Por Valentín Varillas
Tres años después del terremoto que sacudió a México en 1985, el monumental rechazo al régimen priista se manifestó con toda contundencia en las urnas.
El entonces candidato, Cuauhtémoc Cárdenas, había ganado por primera vez para la oposición, una elección presidencial.
En pleno conteo de votos se vivieron las horas más oscuras para el dinosaurio tricolor.
Había que recurrir a la alquimia electoral y robarse el proceso a como diera lugar.
El conducto fue Manuel Bartlett, entonces Secretario de Gobernación y por lo tanto el encargado de calificar la elección.
La famosa caída del sistema se volvió un ícono de los estertores de la bien llamada “dictadura perfecta” y operó como un tanque de oxígeno para la familia revolucionaria.
Sin embrago, el golpe fue letal.
El apestoso tufo del fraude electoral permeó en lo más profundo de la sociedad mexicana, al grado de que todavía hiede.
Cada vez que se hace referencia a la manipulación de la voluntad ciudadana expresada en las urnas, se menciona el 88.
Salinas tuvo entonces que buscar aquella legitimación que no le dieron los votos, en acciones concretas, espectaculares que en teoría pondrían a México en el primer mundo.
Fue el principio del fin.
Un fin que se concretó el primer domingo de julio del 2000.
Además del pésimo manejo de la economía, los mexicanos le cobramos a De la Madrid la pasividad que mostró después del sismo.
Parálisis gubernamental en medio de la tragedia y el contraste de una sociedad civil activa que llegó a donde el gobierno federal nunca lo hizo.
La puntilla fueron las acusaciones de malos manejos de la ayuda humanitaria enviada desde varios países y el desvío de los recursos monetarios que por varios frentes fue enviada para atender la contingencia.
32 años después, resultó mucho más complicado el medir con certeza la afectación que el sismo del 2017 tuvo para otro gobierno emanado del PRI.
Y es que, a diferencia del 85, la caída priista en la presidencial del 2018 era inevitable.
La duda se centraba en de qué tamaño sería la catástrofe, no si ésta iba a llegar.
Las redes sociales, por naturaleza anti-sistema, reportaron en su momento y en tiempo real historias de omisiones y corruptelas oficiales que sin duda afectaron la imagen de autoridades de todos los niveles.
A diferencia de los tiempos del régimen de partido único, gobiernos de todos los partidos pagaron una parte del costo político de sus yerros y omisiones.
Sin embargo, en términos del imaginario colectivo de la mayoría, el pagano siempre es el presidente y el partido del que emana.
Con o sin razón.
En septiembre del 2017, despachaba en Los Pinos un presidente al que rechazaban casi el 80% de su gobernados y cuya popularidad mostraba una persistente tendencia a la baja en la recta final de su sexenio.
Más que por el sismo, la derrota de los cachorros priistas se explica en el contexto del monumental fracaso al momento de enfrentar temas como la pobreza, la marginación, la violencia y la inseguridad.
Además, en el ambiente flotaba el evidente tufo de la enorme y apestosa corrupción oficial.
¿Qué pasaría ahora si un evento similar se diera en tiempos de la 4T?
¿Estaría, ahora sí, el actual gobierno a la altura de las demandas y necesidades ciudadanas?
No, seguramente no.
La prueba de fuego para AMLO y compañía ha sido enfrentar las consecuencias sanitarias y económicas de la pandemia y en donde han demostrado muy poca eficacia en términos de respuesta gubernamental.
Así como para el PRI en el 85, el Covid-19 podría ser el inicio del fin para este grupo en el poder.