Por Valentín Varillas
Sobran análisis en donde se adelanta un choque de trenes en el proceso de selección del candidato de Morena a la gubernatura de Puebla.
Que los primos quieren la posición a como dé lugar y que, de acuerdo a la posición que hoy ocupa cada uno entre los liderazgos de la 4T, ya no hay un paquete de compensaciones que pudiera resultarle atractivo a quien no obtenga la nominación.
Hasta aquí, tienen razón.
Pierden de vista que, a diferencia de la oposición, en el oficialismo existe un elemento unificador que se llama Andrés Manuel López Obrador.
El que, además de ser presidente, encabeza una estructura absolutamente piramidal en donde existe una concentración de poder inclusive superior a la que predominaba en los tiempos del régimen de partido único.
Muy pocos, al interior de esta gran estructura que está formada por miembros de su gabinete, legisladores de las dos cámaras y gobernadores de cerca de 20 estados de la República.
Esto, que no es poca cosa, hace la gran diferencia.
De entrada, porque, entrando a su quinto año de gobierno, han sido muy pocos, poquísimos los que se han atrevido a cuestionar, dentro del oficialismo, las órdenes de su líder.
Saben las potenciales consecuencias de hacerlo.
Una de ellas, la menos grave, es ser condenado al ostracismo político.
La otra, supone el enfrentar la fuerza del aparato público.
Es decir, el uso faccioso de instituciones como el SAT, la UIF o la FGR.
Ahí están para lo que se ofrezcan.
Y en el caso concreto de la selección del candidato a la gubernatura de Puebla, hay tela de sobra de donde cortar para meter en cintura a el o los rebeldes.
Los aludidos lo saben y no van a tragar lumbre.
Por lo mismo, no les va a quedar más que optar por la institucionalidad y sumarse gustosos a quien resulte ungido.
Por las buenas o por las malas.
Así que, en el remoto caso de que no puedan compensarlos con el gran abanico de posiciones que supone una elección tan variada en cargos de elección popular como la del 24, o bien con una promesa a futuro de ocupar alguna posición de privilegio en la burocracia dorada del próximo gobierno federal, siempre será muy atractiva como moneda de cambio, la garantía de impunidad.
Aunque en la bizarra dinámica de la política actual todo puede pasar, lo anterior reduce significativamente el riesgo de brotes de rebeldía y por lo mismo, de que pueda haber una fractura importante que tenga un peso específico real en la definición de ganadores y perdedores en lo que a la gubernatura de Puebla se refiere.
En el PAN, el único partido real de oposición en Puebla, no cuentan ni de cerca con un abanico de posibilidades siquiera medianamente sólido para calmar los apetitos de quienes tienen aspiraciones.
Ahí es la candidatura, o prácticamente nada.
Y la verdadera joya de la corona es la alcaldía de Puebla, no la gubernatura.
Más allá de lo que digan las encuestas, saben en el blanquiazul en el 2024 se dará un fenómeno similar al del 2018.
Tal vez no con el arrastre de esa elección, pero entienden que para el presidente es fundamental ganar las entidades en donde Morena es gobierno, para sumar al proyecto de quien sea el o la candidata a la presidencia.
Y las estructuras: la del gobierno federal y la de los estados afines, llegarán al proceso con recursos y capacidad de operación ilimitados.
Esto, en términos de política real, pesa en la decisión final de jugártela o no para intentar ser gobernador desde la oposición, contra todo y contra todos, o bien optar por no entrar a una lucha encarnizada por una posición que en los hechos, será muy difícil de amarrar.
Hay fuga de panistas a Morena, el PRI juega las cartas del oficialismo y no de la supuesta alianza que tienen con ellos y el PRD y para colmo, empiezan ya los ataques a la dirigencia estatal, por parte de los herederos del morenovallismo que no tiene cupo en los proyectos de Mier y de Armenta.
¿Y entonces?
¿Al interior de qué partido es más posible que se dé una fractura que los debilite para competir en el 2024?