidad electoral para designar a Melquiades Morales como abanderado a la gubernatura.
Empezaba a gestarse en México, por primera vez, el fenómeno de la alternancia.
Melquiades arropó a los olvidados del bartlismo, pero innovó incluyendo a jóvenes educados en el extranjero en posiciones clave de su gobierno.
Imposible pensar que con esta acción, se sembraba la semilla de una nueva y poderosa clase política que florecería años después.
El famoso “Grupo Finanzas” se convirtió en el bloque más poderoso y de mayor influencia dentro del gabinete.
Al operar su sucesión, Morales Flores se vio en una coyuntura muy parecida a la de Bartlett.
No tuvo más remedio que ungir a Mario Marín, quien era el perfil que le garantizaba la continuidad al interior.
El de Nativitas ganó caminando y decidió gobernar sólo con los suyos.
En la conformación de su “burbuja”, dejó fuera a otras importantes corrientes de fuerza probada al interior del tricolor y que en su momento, resultaron fundamentales ara su victoria en las urnas.
Nacía una nueva clase política, cuya pertenencia de grupo definía la importancia de la posición a ocupar en aquel gobierno.
El escándalo Lydia Cacho fue el escenario perfecto para la vendetta.
La bomba nacional e internacional fue de tal magnitud, que tuvo como primera consecuencia una enorme fractura al interior del priismo poblano.
Una fuga de militantes que generó un gran acuerdo nacional para entregar el estado al PAN, a cambio de que la Suprema Corte de Justicia declarara inocente a Marín, acusado de violar los derechos humanos de la periodista.
Rafael Moreno Valle llegaría así a establecer su propio grupo político.
Estaba formado principalmente por aquellos incondicionales que lo acompañaron en Finanzas.
Muchos, insertados en diferentes partidos o proyectos políticos.
Sumó también a priistas maltratados, panistas tradicionales enfrentados con la cerrada élite dogmática que manejaba al blanquiazul y nuevos valores del partido a quienes se es ofreció una oportunidad real de crecer y acceder a cargos importantes.
Con vocación de maximato, parte de esta élite se le heredó a José Antonio Gali.
Pocos perfiles propios pudo fortalecer.
El morenovallismo ligó su tercer triunfo en la gubernatura, con la designación en tribunales de Martha Érika Alonso.
Mismo equipo con muy pocas novedades.
La tragedia perfiló la llegada de la 4T en Puebla.
Nuevos rostros, usos y costumbres, caracterizaron a esta sui géneris élite en el poder.
La componían recomendados del gobierno federal, antiguos colaboradores de Barbosa en el senado y algunos fundadores de Morena en el estado.
Jamás existió cohesión ni comunidad de objetivos.
El gran número de cambios en tiempo récord, caracterizó a ese gobierno.
Y hubo de todo, absolutamente todo.
Una nueva tragedia inauguró la época de reconciliación de la clase política poblana.
Con Sergio Salomón terminaron las persecuciones.
Se puso fin al “estás conmigo o estás contra mí”.
Lo que incluye, por supuesto, la libertad absoluta de sumar a quienes, más allá de ideologías, pueden dar resultados concretos en el ejercicio de gobierno, o bien en la integración partidista de una oferta electoral.
Por eso no hay que espantarse.
Lo que hoy se espantan de que el pragmatismo reine en la política nacional, tienen memoria muy corta.
Se olvidan que ha sido una constante de nuestra vida pública.
Hoy, más que nunca, ha quedado claro que la política es una montaña rusa.
Que los bonos de sus protagonistas suben y bajan a una velocidad vertiginosa.
Y que es muy prematuro emitir certificados de defunción, basados únicamente en las siempre estorbosas filias y fobias.