Por Yasmín Flores Hernández
“Actúa como brazo de relaciones públicas de una organización criminal”, dijo el abogado de Ovidio Guzmán. Y aunque parezca una frase lanzada al vacío desde una corte extranjera, en México resonó como verdad incómoda.
Porque cuando el narco habla, el gobierno responde.
Y cuando el pueblo habla… lo ignoran.
El pasado 11 de julio, en la Corte de Distrito Norte de Illinois, Jeffrey Lichtman, abogado del narcotraficante Ovidio Guzmán López, lanzó una acusación directa y sin ambages:
Claudia Sheinbaum, presidenta de México, actúa como “vocera” de una organización criminal. La frase, dicha en medio del proceso judicial más relevante contra el Cártel de Sinaloa en los últimos años, no fue una ocurrencia, ni una estrategia improvisada.
Fue una declaración cargada de cálculo, contexto y provocación.
Lichtman fue más allá de la defensa técnica. Acusó al gobierno mexicano de haberse convertido en un actor parcial en la guerra contra el narcotráfico, y denunció que las autoridades nacionales —en particular la presidencia— están más interesadas en proteger a ciertos grupos del crimen que en garantizar justicia o seguridad.
En sus palabras:
“México no puede reclamar imparcialidad cuando protege a cárteles rivales, manipula operativos, y luego exige ser parte de negociaciones que ni siquiera encabeza”.
El escándalo fue inmediato. La frase fue retomada por medios internacionales, reproducida con matices en la prensa nacional, y analizada como un ataque diplomático disfrazado de argumento legal. Pero lo más interesante vino después: la respuesta presidencial.
Desde Culiacán, capital de Sinaloa —tierra fértil para la siembra, sí, pero también para el narcotráfico—, Claudia Sheinbaum ofreció una rueda de prensa.
Respondió molesta. Calificó las declaraciones como “totalmente irrespetuosas”, negó cualquier relación con el crimen organizado y reafirmó que el Estado mexicano “no pacta con el narco”.
A su lado, la consejera jurídica Ernestina Godoy arremetió también contra Lichtman, acusándolo de actuar con “infamia y dolo” y exigiendo un “repudio nacional”.
Hasta ahí, todo dentro del libreto. Pero el libreto está roto. Porque no es lo que se dice, sino desde dónde se dice, cuándo se dice, y quién lo dice. Y Claudia Sheinbaum eligió Culiacán, en el corazón mismo del Cártel de Sinaloa, para ensayar una defensa institucional que a nadie convenció del todo.
Ese gesto —pararse en el epicentro de la geografía criminal del país y desde ahí asegurar que no hay pactos— fue interpretado como una coreografía de poder. Una forma de decir “el Estado está aquí”, aunque el Estado lleve décadas ausente en la práctica.
Pero hay algo más profundo que incomoda en el discurso oficial: el empeño en minimizar lo que dijo el abogado como si se tratara de una ofensa cualquiera.
Porque si algo ha aprendido este país es que el narco no miente cuando habla en tribunales.
Tal vez distorsiona, tal vez omite, pero rara vez se equivoca al señalar el olor de la podredumbre.
No es un testigo moral, es un testigo estructural.
Y lo que denunció Lichtman es un eco más del grito que no cesa: el narco no opera sin protección oficial.
Nunca lo ha hecho.
Nunca lo hará.
No se trata de tomar como verdad absoluta lo dicho por un abogado defensor. Se trata de entender el contexto: en plena transición de poder, con una presidenta que promete continuidad, y con un sistema judicial cuestionado, las acusaciones de parcialidad y encubrimiento no deberían ser desechadas con arrogancia. Deberían investigarse con rigor. Pero aquí no se investiga. Aquí se responde con ruedas de prensa y giras públicas… como la que llevó a Sheinbaum hasta Badiraguato, el pueblo natal de Joaquín “El Chapo” Guzmán, unos días antes.
Sí, Badiraguato otra vez. El lugar que simboliza el origen del narco moderno en México.
Ahí, entre promesas de caminos rurales y becas para jóvenes, la presidenta evitó hablar de Ovidio, del Cártel o de Lichtman.
Habló del mango petacón, de programas sociales y de transformación. Como si el silencio fuera suficiente para tapar el barro.
Pero México ya no es ese país que traga discursos sin preguntarse nada.
Las preguntas están ahí:
-¿Por qué nunca caen los capos mayores, pero sí sus hijos?
—¿Por qué los cárteles crecen en territorio y estructura durante sexenios que dicen combatirlos?
—¿Por qué Sinaloa parece intocable, salvo cuando se trata de enviar mensajes al otro lado de la frontera?
La respuesta no está en el estrado de Chicago, ni en los micrófonos de Palacio. Está en la realidad diaria de un país donde el narco, el poder y la impunidad juegan en el mismo equipo… y el pueblo siempre pierde.
Balas, banderas y simulación: la guerra de Sheinbaum en Sinaloa: son cifras de conferencia. Y mientras el gobierno presume marcando el ritmo de la agenda.
Apenas unos días después de las explosivas declaraciones del abogado de Ovidio Guzmán ante una corte estadounidense —donde acusó a la presidenta Claudia Sheinbaum de actuar como portavoz indirecta de una organización criminal—, el gobierno federal respondió con una puesta en escena que ya se ha vuelto costumbre: un megaoperativo militar en Sinaloa. Como si la violencia se combatiera con espectáculo, y como si el silencio se apagara con fuego.
El operativo, llevado a cabo el 8 de julio en Culiacán, dejó 19 muertos, 6 heridos y un número indeterminado de detenidos. Entre los fallecidos se encuentran 16 presuntos integrantes del crimen organizado, y el objetivo principal fue capturar a Jesús Alexander Sánchez Félix, alias “El Max”, señalado como jefe de sicarios del grupo de “Los Chapitos” en la región norte del estado.
Un personaje importante en la cadena operativa de la organización criminal, pero muy lejos de ser un mando estratégico o financiero.
La captura fue presentada como un logro incuestionable del nuevo gobierno.
La presidenta Sheinbaum, en una gira paralela por el mismo estado, no tardó en celebrarlo públicamente, hablando de “un Estado fuerte y con estrategia” y asegurando que “la coordinación entre las Fuerzas Armadas y la Secretaría de Seguridad está dando resultados”.
Pero la pregunta no es si el Estado puede capturar sicarios.
La pregunta es por qué los captura así: con 800 elementos desplegados, convoyes blindados, zonas sitiadas y una ciudad paralizada. Porque si algo ha caracterizado a Sinaloa desde hace años es la teatralización de la violencia, no su erradicación.
Ya pasó en 2019, durante el “Culiacanazo”, cuando el intento fallido de detener a Ovidio Guzmán terminó con el Ejército humillado, decenas de vehículos incendiados y la rendición del Estado ante el poder de fuego del narco.
Volvió a pasar en enero de 2023, en otro operativo igual de violento, con más de 30 muertos. Y hoy, de nuevo, vemos el mismo patrón: reacción tardía, despliegue masivo, saldo letal y discurso triunfalista.
“El Max” fue detenido, sí. Pero el saldo es devastador: 19 personas muertas, muchas sin juicio, sin contexto, sin justicia.
¿Quiénes eran?
¿Quién los mató?
¿Hubo abusos?
¿Se respetaron protocolos?
No lo sabemos. Y no lo sabremos, porque cuando el Estado mata, nadie investiga al Estado.
Este tipo de operativos, en lugar de ser muestra de capacidad institucional, revelan la profunda debilidad estructural de la seguridad pública en México. No hay inteligencia preventiva, ni investigación profunda, ni coordinación civil.
Hay reacción armada, despliegue de fuerza, mensajes políticos. Y detrás de cada “éxito”, hay decenas de víctimas colaterales, comunidades aterradas y una sociedad que aprende a normalizar los balazos como parte de la rutina.
La estrategia de Sheinbaum, al igual que la de sus antecesores, confunde seguridad con militarización. Desde que asumió el poder, ha reiterado que la Guardia Nacional seguirá bajo control militar, que las Fuerzas Armadas continuarán en tareas de seguridad pública y que los operativos de alto impacto seguirán siendo parte del repertorio del Estado.
Lo que no ha dicho es cómo piensa garantizar justicia sin debido proceso, ni cómo medirá el impacto real de estos despliegues más allá del número de cadáveres.
Porque el Estado mexicano se ha vuelto experto en capturar cuerpos, pero no en desmantelar estructuras. Y mientras se celebran detenciones mediáticas como la de “El Max”, los grandes capos siguen intactos, los flujos de armas no se detienen, y los circuitos financieros del narco gozan de absoluta impunidad.
El operativo en Culiacán también sirvió, aunque nadie lo diga, como contrapeso simbólico a las declaraciones del abogado de Ovidio.
Era urgente enviar un mensaje de control, de poder, de fuerza. Y qué mejor que hacerlo en la misma tierra donde el cártel tiene raíces profundas, lealtades armadas y redes de complicidad institucional. No fue solo una captura: fue una puesta en escena de autoridad. Una forma de recuperar narrativa.
Pero el problema es que mientras el Estado actúa para “recuperar el discurso”, el país sigue desangrándose. Ese mismo día, mientras las tropas volvían a sus cuarteles, fueron halladas fosas clandestinas en Jalisco, Zacatecas y Guerrero.
Los cuerpos no estaban en una casa de seguridad ni en un convoy interceptado. Estaban bajo tierra, algunos calcinados, otros desmembrados, todos olvidados.
La guerra sigue. Solo que ahora tiene distintos nombres.
Ya no se llama “Guerra contra el narco”, como en tiempos de Calderón.
Ni “abrazos no balazos”, como decía López Obrador. Hoy se llama “coordinación interinstitucional”, “tareas conjuntas” o “acciones de inteligencia militarizada”.
Pero el fondo no ha cambiado: la violencia es la misma, la impunidad es la misma, y los muertos también.
En este país, las cifras se reciclan, los discursos se heredan, pero las fosas crecen.
Y la captura de un sicario, por más cámaras que tenga, no tapa la descomposición profunda de un Estado que actúa como bombero de incendios que él mismo permitió crecer.
Esta militarización exprés, donde se envían tropas para recuperar la narrativa de fuerza, no responde a una lógica de justicia, sino a una necesidad política. Y eso es lo más peligroso. Porque cuando los operativos se vuelven propaganda, la línea entre legalidad y violencia institucional se borra. Y en ese terreno, no gana el Estado. Ganan el miedo y la impunidad.
Sinaloa lo sabe. No es la primera vez que lo vive.
Es el ciclo de la simulación. Cada sexenio necesita un enemigo, un trofeo y un operativo para presumir. Calderón tuvo a “La Barbie”, Peña Nieto tuvo a “El Chapo”, López Obrador tuvo a Ovidio. Sheinbaum empieza con “El Max”. El nombre cambia, pero la estrategia no.
Y mientras se anuncia con bombo y platillo que se está “golpeando a la delincuencia organizada”, la violencia sigue desbordando al país. Porque esta no es una guerra ganada, sino una paz fingida a punta de balazos. No se trata de quién cae, sino de cuántos se levantan después.
Y como si hiciera falta más evidencia de que la violencia no cesa, solo cambia de geografía, esa misma semana fueron halladas nuevas fosas clandestinas en Jalisco, Zacatecas y Guerrero. Decenas de cuerpos, muchos de ellos calcinados o desmembrados. Algunos con años enterrados. Otros recién desaparecidos.
Todos ignorados por la narrativa oficial.
Las cifras duelen: más de 114,000 personas desaparecidas en México desde 2006. Cientos de miles de familias buscando. Y un gobierno que prefiere hablar de capturas que de restos humanos. Las fosas no tienen rating. Los desaparecidos no votan. Por eso se ocultan.
Y sin embargo, siguen ahí. Abriéndose como heridas en la tierra. Recordándonos que la verdadera crisis de seguridad no está en los operativos con drones, ni en las declaraciones presidenciales, ni en los “objetivos prioritarios”. Está en las madres que cavan con palas. En los cuerpos sin nombre. En la impunidad sistemática que ya no duele… porque ya se volvió costumbre.
Pero por favor usted que me escucha y me lee, permítame pasar a un tema que me parece sumamente importante como lo es Puebla bajo el agua, la otra violencia que mata en silencio.
No siempre se necesita una bala para matar. A veces basta con un drenaje colapsado, una obra mal planeada, un gobierno que gasta millones en cemento pero no sabe cómo contener la lluvia. En Puebla, cada tormenta es un recordatorio de lo inútil que puede ser el poder cuando no le importa la gente.
Mientras el país debatía sobre la captura de un sicario en Sinaloa, las acusaciones contra la presidenta en una corte de Chicago, y las fosas clandestinas que siguen apareciendo como grietas en la tierra, Puebla se ahogaba.
Literalmente. Las lluvias de los últimos días no solo colapsaron vialidades, destruyeron viviendas, arrastraron automóviles o interrumpieron el servicio público: también exhibieron, una vez más, la corrupción estructural y el abandono institucional de los gobiernos estatal y municipal.
Porque en Puebla, cada lluvia es una tragedia anunciada. Cada temporada es lo mismo: inundaciones en los mismos puntos, socavones en las mismas avenidas, caos en las mismas colonias populares. Y, lo más grave, silencio en los mismos escritorios del poder.
Esta vez, los puntos críticos fueron tantos que resultó imposible disimular: la 11 Sur, la 16 de Septiembre, la zona de Plaza Dorada, El Carmen, la prolongación Reforma, Amalucan, San Ramón, Loma Bella, la autopista, el Periférico Ecológico, y buena parte del Centro Histórico. Las imágenes circularon con furia en redes sociales: ríos de agua sucia dentro de casas, coladeras rebosadas, autos varados, lodo hasta las rodillas. Una ciudad convertida en lago… y un gobierno convertido en espectador.
¿Dónde están los responsables?
¿Dónde están los millones invertidos en infraestructura “inteligente”?
¿Dónde están los proyectos de drenaje pluvial, los sistemas de captación, las zonas de absorción, los estudios de impacto ambiental?
La respuesta es simple: en el discurso, no en la calle. En la nómina, no en la tierra. En el boletín, no en la vida de los ciudadanos.
Durante años, la clase política poblana ha utilizado la obra pública como botín electoral, no como solución social.
Calles levantadas tres veces, drenajes que colapsan al primer aguacero, pasos deprimidos que se inundan cada mes, puentes que se inundan desde antes de ser inaugurados.
¿Cómo se explica eso?
Sólo hay una palabra: corrupción.
Y otra más: impunidad.
Porque los funcionarios responsables de autorizar, supervisar o contratar esas obras siguen en sus cargos, se cambian de puesto entre partidos, se reciclan entre administraciones. Hoy son regidores. Mañana diputados. Pasado mañana aspirantes. Pero nunca responsables.
El gobierno de Eduardo Rivera —y sus antecesores— siempre presumio una ciudad “ordenada, moderna y de resultados”. Que nunca vimos.
Pero esos resultados no se ven en las banquetas rotas, en las colonias hundidas, en los centros comerciales anegados o en los hospitales inoperantes. Se ven, más bien, en los contratos inflados, en las constructoras favorecidas, en los proyectos entregados al cuarto para las doce con tal de justificar el presupuesto.
Y los gobiernos anteriores , no hicieron nada distinto. Prometieron prevención, pero entregaron excusas.
Hablaron de “coordinación institucional”, pero lo único que coordinaron es la narrativa para lavarse las manos. Mientras tanto, los poblanos deben organizarse entre vecinos para poner costales, limpiar coladeras, reparar lo que el gobierno no previó.
Porque en Puebla, la lluvia no mata. Lo que mata es la negligencia.
Mata el drenaje no desazolvado.
Mata la obra mal hecha.
Mata el presupuesto mal usado.
Mata el desprecio a los barrios marginados.
Mata la inacción de quienes prometieron soluciones y entregaron pozos de frustración.
Y duele más porque los ciudadanos sí cumplen: pagan impuestos, cooperan, denuncian, reportan. Pero el Estado no cumple. Ni prevé. Ni responde.
Hoy, después de cada tormenta, queda una Puebla más erosionada, más decepcionada, más harta. Y el mensaje que recibe es claro: que la política sirve para cortar listones, pero no para salvar vidas. Que hay millones para remodelar glorietas, pero no para evitar que una madre vea flotar los juguetes de sus hijos en su sala inundada. Que la verdadera emergencia no es climática… es ética.
Porque si algo ha quedado claro esta semana —entre operativos, fosas y lluvias— es que la violencia no siempre tiene fusil. A veces lleva traje, fuero y discurso.
El país donde todo se pudre, menos el poder.
México no necesita más discursos de victoria. Necesita memoria, responsabilidad y una reforma profunda del poder. Esta semana, en menos de siete días, vimos el país desgarrarse en todos los frentes: un abogado extranjero exhibiendo los vínculos del narco con el poder; un operativo militar que dejó casi una veintena de muertos sin juicio ni contexto; fosas clandestinas reapareciendo como si nunca se hubieran ido; y una ciudad entera, Puebla, convertida en lago por la corrupción silenciosa de sus autoridades.
Y sin embargo, todo sigue igual. O peor.
Porque aquí se normaliza todo:
—El cuerpo bajo tierra.
—El fusil en la calle.
—La mentira en el estrado.
—El agua en la sala.
—La impunidad en el despacho.
Sheinbaum defiende una estrategia que huele a Calderón y su guerra fallida, a Peña y su teatro mediático, a López Obrador y sus abrazos huecos. Promete “transformación” con tanques, pero entrega simulación con rostro nuevo. Mientras tanto, los capos siguen operando, los muertos siguen creciendo y los ciudadanos siguen pagando.
Puebla, por su parte, no necesita balas para doler. Le basta con una tarde de lluvia y un gobierno incapaz. Y ese es quizá el rostro más brutal del fracaso institucional: cuando ni siquiera hace falta un narco para destruirlo todo. Sólo hace falta un funcionario mediocre.
Este país está siendo gobernado por el cálculo, no por la conciencia.
Por la imagen, no por la verdad.
Por la repetición, no por la transformación.
Y lo más grave no es lo que el Estado permite.
Lo más grave es lo que ya no le duele.
Cuando el gobierno no se estremece ante las fosas.
Cuando la presidenta no se sonroja al ser comparada con un vocero del narco.
Cuando un alcalde duerme tranquilo sabiendo que media ciudad se inundó.
Ese día no solo fracasa el poder.
Fracasa el país.
Por eso esta columna no es sólo un retrato de la semana.
Es un grito. Un reclamo. Un espejo.
Porque este país merece algo más que presidentes con discursos y gobernadores con excusas.
Merece verdad. Merece justicia.
Y sobre todo, merece vida.