En los últimos días dos sucesos han acaparado la atención nacional e internacional sobre el acontecer en México: la desaparición de 43 estudiantes normalistas en Iguala, Guerrero y la muerte de 22 personas – 15 de ellas ejecutadas sumariamente – a manos de miembros del Ejército Mexicano en el Municipio de Tlatlaya, Estado de México.
Son de tal magnitud los hechos anteriores que eclipsan otros igualmente sangrientos como por ejemplo la muerte de 19 supuestos delincuentes en Tamaulipas el pasado 21 de octubre.
Feminicidios, crímenes de odio, nuevas formas de violencia, casos de corrupción en todos los niveles, enfrentamientos de origen étnico y religioso, entre otros, son la constante en México.
Durante décadas los gobernantes en turno argumentaban que la paz social que se vivía en México era el máximo baluarte que podíamos presumir en el concierto internacional, pero estábamos equivocados.
La aparente paz social que vivió México en el siglo XX fue sólo el telón que cubrió la descomposición real de nuestras estructuras de convivencia y que nos explotó en pleno rostro en lo que va de esta centuria.
Para entender la gravedad de la situación que vive México debemos considerar el marco de la teoría general de los sistemas.
Por ello debemos entender que la corrupción que engendró la violencia caló en las venas que circundan las unidades del sistema, contagiando con ello las partes del todo.
Los mexicanos de la segunda mitad del siglo pasado no tuvieron acceso a la realidad, más la que artificiosamente se le presentaba desde los oligopolios, coludidos unos con otros desde todos los ámbitos y que respetaban a cabalidad sus áreas de exclusividad.
Así, la televisión privada acaparó y escribió la versión hegemónica de la historia reciente y que día a día entraba en la mayoría de los hogares para repartir lo que debía saberse e ignorarse.
En el ámbito de las relaciones humanas,la doble moral religiosa que señalaba culpas ajenas, pero encubría el maridaje de sus ministros con el poder político y económico, desproveyó a los mexicanos del sentido profundo de la fraternidad y del carácter liberador de la verdad.
Por otra parte, la estancia de un solo partido político durante más de 70 años en el poder no permitió que la vida democrática transformara el sentir y actuar de los mexicanos, y cuando pensamos que la alternancia era el culmen, nos topamos con la triste realidad de que ésta fue producto de una serie de circunstancias que poco tenían que ver con el empoderamiento real de mujeres y hombres de todas las edades.
Quienes siempre han sostenido los hilos que mueven todo en México nos corrompieron mientras jugaban a conducir “bien” el país. Y nosotros caímos.
Ahora estamos aquí con un pie en el precipicio, y el otro también. Y no se ve para cuando acabe el infierno en el que estamos sumidos.
Lo cierto es que han aflorado en nuestro país conductas que se consideraban erradicadas: los fusilamientos ipso facto, el canibalismo en rituales de ejecución, la esclavitud para la realización de trabajos genéricos y especializados, el tráfico de órganos, etc.
Tal vez sea tiempo de reconocer que nuestros problemas nacionales son de tal magnitud que estamos al borde de una guerra civil.
Tal vez sea tiempo que nuestros gobernantes acepten que si seguimos así estamos a micras de que no haya en el país algo que valga la pena administrar.
Tal vez sea tiempo de que los grupos criminales se den cuenta de que muy poco sirve un país en llamas para sus propósitos de poder.
De lo que estoy seguro es que llegó el momento de aceptar que nuestra generación se perdió y debemos poner un alto para no jalar a otras generaciones a la autodestrucción.
Vale la pena aceptarlo. Vale la pena intentarlo.