24-11-2024 07:56:42 AM

¡Qué lástima!, como dijo León Felipe

Secretario General del Movimiento Antorchista Nacional

 

Pues sí: ¡qué lástima que los obreros electricistas de LUZ Y FUERZA DEL CENTRO, agrupados en el Sindicato Mexicano de Electricistas, el famoso SME, reconocido y respetado por su carácter combativo, heroico en más de un momento, en la defensa de los intereses gremiales de sus miembros y aun de la clase obrera en general, hoy se hayan resignado, sin luchar, a un raquítico 4.5% de aumento en sus salarios y otro mísero 5.1% para prestaciones, cuando su petición inicial era del 30% directo al salario.

Marx demostró, con rigor matemático, que no es necesaria la famosa “ley de la oferta y la demanda”, piedra angular de la economía contemporánea, ni la milagrosa habilidad de productores y comerciantes para vender sus mercancías por encima de su valor, para explicar la ganancia del capital. Que basta con que se acepte y reconozca que, en el mercado, sólo se intercambian valores equivalentes, es decir, que, en principio, nadie entrega su producto por menos de lo que vale, ni nadie paga por lo que necesita más de su valor real. Dijo que este intercambio de equivalentes es “ley” no sólo porque es lo que ocurre todos los días ante nuestros ojos, sino también porque resulta absolutamente necesario para el buen funcionamiento de todo el sistema, ya que, en caso contrario, se produce tarde o temprano una distorsión tal en la distribución de la riqueza, que pone en riesgo el equilibrio y la estabilidad de la sociedad en su conjunto. Vender mercancías por encima de su valor real de modo sistemático y permanente, suponiendo que ello fuera posible, no es una manera de crear riqueza, sino, en el mejor de los casos, sólo una forma inequitativa de distribuir la ya existente, en perjuicio siempre de los más débiles.

En este necesario intercambio de equivalentes Marx incluía, naturalmente, la fuerza de trabajo del obrero, ya que, como también demostró de modo irrefutable, ésta no es otra cosa que una mercancía más, la única de que disponen los trabajadores para su subsistencia. El salario del obrero es, pues, el valor en dinero de la mercancía fuerza de trabajo; y para que el capital obtenga la cuota de ganancia que “legítimamente” le corresponde, no necesita despojar a su dueño de una parte de ese valor; puede y debe pagar justamente el equivalente, es decir, el verdadero precio de la mano de obra, sin que por ello deje de obtener su utilidad completa. Si un inversionista cualquiera obtiene una tasa o masa de ganancia menor a la que aspira, o menor a la que es norma en la rama de producción en que invierte en un monto dado, ello no se explica por los “salarios altos” (puesto que sólo abona, en el mejor de los casos, el equivalente a la fuerza de trabajo); se debe, evidentemente, a que no es capaz de extraer a sus obreros todo el jugo que sí extraen sus competidores a los suyos. En otras palabras, se debe a su ineficiencia, a su falta de modernización y crecimiento de sus negocios para, de ese modo, aumentar el rendimiento relativo (es decir, sin prolongar la jornada de trabajo) de sus trabajadores. Y entonces recurre al expediente fácil de violar la ley económica cuyo respeto irrestricto reclama cuando se trata de sus propias mercancías, es decir, hace a un lado la ley del intercambio de equivalentes y abona a sus obreros un salario menor al valor de su fuerza de trabajo. Por eso, salarios bajos y ganancias altas son siempre prueba irrefutable de una clase  patronal parasitaria, poco emprendedora y con una alta propensión al consumo a costa de matar de hambre a la gallina de los huevos de oro. Y es entonces cuando se oye por todos lados, como si fuera el Credo, el argumento “científico” de que “los aumentos  salariales son inflacionarios” y dañan, en primer lugar, a los propios trabajadores. Se llega al absurdo de sostener que se paga mal el trabajo en interés de los mismos que lo realizan. Y es verdad que un capital ineficiente, que no se moderniza, que no reinvierte sus utilidades, sólo puede aumentar salarios elevando el precio de sus mercancías; pero entonces, véase bien, no es el aumento del salario el que provoca la inflación, sino el carácter parasitario y poco emprendedor del capital.

En México existen numerosos métodos para determinar, con mucha aproximación, el valor real de la fuerza de trabajo. El más conocido es el llamado de la “canasta básica”. La “canasta básica”, como todos saben, no es más que el conjunto de mercancías, servicios y necesidades indispensables para que viva una familia obrera. Ningún lujo, ningún desperdicio, sólo lo estrictamente necesario para vivir como seres humanos. Pues bien, esa “canasta básica” vale en nuestros días un promedio de doscientos cincuenta pesos diarios,  y ese debería ser, por tanto, el salario mínimo del obrero. Pero la realidad es que los obreros mejor pagados, que son una ínfima minoría, ganan entre tres y cuatro “salarios mínimos”, es decir, de 150 o 200 pesos diarios. Por tanto, los  “privilegiados”, nuestra “aristocracia obrera”, está 50 pesos por debajo de la canasta básica. Y ¿qué pasa con los que ganan menos? ¿Y con los trabajadores eventuales? ¿Y con los desempleados, autoempleados y mendigos disfrazados de boleros, vendedores de baratijas en los cruceros, limpia parabrisas y demás marginados sociales?

Debo ser sincero y confesar que no conozco datos duros sobre la situación salarial en el SME. Pero si tomamos en cuenta lo que ocurre en todo el país y su propio reclamo original del 30% de aumento, no es un abuso suponer que no están precisamente en el paraíso y que, por lo menos la mayoría de ellos, están por debajo del valor de la canasta básica. Y entonces ¿por qué no lucharon por su demanda original? ¿Los convencieron de que “no hay dinero” y de que sería antipatriótico paralizar una empresa “que es de todos”? ¿Los líderes se vieron en el espejo de Napoleón Gómez Urrutia y prefirieron no correr el riesgo? No lo sé. Pero lo que sí es evidente es que exigir aumentos de salarios, reclamar con números en la mano que en México se respete la propia ley capitalista del intercambio de equivalentes, es algo absolutamente justo y necesario si queremos por lo menos aminorar la tremenda injusticia social que nos ahoga. Pero es, además, una tarea patriótica, porque eso sí obligaría al capital mexicano a desarrollarse, a modernizarse y a ponerse a la altura de los mejores del mundo; esa sí sería una medida enérgica y de rápidos resultados para hacer de México el país competitivo y “ganador” que promete el Presidente Calderón. Por eso, ¡qué lástima que los obreros electricistas dejaran ir una buena oportunidad para darnos a todos una lección de valor y patriotismo que mucha falta nos hace!

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