Hace unas cuantas semanas las manifestaciones masivas en Brasil tomaron de sorpresa a la opinión pública internacional. Las interrogantes de los analistas han girado en torno a preguntarse: ¿Cómo es posible que haya una revuelta social en uno de los países con mayor crecimiento económico de los últimos años?
Es ilustrativo resaltar que Brasil en la última década creció a un ritmo de 4.1% en su PIB, pagó su deuda al FMI, disminuyó en 50% el desempleo, la clase media alcanzó el 51% del total de la población y la balanza comercial entre importaciones y exportaciones le fue ampliamente favorable.
Tan próspero ha llegado a ser el desarrollo de Brasil que tal vez, por primera ocasión en la historia de cualquier país, será en menos de tres años anfitrión de la Copa Confederaciones 2013, de la Copa Mundial de Futbol 2014 y de los Juegos Olímpicos de Río de Janeiro 2016.
Por si fuera poco del 22 al 28 de julio el papa Francisco visitará Brasil con motivo de la Jornada Mundial de la Juventud Católica.
Los grandes eventos organizados en Brasil se han justificado por las autoridades como una vía para propiciar el liderazgo global y atraer turismo al país.
Sin embargo, las voces críticas afirman que dichos eventos se han realizado sin consultar al pueblo y sin basarse en una planeación prospectiva responsable que atienda primero a las necesidades reales de la población y después a los acontecimientos que buscan los políticos para posicionarse mediáticamente, por supuesto, priorizando sus intereses personalísimos.
Los sectores críticos en Brasil tienen elementos suficientes para poner en tela de juicio los compromisos asumidos por sus gobiernos, pongamos un ejemplo:
Como lo afirma The Economist, citado por el diario ABC de España, la organización de unos Juegos Olímpicos se ha convertido en un “regalo envenenado” porque el gigantismo olímpico a final de cuentas lleva a propiciar hoyos financieros, consistentes en rebasar hasta 800% la inversión en infraestructura inicialmente planeada y adquirir deuda hasta por 30 años.
El caso más patético de las repercusiones negativas en la economía a causa de unos Juegos Olímpicos es Grecia, porque para mínimamente equiparse, adquirió deuda que ha sumido a aquella nación en una grave crisis social y económica que ha requerido el rescate financiero con altísimos costos humanos.
Si vamos al caso del balompié el panorama también es sombrío, porque en el Campeonato Mundial de Futbol de Sudáfrica se gastaron alrededor de seis mil millones de dólares, en cambio Brasil ya gastó trece mil millones de dólares y aún falta muchísimo por invertir a un año de que inicie la próxima gesta deportiva.
Las voces analíticas brasileñas sostienen que los beneficios por ingresos turísticos para el país carioca son mínimos comparados con el dinero público que se destinará a sucesos de carácter privado; eventos organizados por los grandes corporativos transnacionales que a su vez representan a individuos sin rostro ni nacionalidad.
En México tenemos una triste experiencia de los altos costos sociales ocasionados por gastar dinero público en eventos internacionales, recuérdese que la tenencia vehicular fue un impuesto justificado en su momento con motivo de los Juegos Olímpicos de México 68, pero que duró más de treinta años. Ya ni mencionar fatuos festejos como el centenario y bicentenario de la Revolución e Independencia que costaron 230 millones de dólares y cuyo detalle conocerán los mexicanos hasta el año 2022.
Los gobiernos del mundo deben recapacitar y aprender del descontento en Brasil porque están acabando con la paciencia de sus pueblos.
El actuar gubernamental de izquierda o derecha se ha convertido en buen combustible para la revuelta popular.