28-03-2024 04:51:01 AM

La resurrección del Santo Oficio

Secretario general del Movimiento Antorchista Nacional

 

Una de las épocas más oscuras para la idea y la práctica de la “justicia” fue, como se sabe, la época en que un tribunal religioso tomó en sus manos la tarea de perseguir, detener, juzgar y sentenciar a los acusados de “herejía”, aunque dejó al Estado, al “brazo secular”, la ejecución de la sentencia. Y esto fue así porque este tribunal, conocido como la Santa Inquisición o el Santo Oficio, hacía caso omiso de preceptos, principios y reglas cuya observancia considera indispensable  el derecho moderno, si ha de garantizarse un mínimo de equidad, veracidad y racionalidad en toda sentencia emitida por un juzgado cualquiera. En primer lugar, no existía la obligación de integrar una averiguación previa bien sustentada para poder declarar como fundadamente sospechoso a un acusado. Para que alguien fuera detenido, su casa cateada, sus bienes confiscados y su familia echada a la calle sin ningún miramiento, bastaba y sobraba con una denuncia anónima, aun cuando el delator amontonara en ella aseveraciones increíbles, absurdas y disparatadas y, por tanto, notoriamente falsas. En tales condiciones, la “justicia” se tornó, inevitablemente, en un simple instrumento para consumar traiciones, venganzas, y colmar ambiciones bastardas. Quien quisiera deshacerse de un enemigo, o hasta de un amigo o cómplice molesto o peligroso, no tenía que hacer nada más que denunciarlo anónimamente como hereje contumaz. Lo demás, corría por cuenta de los alguaciles del Santo Oficio.

En segundo lugar, se hizo de la tortura no sólo la “reina” de las pruebas, sino la  única confiable. Para ello se inventaron los instrumentos más brutales y las prácticas más inhumanas y refinadas para provocar dolor a un ser humano: ahogamiento mediante un lienzo en la cara del reo, que se humedecía constantemente para evitarle respirar; el “zapato de hierro”, que iba estrechando progresivamente el pie de la víctima hasta hacerlo pedazos; el “torniquete”, que era un lazo que apretaba brazo o pierna hasta llegar al hueso mismo si era necesario y, en fin, el “potro”, que permitía estirar los miembros del torturado hasta descoyuntarlo completamente si se resistía a confesar. La justificación de semejantes “métodos de investigación”  no era otra que el considerar que todo acusado era en principio culpable, y que, por tanto, tocaba a él, y sólo a él, demostrar su inocencia mediante la estoica resistencia del tormento. Nadie, o casi nadie, salía vivo de la prueba. En tercer lugar, y esto era lo peor de todo, se perseguía a la gente no por un “hecho”, no por un “acto material” demostrable por los recursos corrientes para conocer la verdad, sino por un “delito de conciencia”, es decir, por algo subjetivo, impalpable, que no se traduce en daño material a terceros. Pero, como todos sabemos (o deberíamos saber), esta clase de “delitos” son, por su misma naturaleza, absolutamente indemostrables, razón por la cual la persecución de los mismos siempre será absurda y dará lugar a los más monstruosos abusos y a la prostitución total de la idea misma de justicia.

Precisamente por eso, el derecho moderno considera un gran paso adelante el prohibir la persecución de las ideas, sentimientos y emociones humanos, así como la prohibición de prácticas jurídicas semejantes a las aquí descritas. De ahí nació la idea de la averiguación previa, debidamente integrada, para decidir la situación jurídica de un    acusado; de ahí también la prohibición de la tortura, que es el modo más  seguro y rápido para fabricar chivos expiatorios, y, de ahí también, la exigencia de que todo delito esté perfectamente tipificado (definido) en la ley. Pero en México, como en casi todo, vamos para atrás. En su ridículo afán de aparecer como “de avanzada” en todo, y de quedar bien con ciertos grupos de interés, algunas corrientes que se autodefinen como “de izquierda”, han propuesto “reformas” que están a un pelo de convertir a nuestros tribunales en una versión restaurada al Santo Oficio. Proponen, por ejemplo, dar plena validez legal a la denuncia anónima; que se omita el requisito de una orden de juez competente, debidamente fundada y motivada, para que alguien pueda acceder a un domicilio privado, detener a alguien y hacer confiscaciones de lo allí encontrado. O sea, la casa de todo mexicano a las órdenes de cualquier genízaro que quiera hacer un cateo, porque “sospeche” que allí dentro se cometió un delito o hay una víctima por salvar. Añadamos el famoso “arraigo” por meses enteros, en vez de decidir la situación jurídica del investigado en las 72 horas reglamentarias, que no es otra cosa que la simple y llana privación ilegal de la libertad de un ciudadano.

Pero el colmo está en los intentos de restaurar los “delitos” de conciencia. Se ha propuesto considerar “delitos” la “indiferencia” y el “desamor” hacia la pareja; ya se castiga como tal el “acoso sexual”, que nadie sabe definir con exactitud por su propia naturaleza subjetiva y, últimamente, la cereza del helado: castigar las “miradas lascivas” como una agresión a quien las recibe. A la mente más obtusa se le ocurre preguntar: ¿se puede obligar a un hombre, por ejemplo, a que “ame” a su pareja porque así se lo ordena la ley? ¿Es que éste bello y respetable sentimiento humano puede dejar de ser el fruto espontáneo y libre de la sensibilidad,  para convertirse en una horrible obligación legal? Y ¿por qué habrían de ser delito las miradas lascivas? ¿No es la lascivia, acaso, el deseo carnal por el otro que está en la base misma de toda relación de pareja? ¿Asumiremos la definición religiosa de que el deseo sexual es pecado y debe castigarse? Y, aceptando que sea así, ¿cómo se demostrará que alguien lanzó miradas precisamente “lascivas”? Un delito así de subjetivo, de resbaladizo, ¿no abre acaso la puerta a las falsas denuncias por venganza, por rencor o por simple ambición de recibir una indemnización del supuesto agresor? En mi modesta opinión, estamos ya en el terreno del puro absurdo, en garras de mentes dogmáticas, incapaces de pensar consecuentemente, hasta el final, las consecuencias de sus planteamientos y el daño que los mismos pueden acarrear. Estos señores están reviviendo, aunque no lo sepan, la época del Santo Oficio, pues nos quieren criminalizar no por lo que hacemos, sino por lo que pensamos y sentimos. ¡Hay que detenerlos antes de que sea tarde!.

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