Por Jesús Manuel Hernández
Con motivo del primer centenario de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos, han aparecido varias declaraciones de los especialistas que consideran que el documentó ideado en 1917 para establecer las bases políticas, jurídicas y sociales fue concebido para su época, cuando el país intentaba salir de un conflicto revolucionario que podría haber derivado en el fracaso de la nación.
Quienes intervinieron en aquella patriota tarea no contemplaron el surgimiento del autoritarismo y el deseo de los políticos por repetir la experiencia del porfirismo, es decir, mantenerse en el poder pese a los cambios de presidente y el cumplimiento de la democracia.
Dice sobre este tema, el investigador de la UNAM, Héctor Fix Fierro, que “es imperativo hacer una revisión técnica del texto constitucional, que en 100 años ha sufrido casi 700 modificaciones”.
Parecieran muchas, o parecieran pocas, según el tema, pero lo que sí puede afirmarse es que no han sido a tiempo y tampoco eficientes, debido a un asunto que no se ha ventilado lo suficiente, los diputados y senadores responsables de las reformas, no sólo no han sido los mejores mexicanos, no han representado a los especialistas en las materias a reformar, tampoco han sido dignos representantes de los intereses de la nación, más bien han asumido un papel de complicidad.
Las cámaras se convirtieron desde hace casi cien años en la caja de resonancia del interés del presidente o el partido o el grupo en el poder, no en el equilibrio, no en el ejercicio de la facultad de establecer prioridad en los intereses nacionales.
Los diputados y senadores han sido empleados del presidente y en el mejor de los casos representantes de una oposición sin fuerza para cambiar el rumbo del país.
Lo que estamos viviendo es el fracaso del sistema político mexicano, y eso es lo que habría que cambiar.
O por lo menos así me lo parece.