Por Valentín Varillas
Una victoria en las urnas con más de 33 millones de votos resulta impensable sin el apoyo de la clase media de este país.
Esa que es vilipendiada todos los días desde el púlpito presidencial todos los días y con una saña y virulencia que, hasta el proceso electoral del pasado 6 de junio, parecía reservada únicamente para la “mafia del poder”.
AMLO está enojado con quienes no refrendaron la confianza a su proyecto, expresada con toda contundencia tres años antes.
El berrinche es de tal magnitud, que considera que la delincuencia organizada tuvo un mejor comportamiento que quienes no votaron por el partido en el poder.
De locos.
Y en vez de llevar a cabo una introspección para determinar el por qué de esta pérdida de capital electoral, en un sector tan importante para el país, prefiere sumarlo a su lista de enemigos y vomitar diariamente bilis en su contra.
Vaya estrategia.
La “aspiracional” clase media nacional, tiene razones de sobra para haberle dado la espalda a la 4T.
Votaron en contra del modelo priista de gobernar.
Ese que privilegio la corrupción y solapó el enriquecimiento al amparo del poder de sus principales cuadros y que a la par, resultó una fábrica de producción masiva de pobres.
El problema es que, a tres años de la llegada del supuesto cambio político en México, siguen viendo exactamente lo mismo, pero con una agravante: hoy sienten que el gobierno, con sus decisiones, políticas públicas y su permanente exaltación a la pobreza, ha puesto en riesgo su patrimonio.
Y también algunos de sus derechos como la cancelación del modelo de estancias infantiles, además del acceso a medicamentos y tratamientos en clínicas y hospitales públicos.
El caso más sonado: la falta de químicos para niños con cáncer.
Y contra todo esto, políticamente hablando, no hay defensa.
Tienen elementos de sobra para poder concluir que, desde lo más alto del poder político, se pretenden generar condiciones de empobrecimiento sistemático que tengan como consecuencia una mayor dependencia a los programas asistenciales del gobierno.
Y ellos, precisamente, en un escenario con estas características, serían los más afectados.
Y bajo esta lógica salieron a votar.
Si ya se dieron cuenta en Palacio Nacional lo que significa en términos de votos el peso de las clases medias, lo lógico sería hacer todo lo posible por generar condiciones de reconciliación y más allá de lo que haya sucedido en el pasado, intentar reconquistarlas.
Porque las van a necesitar y mucho, si pretenden volver a ganar en el 2024.
Hoy, aunque parezca increíble, se ensaya completamente lo opuesto.
Más polarización, más ataques, más agravios y por lo mismo, una dosis mayor de alejamiento y desconfianza.
Sí, una auténtica receta para el desastre.
Pero el presidente no cambia, ni cambiará, pase lo que pase.
A pesar de la sangría de votos, llegará al final de su gestión aplicando la misma estrategia.
Modificar la forma o el fondo, en su óptica, sería capitular ante sus enemigos.
Los reales y los imaginarios.
Y él cree que, su arrollador triunfo político vino acompañado por el don de la infalibilidad.
Que no puede equivocarse porque, lejos de ocupar un cargo público, el ejerce el mandato divino de gobernar.
Una epifanía que marcará el resto de su vida; para bien o para mal.