04-09-2025 06:42:41 AM

El día que Alito Moreno despertó a la oposición

Por Yasmín Flores Hernández

 

A usted que me escucha y me lee, déjeme relatarle lo siguiente: vivimos en un país que no deja de sorprendernos.

 

Apenas esta semana, mientras la historia parecía escribirse en el papel con la primera Suprema Corte elegida por voto popular, también se cerraba un ciclo con la despedida de Norma Piña, última voz de resistencia judicial frente al poder presidencial.

 

Y en paralelo, en el Congreso, lo que debió ser debate se convirtió en un espectáculo que rozó la comedia:

 

Alejandro “Alito” Moreno enfrentándose a Gerardo Fernández Noroña, el eterno gritón de la política mexicana, que de victimario pasó a víctima en cuestión de minutos.

 

No son hechos aislados.

 

Son piezas de un mismo rompecabezas: una justicia en riesgo de politización, un sistema institucional que pierde contrapesos, y una oposición que, entre golpes y paradojas, parece despertar de un letargo que amenaza con volverla irrelevante.

 

Comencemos por lo que, en teoría, debería marcar un antes y un después en la vida pública del país: la llegada de la primera Corte ciudadana.

 

Un tribunal electo en urnas, celebrado como triunfo democrático, pero que al mismo tiempo despierta más dudas que certezas.

 

Porque si bien los ministros ya no llegan por designación presidencial, su arribo al cargo estuvo marcado por las mismas lógicas de poder que deberían vigilar.

 

Y ahí, justamente ahí, está el riesgo de fondo.

 

La democracia mexicana amaneció esta semana con una novedad inédita: la primera Suprema Corte de Justicia integrada por ministros elegidos en las urnas.

 

Un experimento que el gobierno en turno presentó como el triunfo de la voluntad ciudadana sobre el elitismo judicial. En discursos oficiales se habló de “historia” y de “un pueblo que decide a sus jueces”, como si el mero hecho de votar garantizara independencia.

 

La realidad es mucho más compleja. El 1 de junio pasado, apenas un 13 % del electorado acudió a las urnas para elegir a quienes hoy ocupan el máximo tribunal.

 

Una cifra raquítica para lo que debía ser un “hito democrático”. La baja participación no es un simple detalle: refleja que la ciudadanía no confía en un proceso que desde su origen estuvo marcado por las estructuras partidistas y la propaganda disfrazada de campaña judicial.

 

Los perfiles electos tampoco son ajenos al sistema político.

 

Varios llegaron impulsados por partidos, con financiamiento opaco y promesas de “transformar la justicia” bajo el lenguaje oficialista.

 

¿Cómo creer que estos ministros ejercerán como árbitros imparciales cuando su llegada estuvo marcada por la lógica del poder que debían vigilar?

La nueva Corte hereda además una carga monumental: más de ocho mil expedientes pendientes de resolución.

 

Entre ellos, casos que definen el rumbo del país: la constitucionalidad de la prisión preventiva oficiosa criticada incluso por organismos internacionales, el futuro de la militarización de la seguridad pública, la validez de las reformas energéticas y mineras, así como la ampliación o restricción de derechos reproductivos y de género.

 

Es decir, esta Corte arranca con un peso histórico en la espalda y con una ciudadanía expectante.

 

Pero el verdadero dilema no es técnico, sino político:

 

¿Podrán sus ministros actuar como jueces del pueblo o se comportarán como operadores del oficialismo con credencial electoral?

 

Los riesgos no son menores. Como bien han advertido juristas y observadores internacionales, el voto no garantiza independencia.

 

Al contrario, puede convertir a los jueces en rehenes de la opinión pública, vulnerables al chantaje mediático y sujetos a la disciplina partidista que los llevó hasta ahí.

 

En palabras sencillas: la “Corte ciudadana” puede terminar siendo la Corte más política de la historia.

 

Y mientras los reflectores se centran en la legitimidad de los nuevos ministros, pocos hablan de un problema mayor: el diseño mismo del sistema.

 

Porque si los jueces ahora deben competir en elecciones, ¿quién financiará sus campañas?, ¿qué intereses se ocultan detrás de esos apoyos?, ¿qué pasa cuando un magistrado debe decidir sobre un asunto que involucra al grupo político que lo patrocinó?

 

La justicia no se mide en votos, sino en independencia. Y ese será el gran desafío de esta nueva etapa: demostrar que el tribunal más vigilado del país es también un tribunal capaz de resistir el poder.

 

Así arranca la llamada Corte ciudadana, con ministros que llegaron por la vía del voto pero que todavía cargan con la sospecha de su verdadera independencia. Un tribunal que inicia con promesas de democratización, pero también con la pesada carga de demostrar que no será un apéndice del poder.

 

Y mientras esta nueva Corte se estrena bajo la mirada expectante de la nación, otra escena nos recuerda que todo inicio implica también un final. Porque al mismo tiempo que se inaugura esta etapa, Norma Piña, la ministra que se convirtió en símbolo de resistencia judicial, se despide de su cargo.

 

Su salida no es un mero relevo institucional: es el cierre de una era donde, pese a presiones y ataques, todavía había margen para decirle “no” al Ejecutivo desde el máximo tribunal.

 

Mientras los reflectores se dirigían a los nuevos ministros electos, otra escena cerraba un capítulo importante en la historia judicial de México: la despedida de Norma Piña Hernández.

 

Su salida no es sólo un relevo administrativo; es el fin de una era que, con todos sus claroscuros, representó la última trinchera de independencia frente al Ejecutivo.

 

Norma Piña, primera mujer en presidir la Suprema Corte, se convirtió en un personaje incómodo para Palacio Nacional.

 

Durante su gestión, enfrentó recortes presupuestales orquestados desde el Congreso, campañas de desprestigio en medios oficialistas y presiones políticas que buscaban doblegarla.

 

Pese a ello, Piña mantuvo la narrativa de que el Poder Judicial debía actuar como contrapeso, no como simple acompañante del proyecto presidencial.

 

Su último pleno fue un reflejo de la soledad en la que ejerció.

 

La asistencia fue reducida, los discursos protocolarios, y las divisiones internas entre ministros quedaron a la vista. Aun así, su figura quedará registrada como la última que, desde la presidencia de la Corte, se atrevió a marcar distancia con el poder.

 

La reacción de Claudia Sheinbaum fue reveladora: calificó la salida de Piña como el inicio de una “nueva era” judicial.

 

En el discurso presidencial, la independencia fue reemplazada por la narrativa de cercanía con el pueblo y alineamiento con la transformación política.

 

En otras palabras: se celebra que una Corte incómoda se transforme en una Corte dócil.

 

Lo que se pierde con la salida de Piña es más simbólico que personal: se apaga la posibilidad de disidencia institucional.

Con ella, desaparece el último dique que representaba un contrapeso real en el máximo tribunal.

 

Su ausencia deja a la nueva Corte electa ya bajo sospecha de politización como la única esperanza de equilibrio.

 

Y esa esperanza, lo sabemos, pende de un hilo.

 

La renuncia de Piña, vista desde la perspectiva histórica, equivale al final de un ciclo.

 

La Corte que alguna vez tuvo ministros con margen de autonomía hoy se reinventa como un órgano bajo escrutinio, sí, pero también bajo sospecha.

 

Y la gran pregunta es:

 

¿Será este el inicio de la democratización de la justicia o el acta de defunción de su independencia?

 

Así cerró su ciclo Norma Piña, dejando tras de sí la imagen de una Corte que alguna vez se atrevió a confrontar al poder y que hoy se reinventa bajo un modelo más político que jurídico.

 

Su salida marca el fin de una etapa de resistencia, y abre un vacío que nadie sabe aún cómo se llenará.

 

Pero mientras en el máximo tribunal se apagaba esa última chispa de autonomía, en el Congreso de la Unión la política decidió mostrarse en su versión más grotesca.

 

Lo que debió ser debate se transformó en un espectáculo de empujones y manotazos.

 

Y ahí, en medio del zafarrancho, apareció un protagonista inesperado: Alejandro “Alito” Moreno, convertido en “héroe circunstancial” por enfrentar a quien durante años ha hecho del insulto y la provocación su sello personal, Gerardo Fernández Noroña.

 

El Senado, ese recinto que debería ser espacio de debate serio y de construcción de consensos, se convirtió esta semana en un ring político.

 

Lo que comenzó como un intercambio de gritos terminó en empujones y manotazos.

Y en el centro de la escena, dos protagonistas que parecen sacados de una caricatura de la política mexicana: Alejandro “Alito” Moreno y Gerardo Fernández Noroña.

 

Las imágenes dieron la vuelta a las redes en cuestión de minutos. Ahí estaba Alito, el mismo al que muchos señalan por excesos y escándalos en su partido, convertido en “héroe nacional” por atreverse a callar con un golpe al eterno gritón del Congreso.

 

Y ahí estaba Noroña, el hombre de la furia en tribuna, que tantas veces llamó “peleles” a sus adversarios y que no tuvo reparo en lanzar insultos misóginos contra mujeres de la política y del periodismo, ahora convertido ¡oh paradoja! en víctima del “violento”.

 

No se trata de celebrar la violencia, ni mucho menos de normalizar que el parlamento se transforme en una arena de lucha libre.

 

Pero hay algo que no puede pasarse por alto: el hartazgo ciudadano ante la política del grito y la provocación encontró catarsis en ese golpe.

 

Lo que la oposición no logró con discursos ni propuestas, lo consiguió Alito con un manotazo: visibilizar que los mexicanos están cansados de los personajes que reducen el debate público a insultos y desplantes.

 

La escena fue tan potente que incluso quienes no simpatizan con el PRI aplaudieron el gesto.

 

Porque más allá de quién lo ejecutó, lo que quedó simbolizado fue la necesidad de ponerle un alto a la narrativa hueca y estridente de un político que ha construido su carrera en base a descalificaciones.

 

Y lo más revelador fue la reacción en Palacio Nacional.

 

La presidenta Claudia Sheinbaum, que suele salir a respaldar a sus aliados en momentos de crisis, optó por deslindarse de Noroña.

 

No lo defendió, no lo justificó, no intentó minimizar el hecho: simplemente lo dejó solo. Ese silencio presidencial pesa más que mil discursos.

 

En ese instante, Alito pasó de ser el político cuestionado a convertirse en símbolo circunstancial de oposición.

El golpe no fue solo físico: fue también político y mediático.

 

Y en un país donde la oposición parece dormir el sueño de los justos, ese manotazo se convirtió en un llamado de atención.

 

Lo que ocurrió en el Senado con Alito y Noroña no debe reducirse a un simple zafarrancho parlamentario.

 

En la política mexicana, los símbolos pesan tanto como los discursos, y ese manotazo encierra un mensaje que puede trascender si se sabe leer con inteligencia: la oposición sí puede conectar con el hartazgo ciudadano.

Porque hay que decirlo con todas sus letras: la oposición lleva años navegando en la irrelevancia, atrapada en sus propios pleitos internos y sin una narrativa capaz de entusiasmar a la sociedad.

 

Morena se adueñó de la plaza pública porque sus adversarios se convirtieron en meros espectadores. Y en medio de esa inercia, apareció Alito con un gesto que, aunque polémico, logró lo que ningún discurso opositor había conseguido en meses: mover emociones.

Ese episodio puede ser el germen de algo más grande.

 

Si Alito entiende que no basta con ser “héroe de un golpe” y decide articular un relato político alrededor de la dignidad, el carácter y la congruencia, puede convertirse en el punto de partida para reorganizar una oposición que hoy no encuentra brújula.

 

El contraste es evidente: mientras la nueva Corte arranca con sospechas de captura política y la salida de Piña marca el fin de los contrapesos judiciales, en el Congreso la oposición encontró una chispa inesperada. Y esa chispa puede encender un movimiento si se sabe encauzar.

 

Ahora bien, no se trata de idealizar a Alito ni de borrar su historial de polémicas.

 

El país no necesita mesías, necesita contrapesos reales.

 

Pero el episodio deja claro que hay espacio para una oposición firme, que no se achique frente a la retórica oficialista, que no se limite a discursos técnicos y que se atreva a confrontar de manera directa los excesos del poder.

 

El reto es que ese gesto simbólico se traduzca en acciones políticas consistentes. Que el golpe no se quede en anécdota viral, sino que sea el inicio de una oposición que se atreva a hablarle de frente al gobierno, a denunciar sin miedo y a construir una narrativa propia.

 

La pregunta es si Alito y quienes lo acompañan tienen la capacidad de dar ese salto.

 

Porque si no lo hacen, habrán desperdiciado una oportunidad única: convertir el hartazgo ciudadano en fuerza política.

 

Como todos pensamos Noroña paso  de victimario a “víctima”

 

Si algo sabe hacer bien Gerardo Fernández Noroña es gritar, insultar y provocar.

 

Esa ha sido su marca durante décadas en la política mexicana. Lo hemos visto en tribunas y mítines, descalificando a mujeres con frases misóginas, burlándose de periodistas que lo cuestionan, agrediendo verbalmente a opositores y, en general, construyendo una carrera más con base al escándalo que a los logros legislativos.

 

Por eso resultó casi cómico si no fuera tan indignante verlo declararse “violentado” después de su choque con Alejandro Moreno, donde su narrativa fue; el tiene 50 y yo 65 años.

El hombre que tantas veces se ufanó de su lenguaje incendiario, el mismo que convirtió el insulto en recurso parlamentario, ahora aparece en televisión y redes sociales poniéndose en el papel de víctima.

 

Como si fuera poco, no dudó en acudir a la narrativa de la denuncia: afirmó que Alito lo amenazó de muerte y anunció demandas por agresión.

 

De pronto, el “revolucionario” de puño en alto se convirtió en un ciudadano ofendido que pide la protección de las leyes que tantas veces minimizó. La contradicción no puede ser más evidente.

Y mientras se victimizaba, su incongruencia salió otra vez a flote: las imágenes de su residencia en una zona exclusiva, su estilo de vida que nada tiene que ver con la austeridad que predica, y su incapacidad para sostener el discurso de “defensor del pueblo” cuando vive como potentado.

 

La casa de Noroña se convirtió en el símbolo de un político que dice representar al pueblo, pero que disfruta los privilegios de una élite a la que dice combatir.

 

El episodio dejó claro lo que muchos sabían: Noroña no es víctima, es parte del problema. Su historia está marcada por la violencia simbólica y verbal hacia las mujeres y hacia la prensa.

 

Lo suyo nunca fue el debate de ideas, sino el espectáculo de la provocación. Y como todo espectáculo, tarde o temprano termina cansando.

 

En una estrategia que buscaba marcar un punto de inflexión, Noroña presentó denuncias ante la Fiscalía por agresión física y daño a la propiedad, afirmando que Alejandro Moreno lo amenazó con frases graves como “te voy a matar, te voy a partir la madre”.

 

Pero el vicecoordinador de Morena, Ignacio Mier, cortó esa narrativa de tajo: aseguró que, por la naturaleza de las lesiones (y sin ser médico legista), no se alcanza el umbral legal para iniciar un desafuero.

 

Lo definió como un “triste espectáculo” y “ausencia de política”, dejando claro que la gravedad no se justifica ni políticamente ni jurídicamente.

Pero ahí no se agota la ironía.

 

Hace unos años, el gobernador Miguel Barbosa rompió bloques y amistades por la deslealtad” de Noroña: le soltó un lapidario “Perdiste un amigo” cabrón, tras su sorpresivo apoyo al destape político de Ignacio Mier.

 

Esa ruptura fue un aviso: Noroña, en su radicalidad, cavó su propio aislamiento.

 

El resultado: alguien que abusó del insulto y la provocación termina invocando la ley para sentirse agraviado. Pero su historia revela que la verdadera violencia no está en el manotazo que recibió, sino en la constante agresión que él encarnó sin consecuencias. Su discurso ya no convence, solo expone.

 

Gerardo Fernández Noroña ha construido su presencia en la política mexicana a base de provocación, insultos y gritos.

Pero esta semana, la controversia migró del Senado hacia la sierra de Tepoztlán, donde se encuentra su residencia una propiedad valuada en 12 millones de pesos, de 1,201 m² de terreno que él asegura compró “a crédito” con ingresos de su canal de YouTube y su salario de senador.

 

Y todo bajo el discurso: “no tengo obligación de ser austero”.

 

El problema no termina ahí. Tepoztlán es históricamente tierra comunal, protegida por un decreto presidencial y por la ley agraria desde 1929. Eso significa que no existen escrituras individuales o mecanismo de crédito formal en esas zonas, lo cual hace técnicamente inviable que se obtenga un crédito hipotecario bancario o Infonavit sobre esos terrenos.

 

Carlos Rojas Almazán, asesor jurídico del comisariado de bienes comunales, lo resume sin rodeos:

 

“No pueden existir escrituras públicas, y quienes otorgaron un crédito lo hicieron fuera del marco legal. Esto podría derivar en un juicio agrario por restitución del terreno”  .

 

Para colmo de contradicciones, el predio no está registrado en el catastro municipal, lo que implica que tampoco está sujeto al pago de impuestos.

 

Desde afuera, la casa luce como un refugio rústico decorado con cerámica, jardines y arte, que el senador ha mostrado orgulloso ante cámaras.

 

Austeridad, muy a su estilo, pero entre cerámica y lujos bastante costosos.

 

Esto lo retrata mejor aún. Aquel que se autoproclama tribuno de la clase trabajadora y crítico del sistema, ahora es propietario de un inmueble completamente fuera de su discurso, adquirido bajo condiciones que ponen en tela de juicio su legitimidad legal.

 

Y como si la ironía lo exigiera, hasta el alcalde local confirma que el terreno no paga impuestos, lo que alimenta sospechas sobre su estatus jurídico.

 

En resumen: discurso de austeridad versus mansión comprada a crédito pero, en teoría, inalienable; declaración patrimonial versus irregularidad documental; promotor del combate al sistema versus usufructuario de privilegios sin respaldo legal.

 

Un contraste brutal e incoherente.

 

México ha vivido una semana que parece condensar en imágenes todo lo que somos y todo lo que estamos perdiendo. Una Corte electa por voto popular que inicia su labor bajo sospecha de captura política.

 

La despedida de Norma Piña, última voz incómoda en un tribunal que ya no tiene diques de resistencia.

 

Un Congreso convertido en espectáculo, donde Alito Moreno con todos sus excesos a cuestas logra despertar simpatías con un solo manotazo.

 

Y un Noroña desacreditado, que de victimario pasó a víctima, al tiempo que su residencia en Tepoztlán expone sus incoherencias más crudas: una casa de 12 millones en tierra comunal, sin papeles, sin impuestos y sin congruencia.

 

Todo esto es mucho más que anécdota.

 

Es un espejo.

 

Nos muestra que la democracia sin contrapesos es simulación, que la oposición sin firmeza es irrelevante, y que los políticos sin congruencia son caricaturas que acaban traicionando las causas que dicen defender.

 

Por eso, el verdadero mensaje de esta semana es para la oposición. Porque mientras el oficialismo avanza, la Corte se politiza y los contrapesos se diluyen, la oposición no puede seguir dormida, dividida y esperando milagros.

 

México necesita una oposición que despierte, que confronte con argumentos pero también con carácter, que sepa convertir el hartazgo ciudadano en fuerza política y no en trending topic pasajero.

 

El país ya no está para farsas, ni para tribunales dóciles, ni para “tribunos del pueblo” que viven en mansiones irregulares.

 

Está para definir si queremos un sistema democrático con equilibrios reales o una coreografía política donde todo se decide desde un solo lado.

 

Al final, lo paradójico es que un golpe en el Congreso terminó diciendo más sobre el estado de nuestra política que mil discursos.

 

Y la pregunta queda abierta:

 

¿Será ese golpe el inicio de un despertar opositor o quedará como otra escena tragicómica de nuestra vida pública?

 

El tiempo lo dirá.

 

Pero lo que es seguro es que México no puede esperar más.

About The Author

Related posts