Por: Valentín Varillas
La ruptura entre el gobernador de Puebla, Rafael Moreno Valle, y el líder nacional del PAN, Ricardo Anaya, tiene como génesis una serie de agravios, que si bien nacen de intereses netamente políticos, llegaron a afectar irremediablemente la relación personal.
El punto más álgido de la relación entre ambos personajes se dio el 20 de noviembre de 2015.
Moreno Valle volaba rumbo a Querétaro para presenciar el partido de futbol, en donde el entonces llamado “Puebla de La Franja”, se jugaba su clasificación a la liguilla en contra de los Gallos Blancos.
En pleno vuelo, el mandatario poblano fue alertado por uno de sus principales operadores de que Ricardo Anaya intentaría dar un madruguete en la Asamblea Extraordinaria del partido a realizarse un día después.
La intención era modificar los estatutos y permitir la permanencia del dirigente al frente del CEN hasta el proceso de selección del candidato presidencial en el 2018, sin necesidad de renunciar al cargo partidista.
El tema enfureció al gobernador, quien de inmediato giró la orden de cambiar el destino del viaje y enfilar hacia la ciudad de México.
A su llegada a la sede nacional blanquiazul, la bomba estalló.
Moreno Valle pidió a quienes se encontraban en la oficina de Anaya que los dejaran solos.
Y entonces, como en cascada, llegaron los reclamos, las amenazas, los gritos e insultos.
Testigos presenciales aseguran que las voces se escuchaban en casi todo el tercer piso del edificio panista, predominando la del gobernador en intensidad, volumen y agresividad.
Juran además que los epítetos del poblano dedicados al queretano, fueron particularmente ofensivos.
Poco después, la abrupta salida de Rafael y el rostro desencajado de Ricardo.
Uno, rumbo al futbol; el otro, a rumiar su humillación.
A partir de ahí, nada volvió a ser igual.
Anaya se ha asentado en su papel de dirigente, teniendo las victorias obtenidas por el PAN en los procesos estatales de este año, como base sólida sobre la cual ejercer su autoridad.
Su ausencia en Puebla durante la campaña de Gali es un termómetro más que sirvió para medir lo frío de la relación.
Hoy, Anaya sí manda y su mano se deja ver en procesos de selección de dirigentes panistas en estados como Sonora, Campeche y el Estado de México.
Ricardo se mueve desde su posición de poder, bajo la lógica de la conveniencia personal.
Ahora, las encuestas lo consideran como un presidenciable “competitivo”, cuando antes ni siquiera lo tomaban en cuenta.
Va por la suya y no va escatimar esfuerzos en aras de amarrar la candidatura o bien, negociarla con algún otro grupo.
¿Con cuál? -sería la pregunta del millón.
Si la respuesta toma en cuenta aquella máxima que supone que las traiciones políticas pueden llegar a olvidarse, pero nunca los agravios personales, resulta difícil pensar que se decantaría por el morenovallismo.
Con todo y el hecho de que fue el gobernador de Puebla la pieza clave de la operación política y financiera que llevó a Anaya a la dirigencia.
Y es que, aquí también entra el juego de la percepción.
A pesar de las constantes giras que Moreno Valle realiza por varios estados del país para reunirse con la militancia del PAN, en varios sectores del partido y, sobre todo, entre miembros de la jerarquía partidista, en los hechos se le ve como alguien mucho más cercano –política e ideológicamente- al presidente Peña, que al propio panismo.
Así lo reflejan las encuestas, los fríos números.
La pugna Anaya-Moreno Valle, por más treguas que firmen, está más viva que nunca y tiene todavía varios capítulos por escribir.
De concretarse una fractura importante al interior del PAN, el tablero de la sucesión presidencial en el 2018 podría dar un giro radical.
Si se da el rompimiento, el pragmatismo político que hoy se ensaya como auténtico deporte nacional podría favorecer que hasta el escenario más descabellado, pudiera considerarse como una muy probable realidad.