Por Alejandro Mondragón
Ricardo Anaya supo que uno de los operadores de Enrique Peña Nieto para sus reformas constitucionales, entre gobernadores y legisladores panistas, era precisamente Rafael Moreno Valle.
El entonces gobernador poblano había superado la aduana de la aprehensión de Elba Esther Gordillo y caminaba en función de los intereses del peñismo.
En 2015, Anaya rompió lazos con Gustavo Madero, líder que sería echado de la dirigencia nacional, exactamente por la dupla Ricardo-Rafael.
Moreno Valle se volvió su jefe de campaña por la dirigencia del PAN. Volcó su estructura, entre los panistas, para sacar la elección de Anaya.
Tras su triunfo, Ricardo nombró a Moreno Valle como coordinador de la Comisión Política, aquella que marca la línea del partido. También designó a Genoveva Huerta como secretaria de Cultura.
Y abrió espacios en la estructura del partido a los operadores de Moreno Valle: Eukid Castañón y Marcelo García Almaguer.
Tres años después ambos personajes rompieron, Anaya y Moreno Valle, porque el primero se quedó con la candidatura presidencial y sólo dejó al segundo poner a su esposa como candidata a la gubernatura y a él le dio una posición para el Senado.
Lo cierto es que Anaya, hoy en desgracia judicial, pasó del cielo al infierno y nadie en Puebla, de los suyos, se acuerda de él.
Ni su exsecretaria de Cultura, Genoveva Huerta, vamos.
Los morenovallistas se sintieron engañados, burlados y exhibidos por ese joven inexperto a quien encumbraron, pero también sabían de lo que era capaz.
Quizá por eso aquellos personajes que lograron espacios en las negociaciones de poder del pasado, ahora le pasen la factura.
El problema es que las victorias no son para siempre, ni las derrotas eternas. Nadie en política está muerto hasta que físicamente, en efecto, deja de existir.
La vida es una rueda de la fortuna, a veces se está abajo, pero otras arriba, por eso cuando se alcanza la parte más alta jamás hay que escupir, porque en el momento en que los lugares se inviertan, alguien puede vomitar.