Por Valentín Varillas
Dos muy bien informados columnistas, adelantaron ayer en sus espacios, que existen bases sólidas para adelantar que el senador Miguel Ángel Osorio Chong, será la próxima víctima del ajuste de cuentas que lleva a cabo el gobierno federal con personajes importantes del sexenio anterior.
Por su posición de privilegio en el círculo de Enrique Peña Nieto, al haber sido un poderoso e influyente Secretario de Gobernación, lo lógico sería pensar que en el pacto de impunidad signado entre los que llegaban y los que ya se iban, estaría considerado el hidalguense.
Sin embargo, la realidad es que, en la recta final de la pasada administración, la relación Peña-Osorio Chong, se fracturó irreversiblemente.
¿La causa?- la manera en la que se operó el proceso de selección del candidato del PRI a la presidencia.
Quien fuera el encargado de la política interna del país, siempre pensó que él era la mejor carta para competir con López Obrador en el 2018.
No José Antonio Meade.
Durante años se dio a la tarea de elaborar encuestas y estudios de opinión que demostraban que cumplía mejor que nadie con los requisitos de rentabilidad necesarios para amarrar la permanencia del tricolor en Los Pinos.
Creía que le tocaba ser el candidato, por haber cumplido con la meritocracia interna y la institucionalidad requerida, como para haber sido el sucesor natural y obligado de su jefe y hoy ex -amigo, Enrique Peña Nieto.
Nunca fue escuchado.
Los encargados de tomar la decisión final no se movieron del plan original y ungieron a Meade.
Las formas que se siguieron, no fueron las mejores.
La crema y nata del “nuevo PRI” no tuvo empacho en violar muchos de los protocolos básicos de los usos y costumbres políticos, que tradicionalmente habían normado el rito del “tapado”.
Más allá de los nombres y perfiles que se pudiera manejar adentro y afuera del búnker presidencial encargado de operar la sucesión, quien tenía la responsabilidad de la toma de decisiones llegaba invariablemente, al final del proceso, con dos opciones.
Únicamente dos.
Y de ahí, a partir de una serie de análisis de beneficios políticos de corto y mediano plazo, se decantaba por una de ellas.
Al perdedor, siempre, se le protegía, armándole una red de apoyos, premios de consolación y consideraciones que le ayudaban a que el trago no fuera tan amargo.
La primera regla que normaba lo anterior era retirarlo de los reflectores, quitarlo del cargo que desempeñaba si era el caso, para evitar que fuera sujeto del escarnio para luego, después de unos meses, regresarlo a la palestra exhibiendo públicamente el premio de consolación con el que se le pretendía reivindicar.
No se hizo así en esta coyuntura en particular.
A Osorio Chong se le expuso a un desgaste innecesario al mantenerlo a sangre y fuego en la Secretaría de Gobernación.
Sobra decir que no le gustó nada la decisión de su continuidad.
Analistas políticos y periodistas con acceso a fuentes privilegiadas de información, siguiendo precisamente estos usos y costumbres, anticiparon su salida del gabinete, manejando un par de nombres como favoritos para el inminente relevo.
Éste, jamás llegó para sorpresa de todos.
Es más, cuando trascendió la reunión que Osorio tuvo con sus colaboradores más cercanos para informarles de que el dedo presidencial no lo favorecería en la sucesión, se daba por hecho que en el mensaje venía implícita la inevitable despedida.
Por eso, su ausencia en los festejos y besamanos que se llevaron a cabo alrededor de Meade, organizados por liderazgos y sectores del tricolor.
A partir de ahí, la relación con Peña nunca fue la misma.
Ni de cerca.
Hay quienes aseguran que la gota que derramó el vaso, la pequeña venganza, fue la incorporación del Partido Encuentro Social (PES), que maneja y controla de manera absoluta Osorio Chong, a la alianza de partidos que junto con Morena, llevó a la presidencia a Andrés Manuel López Obrador.