El político mexicano más importante de la última década ha decidido emprender una nueva aventura, pero su triunfo parece lejano, no solo en términos temporales, sino porque su discurso está desgastado y porque Marcelo Ebrard también buscará ser candidato.
AMLO apostó a un discurso beligerante (y antiliberal) que dividió al electorado entre los pobres y la mafia; el pueblo bueno y el pueblo malo. Ese discurso fue útil para posicionarlo en 2006. Fue su trampolín, pero también su tumba. Su discurso avivó la hoguera del “peligro para México”. AMLO fue víctima de esa mafia que desde 2004 lo desaforó para cerrarle el paso rumbo a Los Pinos. Fue víctima de algunos medios que vieron un cierto peligro para sus intereses, que terminaron siendo los mismos de Calderón o acaso siempre fueron uno solo. Y fue víctima de sí mismo. AMLO “perdió” la presidencia porque su discurso completaba la visión (también antiliberal) de que su triunfo era un peligro para el país. Una conjunción del juego sucio de Calderón y la insistencia de AMLO en un discurso de división. Muchas palabras ciertas salieron de su boca, pero también muchas expresiones inoportunas.
El reconocimiento implícito de ese error fue la campaña de 2012, en la que AMLO hizo del “amor” el eje de sus aspiraciones. El candidato había entendido que la certeza en las palabras no está peleada con la prudencia. Un mensaje de conciliación que tampoco funcionó. Fue derrotado con el tablero mediático cargado hacia un solo lado. Las encuestas fueron el instrumento de disuasión y los medios (salvo excepciones) los artífices que pedirían perdón después de haber causado el daño.
Pero algo es cierto después de dos elecciones: la mayoría del electorado no se identifica con AMLO. La razones que aluden son diversas: su populismo, su negativa a aceptar los resultados electorales, su desprecio institucional o su cerrazón política que no encuentra los matices que la ciudadanía espera. A la gente no le gustan los fariseos y a AMLO le encanta el papel. Es su actitud de división la que resta en lugar de sumar y que encuentra un contrasentido de difícil explicación: AMLO mandó al diablo las instituciones (que en cierta forma impidieron su acceso a la presidencia en 2006 y 2012) pero formó un partido político, cuando en realidad MORENA podía ser mucho más que eso.
También es cierto que López Obrador no ha ofrecido actos de conciliación política. No busca interlocutores porque son parte de la mafia y el electorado lo encuentra insensible en esa cerrazón. AMLO puede tener la boca llena de razón, pero nunca una sociedad democrática se ha edificado sin la negociación y la palabra como base de la construcción. Los dos tratados de Paz que siguieron a las guerras mundiales del siglo XX sirven de referencia: a los adversarios se les tiende la mano después de la guerra. Lo contrario solo alienta la división y el resentimiento.
El ejemplo más reciente ha sido el caso Ayotzinapa: la clase política –AMLO incluido– no ha dado señales de querer llegar a un pacto que tienda puentes entre la sociedad y los políticos. AMLO se ha mostrado más preocupado por deslindarse de los criminales que por mostrarse dispuesto a buscar soluciones. El país requiere puentes de democracia, además de reconocer que el río está teñido de sangre. Lo último sin lo primero está más cerca de la demagogia que de la democracia.
Se equivocan, pues, quienes piensan que el hartazgo de los mexicanos ante el gobierno y la clase política es una buena noticia para López Obrador. Olvidan que AMLO también pertenece a esa clase política que requiere una regeneración. Ignoran que AMLO ha estado más cerca de obtener triunfos electorales cuando se mueve como un candidato de centro y no un candidato en e extremo. El discurso de la plaza pública no gana votos; es el discurso mesurado y de centro el que gana adeptos. La elección de 2012 es el ejemplo casi perfecto.
Por último, un rumor recorre los pasillos de los partidos de izquierda. Andrés Manuel no está trabajando para él, sino para Marcelo Ebrard. La foto de 2012 en la que Ebrard declinó a favor de López Obrador no puede tener como consecuencia a Marcelo y AMLO enfrentados en 2018. Alguno deberá ceder y AMLO devolverá el favor a Ebrard. Si ambos se presentan a las elecciones el resultado es previsible: ninguno ganará y la izquierda tendrá que esperar seis largos años para aspirar a gobernar un país ávido de más políticas y menos spots. Esta vez le toca a AMLO dar un paso al costado.