Por Valentín Varillas
Se le acaba la saliva a los líderes de los partidos opositores a Morena, jurando una y mil veces que su alianza llegará intacta a la elección del 2024 para pelearle al partido oficial la presidencia.
Muy bien.
¿Y con quién?
No hay un producto potencialmente rentable, desde el punto de vista electoral, que sea capaz de contrarrestar toda la operación de recursos humanos y materiales que se dará, desde el gobierno federal y desde los 24 estados que controlará el presidente en el momento de su sucesión.
Y no lo hay, simplemente porque saben que ese proceso lo ganará el candidato de López Obrador, caminando.
Lo que realmente buscan es un perfil prescindible, sacrificable, que no les represente la sangría de un cuadro que pueda tener un crecimiento político importante en el corto plazo y llegar a competir, ahora sí para ganar, hasta el 2030.
Los candidatos presidenciales no se hacen en microondas.
Tarda su proceso de selección, de ampliar sus niveles de conocimiento, atraerle reflectores y una serie de acciones encaminadas a generar confianza para su fortalecimiento y posicionamiento como candidato opositor.
Peña no se hizo de la nada.
Desde que llegó a la gubernatura del Estado de México, cada una de sus decisiones y acciones se daban bajo la lógica de competir por la “grande” seis años después.
El experimento fue un éxito.
Un auténtico manual de cómo darle forma y sacarle provecho a un buen producto político, aunque después resultara un pésimo gobernante.
López Obrador es también un ejemplo muy claro de lo anterior.
Tres elecciones presidenciales para que en el imaginario colectivo del mexicano se posicionara como el natural para ganar en el 2018.
12 años de giras por todo el país, de darse a conocer y de vender hasta la saciedad una imagen y un discurso que al final le redituaron más de 33 millones de votos.
¿Quién de los actuales se acerca siquiera a estas dos realidades?
Nadie.
La oposición está de antemano prácticamente derrotada en las urnas.
La falta de proyecto propio y el centrarse únicamente en el obsesivo señalamiento de los yerros y omisiones del presidente no les va a alcanzar.
Como tampoco alcanza lo que pueda sumarles el cada vez mayor número de desencantados por esta Cuarta Transformación.
Basta ver los niveles de popularidad que mantiene a estas alturas López Obrador y el blindaje social del que goza hasta la fecha.
Este contexto se repite exactamente igual en Puebla.
De no ser el actual alcalde Lalo Rivera, no hay tiradores reales para la gubernatura.
No existe el tiempo necesario, ni tampoco están interesados en formarlos.
Esta realidad mete al presidente municipal en una dinámica de desgaste enorme.
Por un lado se vuelve el blanco único de los embates de Morena y sus aliados.
Por el otro, con la enorme y profunda división que existe en el PAN poblano, habrá muchos interesados, desde adentro, en dinamitar cualquier aspiración política que tenga en el corto plazo.
Además de todo esto, hay serias y fundadas dudas sobre el PRI poblano.
¿Va a jugar sus cartas a favor de los intereses de la alianza o de plano se decantará por el oficialismo como una necesaria estrategia de supervivencia política en la aldea?
Como puede ver, peor imposible.
A nivel nacional y aquí en el estado es evidente que el optimismo del discurso no se va a reflejar ni de chiste en los votos necesarios para obtener triunfos electorales.
Y eso, en términos de política real, es lo único de realmente importa.