Por Valentín Varillas
No sólo fueron los inútiles de Marko Cortés y Alito Moreno.
También Max Cortázar contribuyó de manera importante al desastre en el que acabó convirtiéndose la campaña presidencial de Xóchitl Gálvez.
Este personaje se vendió, como siempre, como el único capaz de masificar la oferta opositora.
De darle forma a un producto de consumo generalizado que podría competirle cara a cara a la abanderada del oficialismo.
Juró, prometió y no cumplió.
Como siempre.
Con todo y los cientos de millones que pusieron a su disposición, la candidata opositora jamás pudo permear de manera efectiva entre las clases medias y bajas.
Ni en las demás tampoco, pero en estos estratos sociales fue de plano barrida de manera vergonzosa.
Nunca le creyeron que, de llegar a la presidencia, defendería sus intereses.
Que gobernaría para ellos.
Aquí, Cortázar cometió una pifia monumental.
Tuvo la brillante idea de que la abanderada presidencial firmara con su sangre que no desaparecería los programas sociales.
Lejos de darle certezas al electorado, se solidificó la creencia de que los eliminaría de manera fulminante en el preciso momento de llegar a Palacio Nacional.
Un efecto bumerang demoledor.
Tampoco ayudó el hecho de que Gálvez no aprovechará al cien por ciento los recursos para promocionarse.
Proporcionalmente y de acuerdo con su presupuesto, tuvo menos spots al aire que su contrincante.
Existen todavía dudas serias sobre cómo se priorizó y organizó su presupuesto en materia de publicidad.
Max inoculó el virus de la mentira al interior del equipo cercano de Xóchitl, convirtiéndola en el eje central del decir y el hacer en el búnker opositor.
Mantuvo a rajatabla el discurso de que las encuestas publicadas sobre preferencias electorales, todas, estaban compradas y cuchareadas.
Que pretendían sesgar el sentido del voto ciudadano pervirtiendo su principal objetivo: el de predecir con certeza el comportamiento de los electores.
Ensayó esta narrativa a pesar de que sus números empatan perfectamente con el escenario que planteaban estos ejercicios estadísticos.
Cuatro días antes del Día D, llevó a cabo un carrusel de medios masivos de comunicación, en donde juró y perjuró que estaban en empate técnico.
Y que su abanderada había mostrado una consistente tendencia a la alza en los 90 días de campaña.
Falso.
Él más que nadie sabía de sobra del enorme estancamiento que Xóchitl había sufrido, desde los primeros 20 días y hasta el final de la contienda.
Hoy , como rata que intenta brincar del navío hundido, vende a la opinión pública que de él fue la idea de que Gálvez reconociera su derrota y llamara a Sheinbaum para hacerle saber que asimilaba que había perdido.
Pero poco antes de que se diera a conocer el conteo rápido del INE, él se inventó la brillante idea de llevar a cabo una rueda de prensa para declarar que sus números indicaban de manera contundente que habían obtenido el triunfo en las urnas.
Este penoso pastiche abonó al desprestigio de la autoridad electoral y a que algunos fanáticos trasnochados hablen y sigan hablando de un monumental fraude electoral.
Vaya farsante.
Pero todo esto no sorprende, tratándose de quien se trata.
Aquel que mandó al cadalso a Felipe Calderón con la brillante idea de declararle públicamente la guerra la narco vistiéndose con un uniforme militar tres tallas más grande.
El mismo que a pesar de haber cobrado una millonada, no pudo convertir a Rafael Moreno Valle en un producto presidencial medianamente competitivo.
El gobernador poblano se mantuvo de forma permanente en el tercer lugar –por debajo de Ricardo Anaya y Margarita Zavala – en todas las encuestas que se realizaron entre militantes y simpatizantes del PAN para elegir a su candidato para el 2018.
En el reparto de culpas después del monumental fracaso, ya empezó el inevitable canibalismo.
Y será de antología.
Saldrá mucho más información que por fin podría poner a este gran simulador, perverso encantador de serpientes, en su verdadero lugar.