Dirigente del Movimiento Antorchista Nacional
Yo soy un partidario irreductible del derecho irrestricto de las masas populares de echarse a las calles (aunque en actitud pacífica y con pleno respeto a la propiedad privada y, hasta donde se pueda, de los derechos de terceros) para protestar por la terrible desigualdad social en que viven; para denunciar la soberbia, la prepotencia y la sordera de los funcionarios de todo pelaje; y para exigir soluciones concretas y positivas a sus reclamos. Siempre he creído que no hay gobierno ni gobernante, en ninguna parte del mundo, que esté sincera y permanentemente dispuesto a atender a los más desamparados con sólo que éstos presenten sus demandas debidamente argumentadas, en la ventanilla correcta y acompañadas de los requisitos que exige la “normatividad”. Y menos en este México nuestro en el que, por las razones que sean, el poder ensoberbece y enloquece a quien lo conquista hasta el grado de que lo considera y maneja como su patrimonio personal. Aquí, más que en cualquier otra parte, resulta acertada la sentencia de Schiller: La razón, para triunfar sobre la fuerza, necesita convertirse ella misma en una fuerza.
Resulta lógico, por otra parte, que entre aquellos contra quienes va dirigido el filo de la lucha popular, ésta sea vista y calificada de un modo radicalmente distinto, diametralmente opuesto. Ellos la ven no sólo como algo ilegítimo y perturbador, por sí misma, de la tranquilidad pública y del pacífico discurrir cotidiano de la sociedad, sino como una verdadera amenaza por ser una insubordinación abierta (aunque todavía “pacífica” y de “baja intensidad”) en contra de los poderes públicos por ellos representados y en ellos encarnados. La protesta popular, piensan, es ya, “in nuce”, la revolución popular, el huevo de la serpiente del que, tarde o temprano, si no se le sofoca a tiempo y con toda energía, brotará la “rebelión de las masas” contra todo el sistema. Y en esto, como he intentado demostrar en otras ocasiones, no hay diferencia entre los diversos partidos, sea cual sea la “ideología” que ostenten: todos cierran filas ante el “enemigo común”, ante el dragón de mil cabezas que amenaza la armonía que reina entre ellos como cogobernadores de la nación.
Hoy vuelvo al tema acuciado por lo que acurre a mis compañeros en dos estados del país, Hidalgo y San Luís Potosí, el primero gobernado por el PRI y el segundo por el PAN. En ambos casos, la gente humilde organizada en Antorcha tiene años (¡sí, años enteros!) bregando porque las instancias de gobierno atiendan necesidades tan básicas e irrenunciables como vivienda, agua potable, drenaje, aulas, electricidad, banquetas y pavimentación de calles sucias y polvorientas a más no poder. Y en ambos casos, también, la respuesta ha sido la misma: primero, maniobras dilatorias; luego firma de una “minuta” rasurada al máximo; y, después, simple y llano incumplimiento de las miserias acordadas y respaldadas con la firma de los funcionarios. Por tanto, la respuesta de los antorchistas ha tenido que ser la misma: echarse a la calle a denunciar el fraude y el engaño y a exigir solución a su pobreza y, finalmente, orillados por la sordera oficial, han tenido que instalarse en plantón indefinido ante las lujosas oficinas de sus verdugos. Ya dije la semana pasada que el gobernador de Hidalgo, Miguel Ángel Osorio Chong, impidió, a fuerza de garrotazos y de intimidación con armas de grueso calibre, que la gente se manifestara el día primero de abril, fecha de su cuarto informe de gobierno. Hoy, estoy en condiciones de detallar actos de brutalidad increíbles, como impedir que la gente bajara de los autobuses para necesidades fisiológicas inevitables, pero lo dejo para otro día. Me urge señalar, en cambio, que Jorge Lozano Armengol, presidente municipal panista de la ciudad de San Luís Potosí, ha aplicado la misma medicina a quienes le reclaman el cumplimiento de sus compromisos: golpes, desalojo violento con quema, destrucción y secuestro de sus pobres enseres; amenazas abiertas, como en Hidalgo, de cárcel para los líderes.
Pero lo más ilustrativo es la total coincidencia de argumentos para legitimar esa conducta. Además de los consabidos aspavientos por el “caos vehicular” y la conmovedora defensa de los automovilistas “afectados”; además de las protestas “de la ciudadanía” por el “secuestro” de sus espacios públicos y la “mala imagen urbana” que dan los pobres con su plantón, el gobernador Osorio Chong y el panista Lozano Armengol coinciden en acusar a los inconformes de “chantajistas” y en afirmar que “no cederán a los “caprichos” de nadie. Coinciden, pues, en calificar como “caprichos” las carencias de sus gobernados. ¿Cómo “demuestran” el chantaje? El gobierno de Hidalgo esgrime la fecha (el cuarto informe) elegida por los antorchistas para protestar; Lozano Armengol, que son “tiempos electorales” y que los antorchistas obedecen a “intereses oscuros” de algún político en campaña. ¿Y cómo demuestran el “capricho”? Poniendo de relieve la firmeza de los demandantes y su decisión de no renunciar a sus peticiones.
Así pues, según los “genios” de la guerra mediática, quien escoge con cálculo y premeditación el lugar, las condiciones, la fecha y hasta la hora para librar su lucha con probabilidades de éxito comete, sin más, “un chantaje”. Por tanto, Alejandro Magno, Julio Cesar y Napoleón, que ganaron sus batallas decisivas gracias a este cálculo, no serían otra cosa que simples y vulgares “chantajistas”. Tal idea genial descubre un cráneo despojado de su materia gris y reducido a su mínimo tamaño, aunque nunca haya caído en manos de alguna tribu de jíbaros. Y el llamar “capricho” a la pobreza deja ver una doble auto confesión involuntaria: primera, que quien acusa intuye que su propia conducta no es más que un “capricho”, el capricho del poderoso frente al débil; y, segunda, un profundo desprecio por los desamparados y sus carencias ancestrales. Dicen los que saben que un síntoma infalible de la decadencia histórica de una clase dominante es el empobrecimiento total de su lógica y de su capacidad de ver las cosas tal como son. Una clase decadente no puede ser científica porque todo lo ve a través de la lupa de su egoísmo exacerbado. ¿Será ese el caso de México?