02-10-2025 08:10:13 PM

El poder, la corrupción como regla y sus espejos

Por Yasmín Flores Hernández

En México, cada caída de un funcionario, cada fuga de un jefe policiaco, cada revelación de millones ocultos no es un accidente: es una ventana al verdadero rostro del poder.

Aquí, la corrupción no es excepción, es la regla.

Y cuando un caso estalla, no hablamos de un hombre o de una mujer en desgracia, hablamos de un sistema que permitió, alimentó y se benefició de su ascenso.

El país está acostumbrado a normalizar lo anormal.

Gobernadores que salen millonarios de palacios estatales, alcaldes que heredan cargos como si fueran negocios familiares, funcionarios que nombran a criminales como jefes de policía.

Y cuando la verdad sale a la luz, el discurso oficial es siempre el mismo: “yo no sabía”, “me sorprendió”, “estoy a la orden de cualquier autoridad”.

Excusas recicladas que insultan la inteligencia de los ciudadanos.

La caída de Hernán Bermúdez Requena, alias Comandante H, exsecretario de Seguridad en Tabasco, es ejemplo perfecto.

Detenido en septiembre de 2025 en Asunción, Paraguay, expulsado a México, trasladado al Altiplano y vinculado a proceso por asociación delictuosa, secuestro y extorsión.

No fue un error de cálculo político, fue una decisión consciente: fue nombrado por Adán Augusto López, entonces gobernador, pese a los señalamientos que ya pesaban sobre él.

Hoy el nombre que ocupa titulares es Adán Augusto López, exgobernador de Tabasco y exsecretario de Gobernación, pero su historia no es distinta de la que se repite en Puebla, en Veracruz, en Guerrero, en todo el país.

Porque en este país, las complicidades no se escriben en contratos, se sellan en silencios.

Y el silencio, cuando se es gobernador o secretario de Estado, no es ignorancia: es encubrimiento.

La historia de Adán Augusto es, en el fondo, la misma que se repite en Puebla, en Veracruz, en Guerrero: la política como refugio del crimen, las instituciones como fachada de impunidad, y los ciudadanos como víctimas de un sistema que nunca toca fondo porque siempre encuentra nuevas formas de reinventar la corrupción.

Por eso, hablar hoy de Adán Augusto no es hablar de un político caído en desgracia.

Es hablar de nosotros como sociedad, de lo que hemos permitido normalizar, de lo que callamos, de lo que aceptamos como si fuera destino inevitable.

Es mirarnos al espejo de Tabasco y reconocer que ese reflejo también se proyecta en Puebla, en el huachicol de agua, en las empresas de seguridad que nacen de la corrupción.

La política mexicana tiene una constante: el poder nunca llega limpio.
Llega con pactos ocultos, silencios comprados y alianzas que, tarde o temprano, salen a la luz.

La detención de Bermúdez Requena destapó un costal de verdades incómodas. Pero no es la única sombra que persigue a Adán Augusto.

Porque además de cargar con el descrédito de haber puesto en manos de un criminal la seguridad de Tabasco, arrastra otra carga todavía más corrosiva: la de los millones que nunca declaró.

Y es aquí donde el poder político se cruza con el dinero sucio, con empresas fantasma, con contratos inflados.
Si el caso Bermúdez expone la complicidad con el crimen, el caso de los 79 millones invisibles revela la maquinaria financiera de la corrupción.

Y ahí entran los millones invisibles de Adán Augusto.

Las revelaciones periodísticas son demoledoras: entre 2023 y 2024, Adán Augusto López habría recibido 79 millones de pesos, a través de transferencias trianguladas desde empresas fantasma y contratistas de Tabasco.

El mecanismo es conocido: compañías sin empleados, sin oficinas reales, creadas para facturar servicios inexistentes. Empresas fachada que, en papel, parecen legales, pero en la práctica funcionan como lavanderías de dinero público y privado.

Ni un peso de esos millones apareció en las declaraciones patrimoniales del exsecretario de Gobernación.

Y sin embargo, los movimientos financieros fueron detectados por el Servicio de Administración Tributaria (SAT).

La trampa quedó registrada en auditorías.

¿Qué pasó después?

Nada. El expediente fue enterrado en el silencio de la política.

El SAT cumplió su función técnica, pero el sistema político bloqueó cualquier consecuencia legal.

¿Cómo se explica que un senador y exsecretario de Estado maneje fortunas treinta veces superiores a su salario oficial?

No se explica: se encubre.

Y en México, el encubrimiento no es error administrativo, es estrategia de supervivencia.

El caso exhibe de nuevo el cáncer institucional: órganos de fiscalización que deberían servir para sancionar al poderoso, pero que se usan para golpear al opositor y proteger al aliado.

La transparencia, esa palabra que en cada discurso presidencial se repite como mantra, en la práctica es selectiva.

Se muestran expedientes para humillar al enemigo político, pero se cierran los ojos frente al aliado incómodo.

Y Adán, durante mucho tiempo, fue considerado un hombre de confianza del círculo presidencial. Un operador leal, un aspirante que en su momento quiso suceder al poder.

La pregunta de fondo es otra:

¿de dónde salió el dinero?

¿Se trató de desvíos de obra pública en Tabasco?

¿De contratos inflados a empresas fantasma?

¿De favores políticos a empresarios agradecidos?

Las investigaciones periodísticas apuntan a constructoras con contratos millonarios durante su gestión como gobernador.

Si esto se confirma, no hablamos solo de omisión en una declaración patrimonial, sino de posibles delitos de enriquecimiento ilícito, lavado de dinero y corrupción en obra pública.

Lo más grave no es que un político haya recibido dinero irregular—eso, lamentablemente, no sorprende a nadie—, sino que el sistema entero haya decidido mirar hacia otro lado.

Ni la Unidad de Inteligencia Financiera, ni la Fiscalía, ni la Cámara de Diputados se atrevieron a abrir un procedimiento.

Una vez más, el poder cerró filas para proteger a uno de los suyos.

Cuando el escándalo estalló, la respuesta de Adán fue un discurso hueco:
“Estoy a la orden de cualquier autoridad”.

Pero no dio explicaciones, no mostró pruebas, no aclaró el origen de los millones ni su responsabilidad en el nombramiento de Bermúdez.

Dentro de Morena, la narrativa de “cero impunidad” se tambalea.
¿Cómo sostenerla cuando uno de sus principales líderes está bajo sospecha?
La figura de Adán Augusto, que aspiraba a ser una carta fuerte en el futuro político, hoy se desploma. Y con él se derrumba el discurso de que en la 4T “todo es distinto”.

¿Qué más debe ocurrir para que Adán Augusto pierda el blindaje político y finalmente rinda cuentas ante la justicia?

A usted que me lee y me escucha, le pregunto:

¿qué pasaría si cualquiera de nosotros enfrentara los mismos señalamientos?

La respuesta es obvia: ya estaríamos detenidos, sin patrimonio y con la vida destrozada.

La pregunta incómoda no es sólo si Adán caerá, sino hasta cuándo seguiremos tolerando que la justicia en México dependa del cargo y no del delito.

El caso de Adán Augusto desnuda lo que el discurso oficial no puede ocultar: que en México la impunidad no es casualidad, es una política de Estado.

La sombra de Adán no sólo se mide en pesos, sino en sangre. Un jefe policiaco con nexos criminales no surge de la nada: surge de la protección política.

El retrato de Tabasco no es una excepción aislada. Es un espejo que refleja lo que ocurre en otros rincones del país.

Porque si en Tabasco el poder cobijó a un jefe policiaco con vinculos criminales, en Puebla la historia se repite con otros nombres y las mismas practicas.

ORIENTAL EN MANOS DEL CRIMEN

El municipio de Oriental es prueba viva de que la complicidad politica con el crimen no tiene fronteras: ahí el alcalde carga acusaciones de corrupcion y vínculos con el narcotráfico, mientras su hermano, conocido como “El Tortas”, opera como pieza clave en la red criminal de la región.

En el municipio de Oriental, el poder se ha vuelto sinónimo de impunidad.

El alcalde enfrenta acusaciones de corrupción y de mantener vínculos con el narcotráfico. Pero la historia no termina en su despacho: su propio hermano, conocido como “El Tortas”, ha sido señalado como operador criminal en la región, tejiendo una red donde el poder político y el crimen organizado conviven bajo el mismo techo familiar.

El caso de Oriental exhibe el patrón perverso que se repite en el país: cargos públicos usados como escudos de protección para negocios ilícitos, mientras la ciudadanía queda atrapada en un municipio gobernado por el miedo y la complicidad.

La política municipal, en teoría el primer escalón de la democracia, se convierte en guarida de delincuentes con fuero, donde el apellido importa más que la ley y la lealtad al grupo criminal vale más que la lealtad a los ciudadanos.

¿De qué sirve hablar de “transformación” o de “cero impunidad” si a nivel local la corrupción y el narco gobiernan sin pudor?

Oriental es el recordatorio de que el problema no está sólo en las altas esferas, sino también en los municipios pequeños, donde el crimen compra voluntades con la misma facilidad con que se reparte un contrato o se otorga un permiso.

El caso de Oriental demuestra que la corrupción no solo se mide en millones desviados o en pactos con el narco: también se traduce en el saqueo de los recursos más vitales.

Porque mientras algunos municipios son gobernados por familias con nexos criminales, en otros el botín no son los presupuestos, sino el agua misma.

Y EL HUACHICOL DEL AGUA

Puebla enfrenta hoy una realidad tan grave como silenciosa: el huachicol del agua, un saqueo disfrazado de legalidad que ha permitido la entrega irregular de más de 52 mil concesiones.

Si en Tabasco los millones y la sangre marcan la sombra de Adán, en Puebla el saqueo adopta otra forma: el huachicol del agua.

No se trata de pipas perforando ductos en la madrugada, sino de un robo más sofisticado, más silencioso y, por eso mismo, más peligroso.

Se han detectado 52,000 concesiones irregulares, entregadas con la complicidad de autoridades que han convertido al líquido vital en mercancía de unos cuantos.

El agua, que debería ser un bien público y estratégico, se ha transformado en botín político y económico.

Las concesiones se reparten como favores, se negocian en escritorios oscuros, se entregan a empresarios cercanos al poder o a grupos criminales que ven en cada pozo una mina más rentable que el petróleo.

Es el saqueo legalizado de un recurso que define la vida y la muerte de comunidades enteras.

El impacto no es abstracto. Mientras algunos se enriquecen, pueblos enteros padecen escasez, campesinos abandonan sus tierras porque no tienen cómo regarlas y colonias urbanas reciben agua contaminada o racionada.

El huachicol de agua no sólo roba riqueza: roba futuro.

Y lo más grave es el silencio.

No hay conferencias matutinas hablando de este saqueo, no hay discursos presidenciales que lo condenen, no hay fiscalías estatales actuando.

El huachicol de agua revela con brutal claridad que la corrupción en México no se limita a la seguridad o a los contratos millonarios: alcanza hasta el derecho humano más básico, el acceso al agua.

Puebla se ha convertido en laboratorio de esa impunidad hídrica.

Y la pregunta es inevitable:

¿qué pasará cuando la crisis del agua estalle y la gente descubra que el recurso que debería garantizar su vida fue entregado como botín político?

El saqueo del agua demuestra cómo el Estado convierte lo público en negocio privado.

Y si el agua se vende como botín, la seguridad tampoco escapa: también se trafica, también se concesiona, también se corrompe.

Seguridad privada: el negocio del miedo
En Puebla, la corrupción no se conforma con el agua ni con los presupuestos municipales: también se apropia de la seguridad.

El negocio del miedo se ha convertido en un mercado lucrativo gracias a la entrega de permisos irregulares a empresas de seguridad privada, autorizaciones que deberían ser un instrumento de control, pero que en la práctica se reparten como favores políticos.

La paradoja es brutal: las instituciones que deberían garantizar la seguridad pública permiten que manos privadas, muchas veces sin capacitación ni controles reales, operen con el aval del Estado.

Empresas creadas al vapor, con vínculos políticos o incluso con nexos criminales, obtienen licencias que las convierten en “guardianes oficiales”, cuando en realidad funcionan como brazos paralelos de poder.

El resultado es perverso. Ciudadanos y empresarios pagan por un servicio que, en teoría, debería ser la obligación del Estado, mientras los verdaderos beneficiarios son políticos que convirtieron la inseguridad en franquicia rentable.

Y la pregunta es incómoda:

¿quién vigila a quienes dicen protegernos?

Nadie.

La seguridad privada en Puebla se ha transformado en otro rostro de la impunidad: un modelo donde la corrupción no solo permite, sino que legitima, que el miedo se comercialice como si fuera un servicio más.

En un país donde policías municipales son capturados por el crimen organizado y las corporaciones estatales se desgastan en su credibilidad, las empresas privadas se presentan como alternativa… pero detrás de muchas de ellas solo hay negocios turbios y favores políticos.

El ciudadano queda atrapado en la peor ecuación posible: un Estado incapaz de garantizar seguridad y una clase política que convierte ese vacío en oportunidad de negocio.

Cuando el agua se roba y la seguridad se vende, lo que queda en evidencia es que no hablamos de casos aislados, sino de un patrón que se repite una y otra vez en todo el país.

El patrón repetido.
Tabasco, Puebla, Ciudad de México: los nombres cambian, los escenarios son distintos, pero el guion es el mismo.
Políticos con fortunas inexplicables, alcaldes hermanados con criminales, concesiones de agua entregadas como si fueran favores, permisos de seguridad repartidos al mejor postor. Lo que parece anecdótico en realidad es estructural: un sistema donde la corrupción no es un desvío, sino la regla.

El patrón es perverso y constante:

Primero, el poder político protege a los suyos; después, normaliza el saqueo disfrazándolo de trámites legales; finalmente, culpa a la ciudadanía por la desconfianza y el enojo.

En este ciclo, la impunidad se convierte en la única constante que todos entienden, aunque nadie se atreva a decirlo en voz alta.

El crimen ya no necesita infiltrarse en las instituciones: convive con ellas, se sienta en la misma mesa y firma los mismos contratos.

La política le abre la puerta al narco, al huachicol, al saqueo del agua, a la privatización de la seguridad.

Y el ciudadano, atrapado en medio, queda reducido a rehén de un sistema que no distingue entre corrupción y gobierno, porque son lo mismo.

La pregunta que flota es inevitable:

¿seguiremos llamando a esto “excepciones” o tendremos el valor de reconocer que vivimos en un narco-Estado legitimado por la impunidad?

El caso de Adán Augusto, la caída de Bermúdez, el alcalde de Oriental y su hermano “El Tortas”, el saqueo del agua y la corrupción en las empresas de seguridad no son episodios aislados.

Son piezas de un mismo rompecabezas que confirma lo que muchos prefieren negar: en México, la corrupción no es accidente, es sistema; la impunidad no es excepción, es regla.

Cada historia revela un rostro distinto de la misma enfermedad: el dinero invisible que se esconde en empresas fantasma, la sangre derramada por jefes policiacos con credenciales oficiales, los municipios convertidos en guaridas familiares, el agua saqueada como si fuera petróleo, la seguridad transformada en negocio privado.

Todo tiene un hilo conductor: el poder político que protege, encubre y normaliza el delito.

Y aquí es donde la reflexión se vuelve incómoda. Porque no basta con indignarse ante el escándalo del día ni con comentar las noticias en sobremesa.
La pregunta es otra:

¿qué estamos dispuestos a hacer como sociedad?

¿Seguiremos callando, aceptando que la justicia dependa del cargo y no del delito? ¿Seguiremos normalizando que la ley solo alcance al ciudadano común y nunca al político poderoso?

El silencio nos condena.

La exigencia nos libera.

La memoria nos recuerda que cada concesión irregular, cada permiso vendido, cada narcopolítico protegido se sostuvo porque hubo un país que lo toleró.

La acción es la única salida: exigir cuentas, señalar responsables, no olvidar.

El dilema está planteado y la respuesta no depende de un solo hombre ni de un partido. Depende de todos.

O rompemos el ciclo de impunidad o aceptamos, sin matices, que ya vivimos en un narco-Estado legalizado.

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