07-08-2025 11:32:25 PM

La sentencia que llegó tarde y sin disculpas

Por Yasmín Flores

 

Israel Vallarta está libre.

Y por fin, absuelto.

 

Pero no se equivoquen: no fue un acto de justicia, fue un acto de vergüenza institucional.

La jueza Mariana Vieyra Valdez, del Juzgado Tercero de Dist|rito en Materia Penal en Toluca, determinó que no existían elementos suficientes para condenarlo por ninguno de los delitos que le imputaron: secuestro, delincuencia organizada, posesión de armas de uso exclusivo del Ejército y privación ilegal de la libertad.

 

Su sentencia absolutoria no borra el daño. No le devuelve el tiempo robado, no restituye los 19 años de encierro, tortura, montaje y olvido que Israel padeció bajo el poder judicial, el aparato de seguridad y los medios de comunicación más poderosos del país.

 

Esta resolución llega, sí, pero después de que el Estado lo tratara no como un ciudadano con derechos, sino como un enemigo que debía ser destruido.

 

Vallarta ha salido del penal del Altiplano después de casi dos décadas.

Abrazó a su esposa, respiró aire libre.

 

Dijo:

“sabía que la verdad se iba a imponer”.

 

Pero detrás de esas palabras, hay una historia que debería estremecer a cualquier sociedad que se diga democrática.

 

Esto es sin duda el origen de una tragedia: montaje, tortura y venganza de Estado

 

Todo comenzó el 8 de diciembre de 2005.

 

Israel Vallarta y su entonces pareja, Florence Cassez, fueron detenidos sin orden judicial por la Agencia Federal de Investigación (AFI), comandada por Genaro García Luna y Luis Cárdenas Palomino, hoy presos por delincuencia organizada y tortura.

 

La detención fue ilegal.

 

Israel fue golpeado, incomunicado, vendado, sometido a descargas eléctricas.

Fue torturado.

Florence también.

 

Al día siguiente, el 9 de diciembre, fueron obligados a participar en un montaje televisivo.

 

Las cámaras de Televisa ingresaron al rancho “Las Chinitas”, propiedad de la familia Vallarta, para grabar una “captura en vivo” transmitida por Primero Noticias, conducido por Carlos Loret de Mola.

En pantalla vimos a una pareja esposada, nerviosa, humillada. La policía los presentaba como líderes de una peligrosa banda de secuestradores: “Los Zodiaco”.

 

Pero nada de eso era cierto.

Habían sido detenidos un día antes.

La escena era una fabricación. Un guión acordado entre la policía y los medios para mostrar una supuesta victoria en la lucha contra el crimen.

 

Una mentira que convirtió a Israel en prisionero político de un Estado hambriento de legitimidad.

 

La historia de la supuesta “banda de Los Zodiaco”, usada para justificar las detenciones, también tiene un origen absurdo y atroz.

 

Israel Vallarta narró que mientras lo torturaban, un agente le preguntó su signo zodiacal.

 

Él respondió: Sagitario.

 

El mismo agente dijo entonces: “ tú eres de la banda de Los Zodiaco”.

 

Así, literalmente, nació el nombre que después repetirían en conferencias de prensa, oficios judiciales y noticieros.

 

No fue producto de una investigación, sino de una sesión de tortura convertida en narrativa oficial.

 

Pero para todo esto montaje se necesitaba un personaje mas: llamado en las altas esferas judias como el “Golem”.

 

A usted que me escucha y me lee dejeme darle contexto de lo que es un Golem:

 

El Gólem es una figura mítica del folclore judío.

Se trata de un ser creado artificialmente, generalmente a partir de barro o arcilla, que cobra vida por medio de rituales cabalísticos y el uso de palabras sagradas.

Su creador, normalmente un rabino, le da vida escribiendo la palabra “emet” (verdad) en su frente, o colocándole un pergamino con un nombre divino en la boca.

El Gólem no tiene voluntad propia.

Obedece ciegamente a su creador. Carece de alma, conciencia o juicio moral. Es una herramienta —una fuerza bruta— diseñada para proteger o servir, pero que, sin control, puede volverse destructiva.

 

En muchas versiones de la leyenda, el Gólem termina saliéndose de control y provocando el caos, lo que obliga a su creador a destruirlo, borrando una letra de “emet” para que quede “met” (muerte).

A Eduardo Margolis se le conocía en los pasillos del poder y de la comunidad Judia como el Gólem.

No por casualidad. Como aquel ser mítico del folclore judío, Margolis fue moldeado por la élite para ejecutar sin cuestionar, para operar en las sombras sin rostro ni conciencia.

Era el instrumento perfecto: no necesitaba legitimidad, solo influencia; no buscaba justicia, solo obedecer.

Se convirtió en el brazo silencioso de una maquinaria que fabricaba culpables y destruía vidas.

Fue el Gólem del Estado mexicano/judío: un ente al servicio de la seguridad mal entendida, de la venganza personal convertida en política pública.

Su poder no venía de un cargo, sino de sus vínculos con agencias de inteligencia, mandos policiales, empresarios y periodistas. No importaba si pisoteaba derechos humanos, si sembraba pruebas, si influía en jueces o medios.

Mientras cumpliera su misión, nadie lo tocaría.

Y así fue.

Eduardo Cuauhtémoc Margolis Sobol, mejor conocido como el Gólem, camina libre. Vallarta, su víctima, pasó 19 años en prisión.

Eduardo Margolis, ha sido el guionista detrás del guión

 

¿Quién ordenó el montaje?

¿Quién lo promovió?

¿A quién le convenía?

 

Aquí aparece un personaje clave, casi siempre omitido en los reportajes superficiales, pero presente en toda la historia:

El Golem es un empresario que tinen agencias de  seguridad, exagente del Mossad, proveedor de tecnología para espionaje al gobierno mexicano.

 

En México participa como accionista en una impresionante cantidad de empresas que se dedican a cosas tan dispares como la belleza, la educación, la ferretería o la seguridad.

 

Se codeaba con Isabel Miranda de Wallace y con la comunidad judía de Polanco… y tiene relación con casi todos los implicados del caso Cassez: con la propia francesa y su hermano, con Israel Vallarta, con agentes de la AFI y hasta con una de las presuntas víctimas de la banda Los Zodiaco…

Margolis tenía una enemistad personal con Florence Cassez por su hermano.

Ella había sido cercana a su familia política. Los responsabilizaba, sin pruebas, de ser parte de una red de secuestradores. Margolis utilizó su influencia para escalar esa narrativa hasta lo más alto del aparato de seguridad nacional.

 

Según investigaciones de Proceso, Contralínea, SinEmbargo y testimonios públicos, Margolis fue el operador que movió los hilos: convenció a García Luna, presionó a medios, filtró versiones, y diseñó junto con Cárdenas Palomino una estrategia para inculpar a la pareja. Él era el hombre tras bambalinas.

El poder que no da entrevistas, pero decide sentencias.

 

Hasta hoy, nunca ha sido investigado. Nunca ha rendido cuentas. Sigue siendo proveedor del gobierno y personaje cercano a redes de inteligencia.

 

En un país donde la justicia fuera justicia, él debería estar rindiendo declaración.

Pero en México, los verdaderos autores intelectuales del desastre siguen blindados.

 

Este  montaje cruzó fronteras y avergonzó a México

 

La fabricación del caso Vallarta-Cassez trascendió fronteras. Provocó un conflicto diplomático entre México y Francia. Nicolas Sarkozy, entonces presidente francés, exigió la liberación de Cassez. Denunció la farsa judicial, el montaje y la tortura.

 

El gobierno mexicano, encabezado por Felipe Calderón, se negó. No por apego a la ley, sino por orgullo político.

No querían admitir la mentira.

 

La presión internacional surtió efecto. En 2013, la Suprema Corte de Justicia liberó a Florence Cassez por violaciones graves al debido proceso.

Pero Israel no tuvo embajada que lo defendiera. No tuvo gobierno extranjero, ni cámaras extranjeras, ni un apellido que interesara a los medios.

 

Él se quedó solo. Su caso quedó sepultado. Y mientras el mundo hablaba de la francesa que rehacía su vida en París, Israel seguía pudriéndose en una celda del Altiplano.

 

Fue un  juicio eterno.

 

El proceso penal contra Israel Vallarta fue una simulación perversa.

A pesar de que nunca se presentaron pruebas sólidas, de que las confesiones eran bajo tortura, de que los testimonios eran contradictorios, el caso siguió su marcha.

 

En 2012, la CNDH confirmó la tortura mediante el Protocolo de Estambul. Aun así, la PGR —y después la FGR— se negaron a abrir investigaciones por este delito.

 

 

Su defensa, encabezada por la Defensoría Pública, luchó contra un muro de burocracia, indiferencia y complicidad.

 

Cada intento por liberarlo fue bloqueado por argucias legales. Los fiscales cambiaban, los jueces se excusaban, las audiencias se aplazaban.

Era evidente: no querían que saliera, porque su libertad sería el reconocimiento de que todo fue un montaje.

 

En 2023, el Comité contra la Tortura de la ONU otorgó medidas provisionales a favor de Israel Vallarta. Su salud física y mental se había deteriorado gravemente. En 2024, esas medidas fueron ampliadas.

 

El caso ya no era solo una vergüenza nacional. Era una mancha ante el derecho internacional.

 

La Defensoría Pública solicitó reiteradamente el cambio de medida cautelar. La presión creció. Ya no era posible sostener por más tiempo la narrativa del secuestrador. El caso se les desmoronaba.

La verdad empezaba a imponerse.

 

Es importante resaltar que, como ya lo hemos mencionado en otras columnas, Eduardo Margolis, Isabel Miranda de Wallace y Genaro García Luna representaron la podredumbre institucional de una época oscura, en la que fabricar delitos, criminalizar a inocentes y violar derechos humanos era práctica común.

 

Ellos formaron parte de una élite que movía al país desde el discurso del miedo, instrumentalizando la figura del “secuestrador” para justificar montajes, torturas y castigos ejemplares.

 

Eran los tiempos de los premios, los aplausos y los micrófonos para quienes fabricaban casos. Y quienes los sufrían, como Israel Vallarta, fueron enterrados vivos en cárceles sin voz.

 

Pero por fin llego la absolución:

¿final o principio?

 

El 1 de agosto de 2025, Israel Vallarta fue absuelto de todos los cargos. No fue liberado por amnistía ni por tecnicismos. Fue exonerado.

 

Porque nunca hubo pruebas, porque fue torturado, porque su detención fue ilegal, y porque su proceso fue una farsa.

 

La jueza Mariana Vieyra Valdez lo dejó en libertad plena. No fue un favor.

 

Fue justicia tardía. Fue una sentencia que debió dictarse hace años. Pero aunque la libertad llegó, la justicia sigue secuestrada.

 

Porque ni un solo funcionario responsable ha sido castigado.

 

 ¿Y ahora quién va a responder?

 

Claudia Sheinbaum, presidenta de México, dijo que Vallarta puede solicitar reparación del daño. Y señaló al sexenio de Calderón como el responsable del montaje.

Tiene razón.

Pero ¿basta con culpar al pasado?

¿Dónde están las acciones?

¿Dónde está la fiscalía que debe investigar a los autores del montaje?

¿Dónde están las sanciones para los jueces que permitieron esto?

 

Carlos Loret de Mola sigue lucrando en los medios.

Eduardo Margolis sigue vendiendo seguridad al gobierno.

Los jueces que avalaron la tortura siguen despachando en tribunales.

Los fiscales que omitieron pruebas siguen ascendiendo.

 

El Estado debe responder. Porque la libertad no es suficiente. Hace falta castigo. Hace falta memoria. Hace falta reparación.

Y sobre todo: hace falta verdad.

 

Las fiscalías son a mi parecer las fábricas de culpables disfrazadas de justicia

 

El caso de Israel Vallarta también exhibe con crudeza el fracaso absoluto del sistema de procuración de justicia en México.

Porque no fue solo la policía. No fueron únicamente los medios.

 

Fueron las fiscalías, tanto la antigua Procuraduría General de la República (PGR) como la actual Fiscalía General (FGR), las que sostuvieron esta farsa durante casi dos décadas.

 

Desde el principio, la PGR supo que la detención fue ilegal.

 

Supo que hubo tortura. Supo que las pruebas eran endebles, que los testimonios eran inconsistentes, que el montaje mediático había contaminado todo el proceso. Y aun así, fabricaron una narrativa de culpabilidad.

 

¿Por qué?

 

Porque así funciona la lógica institucional de las fiscalías en este país: no investigan para esclarecer la verdad, sino para justificar detenciones, llenar expedientes y cubrir cuotas.

 

Los fiscales son premiados por el número de vinculaciones a proceso, no por la solidez de sus casos. Se privilegia el “éxito operativo” sobre la justicia sustantiva.

 

En muchos estados —y también a nivel federal— los agentes del Ministerio Público están presionados para obtener resultados numéricos, aunque eso implique construir culpables en lugar de encontrarlos.

 

En México, las fiscalías no son garantes de legalidad, sino actores políticos y administrativos, muchas veces subordinados al poder en turno, o al interés de grupos criminales enquistados en el Estado.

 

El caso Vallarta es una consecuencia directa de ese modelo perverso: fiscales que callan ante la tortura, que sostienen pruebas falsas, que manipulan procesos, y que prolongan el encierro de los inocentes para evitar reconocer sus errores.

 

Por eso, más allá del escándalo, urge una reforma profunda a las fiscalías. No podemos seguir permitiendo que el lugar donde debería comenzar la justicia sea el origen de la injusticia.

 

Se necesitan fiscalías verdaderamente autónomas, transparentes, controladas por mecanismos ciudadanos, sujetas a evaluación y responsabilidad. No más estructuras verticales, opacas, militarizadas y obedientes a intereses ajenos a la ley.

 

Mientras no reformemos la manera en que se investiga, la cárcel seguirá siendo el destino de los inocentes, y la impunidad el privilegio de los poderosos. Porque en México no se fabrican pruebas: se fabrican culpables.

 

A usted que me escucha y me lee le pido por favor ponga atención en una conferencia de prensa matutina del gobierno del estado y saque usted sus conclusiones de lo antes mencionado.

 

 

Israel Vallarta somos todos

 

Israel Vallarta no es un caso aislado. Es el reflejo de lo que ocurre cuando el Estado decide que tú eres culpable y los medios obedecen.

 

Cuando la justicia se arrodilla ante el poder. Cuando los inocentes se pudren y los culpables conducen noticieros.

 

Hoy, Israel está libre. Pero su historia es un testimonio, una advertencia, una herida abierta. Nos obliga a mirar de frente la podredumbre institucional.

 

Nos grita que esto puede volver a pasar. Porque mientras haya operadores como Margolis, medios como Televisa, fiscales como los que lo acusaron, y jueces que dictan sentencia con miedo, nadie está a salvo.

 

Israel Vallarta caminó 19 años por el infierno. Salió sin rencor, pero con la dignidad intacta. Hoy lo abrazamos, lo escuchamos, lo reconocemos. Pero no basta con eso. Hay que exigir justicia. Justicia para él.

 

Y justicia para todos los que siguen en la cárcel, esperando una sentencia que nunca llega, por crímenes que nunca cometieron.

 

Porque en México, la justicia no está ciega.

Solo ve hacia donde le ordenan mirar.

A usted que me escucha y me lee, le pido que no se quede mirando solo el árbol.

Mire el bosque.

Porque esto no es solo un ajuste en el Poder Judicial: puede ser una forma elegante de legitimar a los nuevos jueces del bienestar, como en su momento lo hicieron Calderón y García Luna al justificar su guerra bajo la bandera de la lucha contra el crimen organizado.

Aquí le dejo la entrevista a Israel Vallarta

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