Por Valentín Varillas
La aprehensión de Javier Duarte en Guatemala ha generado, en tiempo récord, muchas y muy variadas interpretaciones.
Que si se trata de un distractor para desviar la opinión pública de casos de corrupción que salpican a lo más granado de la élite política nacional.
Que si es la tan anhelada arma letal a utilizar en contra de Andrés Manuel López Obrador para cuadrarle una serie de relaciones perversas con el veracruzano y aniquilar el halo de santidad política que lo tiene muy adelante las encuestas rumbo al 2018.
Que es un muy poderoso desinfectante mediático, que busca limpiarle la cara al presidente Peña y su grupo, vendiendo la efectividad de una supuesta cruzada anticorrupción que en teoría intentaría sanear la política y el servicio público nacional y que en el papel serviría para subir los bonos del candidato priista al gobierno del estado de México, terruño del jefe del ejecutivo federal y sus secuaces.
Todas ellas, por diferentes que parezcan, pueden tener cierto grado de razón y se han convertido en la columna vertebral del debate nacional sobre el tema.
Sin embargo, lo que hasta el momento ha permanecido ajeno al análisis es la tragedia que representa el caso Duarte y el de otros ex gobernadores encarcelados o perseguidos, bajo la óptica de la debilidad institucional que como agresivo cáncer ha infectado irremediablemente a este país.
Más allá de signos y colores partidistas, la corrupción en extremo en el ejercicio de gobierno es, ha sido y seguramente será la práctica más enraizada entre quienes tienen la responsabilidad de administrar los recursos públicos en aras del bien común.
Lo anterior pone en evidencia el fracaso rotundo de los órganos de control interno de los diferentes niveles de gobierno, cuya razón de ser es detectar a tiempo y tomar medidas preventivas para evitar el saqueo del erario.
Más que vigilar, las contralorías estatales y la Auditoría Superior de la Federación son instancias cómplices de los malos manejos del ejecutivo y se manejan a conveniencia para premiar a aliados y castigar a enemigos.
Lo mismo aplica para los congresos estatales y el federal.
En el caso de los estado, los gobernadores ejercen un férreo control sobre un poder en teoría independiente, que tendría que ser contrapeso de abusos de poder y actos de corrupción, pero que invariablemente los avalan al aprobar todas y cada una de las cuentas públicas de quienes en los hechos se comportan como sus patrones.
Bajo esta lógica opera esta penosa red de complicidades, hasta que la conveniencia política dicta lo contrario.
Por eso, no hay antídoto real contra los Duarte, Yarrington, Padrés, Moreira, Medina, Granier y demás ejemplares de nuestra maloliente fauna política.
Hoy, esos nombres son exhibidos en la plaza pública, porque sus respectivas crucifixiones conllevan un beneficio muy claro para un presidente que tiene el repudio de más del 80% de sus gobernados y que de esta manera deja de ser el único centro de la madriza política nacional.
Sin embargo, si a todos los gobernadores y ex gobernadores los sometieran al riguroso escrutinio que a quienes conforman la vergonzosa lista anterior, llegaríamos a la triste conclusión de que han existido, existen y seguirán existiendo cientos de Duartes que gozan de la más absoluta y garantizada impunidad.
Por ahora.
Si la diosa justicia apareciera y determinara que todos ellos fueran a la cárcel, ¿quién cerraría la puerta?