Por Valentín Varillas
A tres años del actual gobierno estatal, existe un cambio evidente en aquellos viejos usos y costumbres que parecían rígidos, permanentes, inamovibles y que caracterizaban la manera de ejercer el poder en la aldea.
La lógica del combate a la corrupción por ejemplo.
Esa que se encubría desde lo más alto del servicio público y que, en casos ya verdaderamente alarmantes, tenían como consecuencia única la detención de chivos expiatorios.
Jamás de los “jefes de la banda”.
Personajes prescindibles, sin importancia real en el círculo cercano al mandatario en turno y que eran obligados a avalar con su firma acciones y movimientos que sangraban las arcas del erario.
Todo, validado desde los órganos de control interno del propio gobierno, que operaban en los hechos como comparsa.
Burdos cómplices de los más descarados atracos a la hacienda pública.
Hoy, quienes traicionaron la confianza y pretendieron enriquecerse con el cargo, salieron del gobierno y, como en el caso de Aréchiga, duermen en una celda.
El ajuste de cuentas en el gobierno de Miguel Barbosa sí es con el pasado, pero también se da en tiempo presente.
Es con los que estuvieron antes, de partidos, colores y siglas diferentes, pero a la par, “con los de casa”; con quienes forman parte del actual proyecto de gobernar el estado.
Están sujetos a una vigilancia permanente en su actuar y no existen los salvoconductos.
No pesan más el amiguismo, el compadrazgo y el pasado en donde hubo una lucha común, además de objetivos compartidos.
Los secretarios dejaron de ser intocables.
Semidioses cercanos a la divinidad que a pesar de su ineptitud o falta de honestidad, permanecían sin problemas en el cargo.
Cuando su relevo era ya inevitable, invariablemente se les buscaba una salida digna.
Ya no más.
Las razones de los cambios de personajes del actual gabinete son explicadas a detalle por el propio gobernador en sus ruedas de prensa.
Se trata de un derecho elemental, básico que tenemos los gobernados.
Saber qué sí y qué no ha funcionado en la aplicación de políticas públicas encaminadas a cumplir con los programas y temas prioritarios planteados en el Plan Estatal de Desarrollo y entender las razones de los enroques.
Sobre todo en temas de enorme importancia social como la seguridad pública, en donde la limpia ha sido radical y permanente.
Antes no se hablaba de esto.
Estos cambios, por cierto, enojan a algunos de los adversarios políticos y críticos del actual gobierno.
Muchos de ellos se asumen como empresarios.
¿No actúan con la misma lógica en la administración de sus empresas, negocios y bienes?
¿O premian la ineptitud manteniendo a sangre y fuego a quienes trabajan para ellos sin dar resultados?
¿Por qué les inquieta que se haga lo propio en el gobierno?
Sobretodo porque son los mismos que piden que el servicio público de maneje cada vez más con criterios similares a los que se aplican en la iniciativa privada.
¿Y entonces?
Extrañan aquellos gobiernos que, como ellos, fueron de aire y no de tierra.
Seres inalcanzables para las mayorías, ajenos e indiferentes ante sus verdaderas necesidades.
Hoy, por cierto, ya hay obra pública al interior del estado.
Más allá de la zona urbana.
En municipios en donde por más de una década no se invirtió un solo peso en generación de infraestructura carretera, educativa o de salud.
Se acabó el espejismo de aquella Puebla moderna, generadora de inútiles pero monumentales elefantes blancos, cimentada en los infames sobrecostos y el millonario cobro de moches.
Sí, son otros tiempos.
Cambiaron radicalmente los códigos, las formas y las prioridades en el ejercicio de gobierno.
Una realidad que, más allá de opiniones, gustos e intereses diversos, permanecerá inalterable mientras Miguel Barbosa sea gobernador.