11-09-2025 02:15:17 AM

De Monreal a Cuautlancingo: la ruta de la impunidad

Por Yasmín Flores

A usted que me escucha y me lee, déjeme contarle lo siguiente: en México, el nepotismo no es un error aislado ni una anomalía del sistema; es la costumbre disfrazada de política.

Los apellidos pesan más que la preparación, los lazos familiares se convierten en carta de recomendación y el poder se transmite como herencia.

Esta semana, la polémica volvió a encenderse con los Monreal en Zacatecas, donde los tres hermanos se disputan la posibilidad de seguir gobernando ese estado como si fuera patrimonio personal.

El famoso “candado antinepotismo”, aprobado en la Constitución y que pospone hasta 2030 la imposibilidad de postular familiares, exhibió en público lo que ya era evidente: Morena también se enreda en la madeja de las familias políticas.

En un evento con la propia presidenta, los Monreal apenas se saludaron.

Saúl insiste en ser candidato, David defiende su territorio y Ricardo juega a la negociación desde el Senado.

La dinastía pretende perpetuarse.

Los Monreal una  dinastía, fracturas y el candado incómodo.

El apellido Monreal es sinónimo de poder en Zacatecas desde hace tres décadas. La historia comienza con Ricardo Monreal Ávila, que saltó del PRI a la izquierda, ganó la gubernatura en 1998 y se convirtió en un referente de Morena y del obradorismo temprano.

Pero lo que pudo ser un capítulo aislado en la política regional se transformó en un legado familiar: detrás de él llegaron sus hermanos, su hijo y toda una estructura que convirtió a Zacatecas en territorio de la familia.

Hoy el clan se encuentra fracturado.

Por un lado, David Monreal, actual gobernador, intenta blindar su sexenio y proteger a los suyos.

Por otro, Saúl Monreal, alcalde de Fresnillo en dos ocasiones, levanta la mano con insistencia para sucederlo.

David, desde la gubernatura, ha cerrado espacios a su hermano y lo acusa de querer heredar el poder como si la silla estatal fuera propiedad de familia.

Saúl, por su parte, responde con acusaciones directas: culpa al gobierno de su hermano de la violencia desbordada en Fresnillo —considerado el municipio más inseguro del país— y lo señala por corrupción en el manejo de recursos estatales.

El choque se ha vuelto tan evidente que, en actos públicos, se ignoran deliberadamente.

Lo mismo ocurrió en recientes encuentros con Claudia Sheinbaum: los hermanos apenas se cruzaron miradas, pero nunca palabras. El pleito familiar salió del comedor de casa para exhibirse en la plaza pública.

Ricardo Monreal, el mayor de los tres y figura nacional en el Senado, juega un papel ambiguo.

Ha tratado de mediar, pero también ha sabido usar el pleito como moneda de negociación en la política nacional.

En privado, Ricardo admite que la reforma antinepotismo les cerró el camino a todos: a Saúl en Zacatecas, a David para intentar prolongar su influencia y hasta a él mismo para volver a pelear la gubernatura.

Pero en público, se muestra como un actor indispensable, siempre con la llave para destrabar o encender el conflicto.

Y mientras tanto, Ricardo juega en la Ciudad de México, desde el Senado, con aspiraciones que van y vienen, pero siempre con un pie en Zacatecas

El pleito de los Monreal no es menor: no sólo fractura a Morena en Zacatecas, también abre un boquete en el discurso de la 4T contra el nepotismo.

¿Cómo predicar ética cuando tres hermanos convierten un estado en botín familiar?

Pero Zacatecas no es la excepción.

En Puebla, también hay “primos incómodos”:

Alejandro Armenta, hoy gobernador, y Nacho Mier, líder político con aspiraciones.

La sangre los une en octavo grado, pero la ambición los confronta en público.

Uno presume legalidad, el otro reivindica derechos políticos.

Y mientras tanto, la ciudadanía observa cómo los discursos contra el nepotismo se convierten en armas facciosas más que en compromisos éticos.

A esta galería de apellidos se suma otro caso: los Rivera Vivanco.

Despúes de su paso por la alcaldía de Puebla, Claudia Rivera colocó a su hermana como regidora  en el actual gobierno y abrió espacios políticos a otros miembros de su familia.

Hoy, algunos de sus hermanos han encontrado acomodo en la administración estatal de Armenta.

El apellido se mantiene vigente, protegido y beneficiado, como si gobernar Puebla fuese asunto de clanes y no de ciudadanía.

El nepotismo, lejos de erradicarse, se institucionaliza.

Ya no importa el partido: Monreal en Zacatecas, Mier y Armenta en Puebla, Rivera Vivanco en la capital.

Lo que cambia es el color de las siglas, pero no la vieja práctica de que el poder se reparte entre parientes, cónyuges, amantes  y hermanos.

Y entonces la pregunta es inevitable:

¿cómo exigir transparencia y democracia cuando el poder sigue pasando de mano en mano como si fuera una herencia familiar?

El nepotismo de los Monreal demuestra que en la política mexicana la sangre pesa más que los principios, y que los pleitos familiares terminan marcando el rumbo de los estados.

Pero mientras en Zacatecas se disputan el apellido como si fuera moneda de poder, en otros rincones del país los apellidos militares y navales aparecen ligados a algo aún más grave: el saqueo de la Nación a través del huachicol fiscal.

Y ahí entra la Marina bajo sospecha con el tema del huachicol fiscal y un asesinato anunciado

Si el nepotismo es la herencia maldita de la política civil, el huachicol es la mancha que corroe a las instituciones militares.

Esta semana, el país se estremeció con la noticia de la detención del vicealmirante Manuel Roberto Farías Laguna, un alto mando de la Marina, acusado de estar implicado en una red de contrabando de combustible.

No se trata de un caso menor: hablamos del aseguramiento de 10 millones de litros de diésel importados ilegalmente desde Texas en el buque Challenge Procyon, una operación millonaria que dejó al descubierto cómo el huachicol dejó de ser sólo un asunto de ductos perforados y se transformó en un negocio sofisticado que utiliza puertos, aduanas y complicidades de uniforme.

Pero el vicealmirante no está solo en esta historia.

Días antes, cayó también Francisco Javier Antonio Martínez, exdirector de Administración y Finanzas de ASIPONA Tampico, pieza clave en la logística de esa importación ilegal.

Entre ambos casos se revela algo más inquietante: no son hechos aislados, sino engranes de una maquinaria más amplia, una red que mezcla mandos navales, funcionarios civiles y operadores portuarios.

El hilo se vuelve más oscuro al recordar el nombre del contralmirante Fernando Rubén Guerrero Alcántar.

Fue él quien, en junio de 2024, envió una carta denunciando directamente a Farías Laguna y a otros mandos navales por encabezar una estructura criminal dentro de la Marina.

Meses después, en noviembre, apareció asesinado en Manzanillo.

Su muerte ya no se puede leer como un crimen aislado: fue la confirmación de que sus denuncias tenían nombre y apellido, y que atreverse a romper el silencio le costó la vida.

La lista de implicados es larga: contralmirantes, capitanes de navío, enlaces en aduanas y funcionarios portuarios.

Todos con un papel en el engranaje de un negocio que drenaba recursos, manipulaba designaciones y operaba con total impunidad bajo el blindaje de las instituciones que, se supone, deberían proteger al país.

La narrativa oficial insiste en que son “manzanas podridas”, casos individuales.

Pero la verdad es otra: lo que tenemos enfrente es una red estructural, con jerarquías, complicidades y asesinatos.

Una mafia incrustada en la Marina, esa institución que durante años se presentó como incorruptible, hoy aparece salpicada por la sospecha y el descrédito.

La imagen duele: un contralmirante ejecutado por denunciar, un vicealmirante detenido por robarle combustible a la Nación, y un país que descubre que hasta el uniforme más respetado puede mancharse de petróleo y sangre.

Porque mientras en Zacatecas las familias se disputan el poder con apellidos de caudillos, en los puertos del Golfo los apellidos navales se pronuncian en voz baja, como claves de un negocio criminal que enloda a las Fuerzas Armadas.

De la corrupción en los puertos pasamos al pantano político de Tabasco.

Si en la Marina vimos cómo los apellidos navales se mancharon de petróleo y sangre, en el sureste el apellido que se ensucia es el de un viejo aliado de López Obrador: Adán Augusto López.

Porque mientras un vicealmirante era detenido por huachicol fiscal y un contralmirante era asesinado por denunciar la red, en Tabasco un jefe de seguridad convertido en prófugo exhibe la podredumbre de los pactos políticos.

Y justo cuando el país debió concentrarse en ese escándalo, los reflectores se movieron a otra parte, hacia un personaje que sirvió de distractor: Gerardo Fernández Noroña, reducido de tribuno a caricatura.

No es casualidad.

En política no existen las coincidencias: cuando estallaron las revelaciones sobre Hernán Bermúdez Requena, exsecretario de Seguridad y mano derecha de Adán Augusto López, aparecieron de inmediato las notas sobre Noroña: su casa en Tepoztlán exhibida como símbolo de enriquecimiento, su pleito con Alito Moreno, su confrontación con una estudiante y hasta sus declaraciones íntimas que fueron usadas para ridiculizarlo.

Todo servido en bandeja para distraer al público.

El contraste es brutal: mientras uno enfrenta acusaciones de colaborar con el CJNG, está prófugo con ficha roja de Interpol y exhibe la vulnerabilidad de un senador de la República, el otro se convirtió en el payaso involuntario del escenario político.

Noroña funcionó como cortina de humo, un distractor que permitió bajar la presión sobre Adán Augusto y el costo que le significa cargar con Bermúdez Requena.

Y sin embargo, la estrategia tiene un límite.

Porque detrás de las burlas hacia Noroña permanece una verdad incómoda: un jefe de seguridad estatal, ligado a un senador influyente, está prófugo y nadie sabe si está escondido, muerto o protegido.

La distracción puede entretener al público unos días, pero no borra el hecho de que el caso Bermúdez golpea de lleno a la credibilidad de un proyecto político.

La pregunta que queda en el aire es si Noroña fue víctima de su propio exceso o instrumento de un cálculo mayor.

Lo cierto es que, mientras lo exhibían como bufón, el escándalo de Adán y su policía fugado se diluía en la agenda mediática.

Y ese, querido lector, es el mecanismo perfecto del poder: dar espectáculo para ocultar el crimen.

Al final, todo esto revela un patrón: el poder político se protege a sí mismo, ya sea disfrazando el nepotismo como herencia legítima, tapando la corrupción militar con discursos patrióticos o utilizando distractores mediáticos para cubrir a sus aliados caídos en desgracia.

Pero si en Zacatecas y Tabasco los apellidos pesan como losas, en Puebla la historia no es distinta: la inseguridad se ha convertido en el rostro cotidiano de la complicidad.

Desde la capital hasta Cuautlancingo, el robo de vehículos, el negocio de autopartes y la presencia de células colombianas nos recuerdan que, más allá de las élites, es la ciudadanía la que paga el precio del desorden y la impunidad.

A usted que me escucha y me lee dejeme decirle que en temas de seguridad, yo tengo otros datos, como diria Andres Manuel. En  Puebla y Cuautlancingo la inseguridad se ha vuelto algo normal.

En Puebla la violencia no es estadística, es rutina.

Y en Cuautlancingo, municipio gobernado por Omar Muñoz Alfaro, la inseguridad se convirtió en el pan de cada día.

Muñoz llegó al cargo en octubre de 2024 prometiendo resultados inmediatos; casi un año después, lo que tenemos es un municipio tomado por el robo de vehículos, el desmantelamiento de autopartes y la operación de células extranjeras que encontraron terreno fértil.

Los datos son contundentes: Puebla ocupa el segundo lugar nacional en robo de autos y Cuautlancingo es uno de sus epicentros.

Los operativos de la SSP presumen la recuperación de unidades, pero la percepción ciudadana cuenta otra historia: fraccionamientos enteros asediados por bandas, vecinos que amanecen sin llantas, sin espejos, sin camioneta.

A esto se suma la presencia de células colombianas, detenidas en operativos recientes, dedicadas tanto al “gota a gota” como a robos de precisión.

Cuautlancingo, que debería ser un municipio pujante del área metropolitana, se ha convertido en un laboratorio del crimen trasnacional.

El alcalde, sin embargo, responde con discursos huecos.

Mientras los colonos organizan rondines vecinales y llenan redes sociales con denuncias, Muñoz Alfaro presume reuniones de seguridad y acuerdos de escritorio.

La brecha entre discurso y realidad es abismal: la gente siente miedo, y ese miedo no se resuelve con boletines.

Esa es la Puebla real, la que no aparece en los informes de gobierno pero que se palpa en cada calle.

Porque la inseguridad no se mide en conferencias, sino en pérdidas, en miedo, en la certeza de que nadie está a salvo ni en su propia casa.

Y mientras el presidente municipal se acomoda en la silla, sus gobernados aprenden a vivir entre el coraje y la resignación.

Pero lo peor llega cuando la víctima decide denunciar.

En la Fiscalía General del Estado el calvario es doble: largas horas de espera, trámites interminables, funcionarios apáticos que tratan al ciudadano como sospechoso y no como víctima.

Se acumulan los oficios, se llenan formatos inútiles, se repiten preguntas que desgastan.

Y al final, lo que queda es la certeza de que no pasará nada: ni el delincuente será detenido, ni el patrimonio recuperado.

El aparato judicial se convierte en una segunda agresión, burocrática e institucional, que se suma al daño inicial del crimen.

Y aquí, lector, no hablamos de cifras abstractas.

Tenemos el caso concreto de una víctima que nos narrará cómo, en menos de quince días, primero le robaron las cuatro llantas del  vehículo  de su sobrino y después, con total impunidad, le robaron la camioneta completa.

Por eso, desde aquí el llamado es directo: a la fiscal del Estado, pero también de enderezar a los ministerios públicos, que con su burocracia y apatía revictimizan a la gente.  Al gobernador Alejandro Armenta, y de manera especial al presidente municipal de Cuautlancingo, Omar Muñoz Alfaro.

El municipio que encabeza vive una crisis de seguridad que no se resuelve con fotos ni boletines; sus ciudadanos merecen hechos, no excusas.

Es su deber asumir la responsabilidad, dar resultados claros y enfrentar el problema de frente, no seguirlo evadiendo.

La ciudadanía ya no aguanta más simulaciones: quiere seguridad, justicia y un Estado que cumpla su deber más básico, proteger a su gente.

Escuchela usted por favor:

 

De Zacatecas a Puebla, de los puertos del Golfo a las calles de Cuautlancingo, el retrato es el mismo: los apellidos pesan más que la ley, las instituciones se doblan y la impunidad se convierte en regla.

Los Monreal se disputan una gubernatura como si fuera herencia familiar; los Rivera Vivanco, Mier y Armenta reproducen en Puebla el mismo vicio disfrazado de política.

En paralelo, la Marina —que se presumía incorruptible— exhibe vicealmirantes y funcionarios portuarios detenidos por huachicol, mientras un contralmirante que se atrevió a denunciar terminó asesinado.

En Tabasco, el caso de Hernán Bermúdez Requena demuestra que la corrupción policial no es un rumor, sino una herida abierta que arrastra de lleno a Adán Augusto López.

Y como cortina de humo, el país se entretuvo con los deslices de Noroña, convertido en bufón para distraer de lo verdaderamente grave: un jefe de seguridad estatal prófugo con ficha roja de Interpol.

Y cuando miramos hacia Puebla, la escena se repite: robo de autos, colonias sitiadas por delincuentes, colombianos operando el gota a gota, alcaldes incapaces de asumir su responsabilidad y ministerios públicos que maltratan a las víctimas hasta hacerlas desistir.

Todo esto frente a una ciudadanía que cada día siente más miedo y menos confianza.

Lo que une a estos casos es la normalización de la impunidad.

En la política, en las Fuerzas Armadas, en las policías y en las fiscalías, las reglas parecen estar escritas para proteger a los poderosos y desgastar a los ciudadanos.

Por eso la conclusión es amarga pero necesaria: mientras los apellidos sigan pesando más que los principios, mientras los corruptos encuentren refugio en el uniforme o en el fuero, y mientras los gobiernos locales se conformen con discursos vacíos, este país seguirá girando en el círculo vicioso de la impunidad.

Lo que hoy ocurre en Zacatecas, Tabasco y Puebla no son historias aisladas, son capítulos del mismo libro: el de un Estado que le falla a su gente, una y otra vez.

Por eso,  termino nuevamente haciendo un llamado con nombre y apellido: Omar Muñoz Alfaro, deje de administrar la crisis y empiece a gobernar.

Los ciudadanos de Cuautlancingo no merecen vivir entre el miedo y la resignación, merecen un presidente municipal que proteja a su gente, no un funcionario que se esconda detrás del discurso.

 

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