Por Valentín Varillas
El saldo terrible que dejan los procesos electorales como el llevado a cabo el 4 de junio pasado, es el enorme descrédito de las autoridades electorales y el demoledor mensaje de que en México, la voluntad popular mayoritaria no alcanza para elegir a nuestros gobernantes.
Vaya democracia.
El desarrollo de la elección en el Estado de México se ha convertido en el arquetipo del fraude electoral moderno y sienta las bases de lo que podría suceder en el 2018.
Sí, la maquinaria está aceitada y ha pasado la prueba del ácido que significó el estar al servicio de los intereses políticos del grupo en el poder.
El vendido árbitro de la contienda toleró el descarado desvío de recursos públicos para fines electorales, el abierto proselitismo de funcionarios federales a favor del candidato del PRI, la obscena sustitución de funcionarios de casilla por mapaches electorales tricolores y lo peor: el manoseo al sistema de cómputo utilizado para contar los votos, que estuvo previamente programado para sumarle a Del Mazo y restarle a Delfina.
En este contexto ¿cómo carajos confiar en el resultado que arroje la elección presidencial del próximo año?
¿Quién va a creer en el triunfo de un candidato distinto a López Obrador, si se ha demostrado que es real el complot institucional para afectarlo políticamente?
Lo anterior, en los hechos, resulta muy peligroso.
El tabasqueño no tiene garantizado el triunfo en las urnas, falta mucho para llegar a ese escenario, si es que se da.
Es evidente que hoy va arriba en todas las encuestas publicadas y que es el auténtico enemigo a vencer de la contienda.
Sin embargo, puede perder en buena lid y el antecedente de la elección mexiquense jugará en contra de la legitimidad de quien resulte triunfador.
Y lo peor: la falta de confianza en la legalidad del proceso puede ser la chispa que encienda la mecha de una inconformidad social de tal magnitud, que prenda los focos rojos de la gobernabilidad nacional.
De ese tamaño pueden ser las consecuencias de la terquedad oficial de imponer a sangre y fuego a uno de los suyos y mantener así el control político y económico del estado que han gobernado por casi nueve décadas.
Pírrica victoria si tomamos en cuenta sus negativos saldos.
La realidad actual se parece mucho al que vivimos después de la presidencial del 2006 y puede replicarse en el 2018.
En aquella “victoria” de Felipe Calderón, el gran perdedor fue el Instituto Federal Electoral y su presidente Luis Carlos Ugalde.
Nadie creyó que el panista obtuviera la mayoría de los votos y la etiqueta de “espurio” lo acompañó a lo largo de su sexenio.
Sigue hasta la fecha.
La cruda realidad nos enseñó que estábamos muy lejos de alcanzar aquella madurez democrática que tanto presumimos después de la derrota del dinosaurio político nacional en el año 2000.
Al contrario, vimos con toda contundencia que el entramado legal que daba sustento a los procesos electorales no estaba preparado en la práctica para enfrentar elecciones cerradas y que aquéllos próceres encargados de aplicarlo, no estaban lo suficientemente capacitados para darles credibilidad.
Nada ha cambiado.
Una democracia en pañales -por su vulnerabilidad ante la injerencia de autoridades, gobiernos y poderes de facto- volverá a ser puesta a prueba en la llamada “madre de todas las batallas”.
El panorama, por lo que se vio en las elecciones estatales, luce francamente sombrío.