Por Alejandro Mondragón
“El estilo es el hombre mismo”, decía Georges Louis Lecrerc, conde de Buffon.
Y eso es lo que define a los gobernantes. Quizá por lo mismo, la clase política poblana sigue sin encontrarle la cuadratura a la forma de ejercicio del poder de Luis Miguel Barbosa.
Deberían leer, una y otra vez, su discurso de toma de posesión donde dejó en claro lo que se planteaba en su administración. A nadie engañó, menos ocultó que iba a meter a la cárcel a los beneficiarios del morenovallismo.
Estableció que las fiscalías contarían con dientes para desmantelar el modelo de negocio que favoreció a toda una estructura que ahora incurre al denuesto personal y el ataque sistemático, porque cerró la llave del dinero.
El punto de inflexión para hallarle la cuadratura al círculo radica en algo que en política vale oro: la aspiración.
Barbosa no aspira a ser presidenciable, a regresar al senado u otra posición de poder, como ocurrió con sus antecesores.
Guillermo Jiménez Morales apenas acabó su sexenio y se fue de diputado federal y luego secretario de Pesca hasta llegar como embajador en el Vaticano. Mariano Piña Olaya se fue a la Comisión de Luz y Fuerza; Manuel Bartlett se convirtió en senador, tras su derrota en la interna del PRI para Presidente frente a Francisco Labastida Ochoa; Mario Marín, quiso ser el Benito Juárez contemporáneo; Rafael Moreno Valle volvió a la Cámara Alta; y Antonio Gali busca el Senado.
Luis Miguel Barbosa no aspira, por ende, respira, no suspira.
Eso lo pone en un escenario de no buscar quedar bien con nadie y seguir en su ruta de limpiar la corrupción.
Sus adversarios, a diferencia de él, sí suspiran a otra posición. Y eso los hace creer fuertes, cuando en realidad exhiben debilidad. Están vulnerables.
Y ante la pérdida gradual de sus intereses y posiciones de negocio o poder, los opositores recurren a desearle la muerte e infectarlo desde coronavirus hasta miel con limón.