Por Valentín Varillas
La detención de Caro Quintero tendría que haber sido un logro importante del gobierno mexicano en su lucha contra la delincuencia organizada, por lo menos en términos de las prioridades del aparato propagandístico oficial.
Por lo tanto, así debería de haber quedado grabado en el imaginario colectivo de la mayoría de los mexicanos.
Y por supuesto, de quienes forman parte del llamado “círculo rojo”.
No lo fue, por lo menos no de acuerdo a la magnitud de la captura.
Queda el tufo de que se trató en realidad de un “apretón” por parte del gobierno de los Estados Unidos a la administración de López Obrador.
La cabeza del capo -con peso específico real o no dentro de las jerarquías delincuenciales que hoy prevalecen- pareciera una respuesta obligada del gobierno mexicano a una potencial serie de amenazas de represalias por parte de nuestros vecinos del norte.
Los más conservadores las interpretan en términos económicos.
Los más aventurados, hablan de la existencia de “expedientes” que podrían comprometer directamente a la actual élite mexicana en el poder y a su círculo más cercano, por sus probables amarres y pactos inconfesables con la delincuencia organizada.
Esa que, sin duda, pesa más que las autoridades oficiales en muchas zonas del país.
La rapidez de la aprehensión, supone que las instancias de seguridad en México y su respectivo aparato de inteligencia, sabían perfectamente la ubicación del criminal.
No abona tampoco a la imagen del gobierno mexicano, que se hable de que existe una marcada división al interior de las Fuerzas Armadas del país.
Que el gobierno norteamericano le ha perdido la confianza al Ejército mexicano y que opera de manera discrecional, con información, apoyo y logística, únicamente con la Marina Armada de México.
Un escenario que, de ser real, resulta inédito y sumamente peligroso en términos de gobernabilidad.
Una muestra de lo anterior podría ser la ausencia del presidente en los servicios funerarios de los 16 marinos que perecieron durante el operativo de captura de Caro Quintero.
El helicóptero en el que viajaban se vino abajo en circunstancias poco claras.
El hecho de que, quien de acuerdo a la propia Constitución funge como Comandante Supremo de las Fuerzas Armadas, no se haya tomado la molestia de asistir a la ceremonia y acto protocolario con motivo del sepelio de estos mexicanos que dieron la vida sirviendo a la nación, es demoledor.
También muy injusto.
Y ya de paso, refuerza aquella teoría no comprobada de la división entre instancias castrenses.
La cereza del pastel, fue el adelanto en la mañanera del lunes del amparo que un juez federal otorgaría horas después al criminal, para evitar su inmediata extradición a los Estados Unidos.
¿Qué tiene que hacer el presidente hablando de un tema que compete únicamente a la defensa legal de Caro Quintero?
Este pequeño-gran detalle, ha generado todo tipo de especulaciones.
La más sonada, tiene que ver con una supuesta intención de proteger a Manuel Bartlett de cualquier tipo de información que el capo pudiera compartir con el gobierno americano, sobre su presunto involucramiento en el asesinato del agente de la DEA, Enrique Camarena Salazar en 1985.
Desde la llegada de Felipe Calderón a la presidencia en el 2006, en aquel presunto fraude electoral que resultó ser el mito fundacional de la 4T, López Obrador ha ensayado una estrategia de contraste con ese gobierno, sobre todo en el tema de la estrategia en materia de seguridad pública.
Como candidato en dos elecciones presidenciales y ahora como jefe del ejecutivo federal, AMLO asegura que en ese sexenio se le entregaron las instituciones del estado mexicano a la delincuencia organizada.
Ya como gobierno, Andrés Manuel empieza a sufrir de una especie de efecto bumerang en este tema de la infiltración y protección oficial a los grupos delictivos que operan en México.
El anecdotario nacional empieza a llenarse de historias preocupantes que, en muy poco tiempo, pueden ser una bomba de tiempo para quienes juraban y juraban que eran diferentes.