Por Valentín Varillas
No se siente cómodo AMLO con el traje de presidente de este país.
Aquel que más de 33 millones de mexicanos le confeccionamos el primer día de julio del que hoy pareciera ya un lejano 2018.
A todas luces resulta evidente.
Paradójico si partimos del hecho de que compitió tres veces por él y peleó 12 años para lograrlo.
Pero ya en los hechos, es claro que no le gustan aquellas obligaciones que vienen con el paquete, que son inherentes al cargo.
Por ejemplo, aquello de gobernar para todos.
Esto que necesariamente implica tomar decisiones más allá de filias y fobias personales o de grupo y también, evaluar con cabeza fría lo que puede ser lo mejor para el país.
No únicamente para su voto duro, o para los miembros de su círculo cercano.
Pareciera que anhelaría manejar la titularidad del gobierno federal, bajo la lógica de un grupo de autoayuda, en donde las frases bonitas, el lenguaje motivador y el “echale-ganismo”, es suficiente para llevar a buen puerto la encomienda.
Mucho menos le atrae la incómoda tarea de dar resultados.
En ese contexto, es hoy la mentira y el engaño –más de 50 mil en las insufribles mañaneras- el eje rector del discurso oficial.
Los números fríos, los que no se prestan a la manipulación o a ambigüedad, en este contexto siempre estorban.
El “yo tengo otros datos”, obsesiva y demoledora frase con la que se oculta la realidad es prueba contundente de lo anterior.
Al presidente no le viene bien tampoco el tener límites en el ejercicio del poder.
Los odiosos contrapesos obstruyen su magnánima voluntad y en su óptica personalísima, hay que desaparecerlos a como dé lugar.
No importa si para eso, hay que arrasar con el estado de derecho.
Hacer pedazos leyes, reglas y hasta la misma Constitución si es necesario.
Por lo mismo, quienes son un obstáculo real o imaginario en la consecución de sus objetivos, merecen ser destruidos, encarcelados o perseguidos.
Todo se vale con tal de imponerse.
El origen de lo anterior puede ser la añoranza al activismo.
A ese al que se dedicó en cuerpo y alma décadas y que fue –según él- la razón misma que lo motivó a dedicarse al servicio público.
Esta epifanía vocacional hoy ya no es necesaria, es más, resulta incómoda.
La lucha terminó y tuvo que haber mutado hace tiempo en un gobierno efectivo, de resultados.
En la forma y en el fondo.
En los usos y costumbres, modos, discurso y acciones.
En el activismo todo se vale, todo se critica, porque los toros se ven desde la barrera.
En ese terreno, la rijosidad ayuda, vende, te consigue hordas de seguidores y una congruencia y legitimidad que permanece inmaculada mientras la lucha siga.
Inminentemente se va perdiendo con el ejercicio de gobierno y es ahí en donde radica buena parte de la incomodidad presidencial.
Tal vez, en su evidente narcisismo, hoy le preocupe cómo pasará a la historia.
De qué manera será recordado.
En sus momentos de soledad, tal vez evalúe que, en una de esas, le hubiera gustado haber sido el eterno opositor.
El que encarnó siempre aquella romántica quimera del cambio y que por lo mismo, se santifica y honra como “lo que pudo ser”.
En México pasó con Maquío, Colosio, Carlos Madrazo y otras figuras que se idealizaron en el imaginario colectivo nacional a través de la tragedia.
¿Qué pensaríamos de ellos si hubieran llegado al cargo?
Si hubieran pasado de la teoría y el discurso, a la práctica, seguramente hoy tendríamos un juicio mucho menos benévolo de ellos.
Y así será, sin duda, con López Obrador y su 4T.
Ser recordado como otro más que prometió un cambio que nunca fue, no es precisamente el destino que más le atrae hoy al principal inquilino de Palacio Nacional.
Pero desgraciadamente, a estas alturas de su vida política, no es posible que el juicio de la historia sea distinto.