Por Yasmín Flores Hernández
Mientras el gobierno presume obras faraónicas como el Tren Maya o Dos Bocas, en el subsuelo y en las sombras crecen otras construcciones: refinerías clandestinas y narcotúneles.
No se trata de casos aislados, sino de infraestructura criminal montada con precisión, recursos y, sobre todo, con la complicidad de autoridades que han decidido voltear la mirada.
La semana pasada se hicieron públicos dos hallazgos perturbadores: una refinería clandestina en el sur de Veracruz, con capacidad operativa sofisticada, y un narcotúnel en Tijuana que conectaba directamente con Estados Unidos.
Dos extremos del país unidos por un mismo patrón: la impunidad que permite al crimen organizado operar como si fuera un Estado paralelo.
Lo terrible de todo esto es la magnitud del problema que se niegan a ver en Palacio Nacional: una refineria clandestina operando en Veracruz y un narcotúnel transfronterizo descubierto en Tijuana.
A primera vista, podrían parecer casos aislados. Pero si uno se detiene a mirar con atención, encuentra una línea que los une: la sofisticación logística del crimen organizado, su capacidad de construcción y operación, y, sobre todo, la tolerancia cuando existe complicidad del Estado.
La refinería de Veracruz no era un taller improvisado: tenía sistemas de almacenamiento, procesamiento y distribución de combustible robado. Operaba con maquinaria costosa, conocimiento técnico y redes de protección. No cualquiera monta una refinería ilegal. Se necesita algo más que audacia: se necesita permiso tácito.
El túnel hallado en Tijuana tampoco es novedad. México lleva décadas viviendo con túneles que atraviesan la frontera como si fueran pasajes diplomáticos del narco. Lo preocupante no es solo su existencia, sino su sofisticación: iluminación, ventilación, diseño estructural profesional. Nada de eso se construye sin tiempo, sin recursos, sin que nadie vea.
¿Qué nos dice esto?
Que el crimen organizado no sólo tiene dinero y poder, tiene territorio. Tiene ingenieros. Tiene acuerdos. Tiene Estado.
La narrativa oficial sigue culpando al pasado, al neoliberalismo, al enemigo invisible. Pero la realidad perfora cualquier discurso. Mientras la presidenta habla de moral, en el subsuelo se cava y se refina al margen de la ley.
Estos descubrimientos no son fallas, son síntomas de un sistema que funciona perfectamente para los intereses de unos cuantos. Un modelo donde los huecos en la ley se rellenan con gasolina robada y los túneles no son para migrantes, sino para toneladas de droga.
La refinería y el túnel son apenas dos ventanas hacia un país que se desmorona desde adentro, mientras las élites juegan a gobernar. No hay estrategia nacional de seguridad capaz de frenar esta expansión si no hay voluntad política, ni castigo real, ni ruptura con los pactos de silencio.
Porque mientras unos construyen futuro, otros siguen cavando el presente.
Ahora bien;
¿Cómo puede existir una refinería sin que lo sepa Pemex?
¿Cómo puede cavarse un túnel entre dos países sin que nadie lo detecte hasta que ya está en funcionamiento?
¿Qué tipo de poder —y de permiso— se necesita para eso?
Pero analicemos todo esto a fondo, empecemos por la refinería clandestina de Veracruz.
El hallazgo en el sur de Veracruz no fue menor: no era una toma clandestina improvisada, sino una refinería completa, equipada con infraestructura para almacenar, procesar y distribuir hidrocarburos robados. No se trataba de “huachicoleros” con bidones, sino de un verdadero complejo industrial operado al margen de la ley.
Contaba con tecnología costosa, maquinaria especializada, logística de transporte y protección territorial.
Estamos hablando de un crimen organizado con ingeniería, recursos y tiempo. Y eso no se logra sin cobertura política.
Veracruz, como otras zonas clave del Golfo, se ha convertido en uno de los epicentros del control criminal de ductos, pero lo que ahora aparece es el paso siguiente: ya no solo roban el combustible, lo refinan. Y no cualquiera refina. Refinar implica conocimiento técnico, redes de distribución, y autoridades que miran hacia otro lado.
Y es justo ahí donde empieza el verdadero escándalo:
¿Cómo es posible que operen a esa escala sin ser detectados por la Secretaría de Energía, por Pemex, por el Ejército que patrulla ductos, por las fiscalías?
La respuesta es simple y brutal: lo sabían y lo permitieron.
Sin duda alguna en esta refinería existio, silencio y poder político.
Dicha refinería clandestina hallada en el sur de Veracruz no surgió de la noche a la mañana. Su operación requiere tiempo, inversión, conocimiento técnico y, sobre todo, protección política. Y ahí es donde la trama se espesa. Porque hablar de Veracruz es hablar de un territorio controlado por grupos criminales con amplios vínculos en las estructuras del poder local y estatal.
Durante el sexenio de Cuitláhuac García, exgobernador morenista, Veracruz se convirtió en uno de los estados con mayores índices de tomas clandestinas. Pero lo más grave es que, bajo su administración, se sembraron condiciones para que el huachicol no solo sobreviviera, sino que se industrializara.
La refinería que hoy se presume como “descubierta” pudo haber operado sin mayor problema durante su mandato, sin que Pemex, la Sedena o el propio Ejecutivo estatal hicieran algo para detenerla. No hay evidencia pública de investigaciones previas, ni reportes que adviertan sobre esa instalación.
Es decir: se permitió. Y permitir en este contexto no es negligencia: es complicidad.
El silencio institucional fue clave. Pero también lo es el blindaje político posterior.
Rocío Nahle, actual gobernadora y también parte del círculo presidencial, ha intentado marcar distancia de su antecesor con señalamientos administrativos por desvíos presupuestales, pero ha guardado silencio sobre los temas de fondo:
¿Cómo es posible que en una zona rodeada por instalaciones estratégicas de Pemex, existiera una refinería ilegal sin que nadie la notara?
¿Dónde estuvo el monitoreo?
¿Dónde las alertas?
Peor aún: el hallazgo se dio apenas unos días después de que Nahle asumiera el cargo, y su respuesta fue más protocolaria que indignada. Mientras tanto, la presidencia de la república defendía a Cuitláhuac públicamente, cerrando filas. Porque en Morena, la lealtad política parece estar por encima del combate real al crimen.
Veracruz no sólo refina gasolina robada. Refina también la impunidad.
Y este caso no es una excepción, sino un espejo. Porque lo que ocurre en el sur con hidrocarburos ocurre en el norte con drogas, armas y túneles. Dos extremos del país, conectados no por el mercado, sino por la estructura misma del crimen organizado y su vínculo con el poder.
A usted que me escucha y me lee, déjeme por favor relatarle lo que paso en Tijuana, en donde se encontraron túneles que cruzan la frontera y gobiernos que no cruzan la línea.
Del Golfo al Pacífico. Del petróleo a la cocaína. Del silencio institucional en Veracruz al eco subterráneo de Tijuana. El otro hallazgo de la semana fue un narcotúnel transfronterizo, descubierto en una zona residencial de la frontera entre Baja California y California.
Tenía ventilación, iluminación, refuerzos estructurales y una salida directa a Estados Unidos. No era una madriguera: era una obra de ingeniería.
Y, como en Veracruz, no hay obra de esta magnitud que pueda construirse sin tiempo, recursos, planificación… y protección institucional.
Este no es el primer túnel descubierto en la zona. En los últimos años se han encontrado más de 80 narcotúneles entre Tijuana y San Diego. La constante: alta tecnología, presencia en zonas vigiladas, y nulo seguimiento judicial a las redes logísticas. Se desmantelan estructuras, pero no se toca a quienes las permiten.
¿Quién construye un túnel de más de 300 metros sin que las autoridades lo noten?
¿Dónde están los operativos de inteligencia, el control territorial, las cámaras del ejército, la coordinación con autoridades estadounidenses?
¿Qué tipo de Estado permite ser horadado desde dentro?
La respuesta es la misma que en Veracruz: un Estado colapsado o capturado. Porque la diferencia entre una refinería ilegal y un túnel transfronterizo es solo la dirección del flujo: en uno entra el crimen, en el otro sale el producto. Pero ambos son parte de una misma red: la del narco gobierno funcional que opera en el territorio nacional.
Aquí también hay omisión del poder local. Aunque las autoridades de Baja California han intentado simular combate al crimen, los hechos los desmienten.
El cartel de Sinaloa, el CJNG y células independientes controlan rutas, calles y pasos con un nivel de organización que rebasa a las policías municipales y estatales.
Y mientras la narrativa oficial repite que “todo va bien”, en la tierra, el narco cava, transporta y exporta a plena luz del día… o de la noche.
Y lo más grave: estas obras no son improvisaciones del crimen, son infraestructura del crimen, y eso solo ocurre cuando hay pactos de impunidad en marcha.
Y si no es asi, que alguien no explique que pasa en Baja California, donde existen túneles, bajo el amparo del poder y la omisión política.
La dualidad criminal que observamos en Veracruz se repite ahora en Tijuana, pero con otro rostro de la complicidad estatal: Marina del Pilar Ávila, gobernadora de Baja California.
El túnel hallado en el fraccionamiento Nueva Tijuana tenía 600 m de largo, 13.5 m de profundidad, ventilación, iluminación y hasta un sistema de poleas, ubicado a escasos metros de la Garita de Otay y una comandancia de la Guardia Nacional.
Ese nivel de ingeniería criminal no se construye sin protección política o permisos tácitos. Lo revelador no son solo los túneles, sino cómo operan al amparo del poder regional.
Desde mayo, el Departamento de Estado de EU revocó la visa de la gobernadora y su esposo, acusándolos —según prensa— de supuesta “red de lavado y nexos con Los Rusos”, brazo del Cártel de Sinaloa.
Además, el exgobernador Jaime Bonilla denunció pactos con el CJNG y acusó directamente a Marina del Pilar de incumplir acuerdos criminales.
A pesar de estas tensiones, durante el operativo que descubrió el túnel, participaron efectivos de Marina, Sedena, FGR, GN y Guardia Nacional.
Pero no hubo detenciones. El túnel fue sellado y la investigación quedó en un limbo judicial.
¿Es suficiente declarar “que no hay cuentas en EU” o desestimar señalamientos?
Las narcomantas que surgieron en Mexicali y otros focos de violencia en 2022, que incluso desataron operativos de incendios, fueron tolerados o respondidos con represión policial, no con esclarecimiento político o judicial.
En suma, el narco-túnel prosperó porque la infraestructura del crimen encontró su par en la infraestructura de poder local. No se trata de “fallas aisladas” de vigilancia, sino de un patrón claro: cuando la autoridad estatal —primero Cuitláhuac y luego Marina— se convierte en guardiana de omisión o complicidad, lo estructural se vuelve sistémico.
Como habrá notado, estos dos casos no sólo comparten características técnicas —refinería sofisticada en Veracruz, túnel profesional en Tijuana—. Comparten algo más profundo y revelador: ambos ocurrieron en entidades gobernadas por Morena.
O sea dos extremos, un mismo patrón: el poder bajo el sello de Morena.
Cuitláhuac García (Veracruz) y Marina del Pilar Ávila (Baja California), ambos militantes del partido en el poder, encabezan administraciones que han sido señaladas por su omisión ante el crimen organizado, cuando no directamente por complicidad estructural.
¿Casualidad?
¿Coincidencia geográfica?
No. Es un patrón.
En Veracruz, durante el sexenio de Cuitláhuac, el huachicol no se combatió: evolucionó. Se industrializó. Pasó de robo de ductos a operación de refinerías completas sin que Pemex, SENER ni la Sedena actuaran oportunamente.
Hoy, Rocío Nahle —su sucesora y alfil presidencial— no habla de estos crímenes con claridad, sino con ambigüedad burocrática.
En Baja California, con Marina del Pilar, se permite que túneles de 600 metros se construyan a escasos metros de instalaciones militares y aduaneras. Y a pesar de los señalamientos internacionales por presuntos vínculos con grupos criminales, no hay investigación seria ni postura contundente del gobierno federal. Solo defensa mediática y silencio judicial.
Ambos casos reflejan lo mismo: el crimen organizado ya no se infiltra en el poder, lo habita.
Y Morena no ha roto con ese sistema: lo ha continuado. Lo ha blanqueado con discursos de transformación mientras el subsuelo del país se sigue horadando y la infraestructura criminal se expande como una red paralela de poder.
Esto no es una guerra entre narcos. Es una guerra por el territorio nacional.
Y lo más grave: es una guerra que el gobierno ha decidido no dar.
Y esto se convierte en la herida nacional, si, cuando el crimen gobierna y la sociedad paga.
Mientras en las alturas del poder se blindan con discursos y pactos, en el país real la gente paga el precio de la impunidad. Cada refinería clandestina representa millones en pérdidas para el erario, pero también zonas completas controladas por mafias locales.
Cada túnel transfronterizo no sólo sirve para traficar drogas, también para mover armas, personas, dinero, con un costo social inconmensurable.
En Veracruz, comunidades enteras viven bajo el control de bandas que ya no solo extraen combustible, sino que dictan reglas, castigan y extorsionan. En Baja California, colonias completas son zonas de silencio, donde los túneles no se ven, pero el miedo es palpable.
Y ante eso, el Estado no actúa. O peor: negocia.
La militarización tampoco ha frenado esta red. Si acaso, ha normalizado la presencia de soldados en territorios donde el narco ya es gobierno.
Lo que vemos no es la lucha por el control del territorio: es la entrega progresiva del Estado al crimen organizado.
Y no es sólo un problema local. Lo que ocurre en Veracruz y Baja California es un microcosmos de lo que ocurre en todo el país.
Guerrero, Zacatecas, Chiapas, Michoacán… no hay estado a salvo. Los túneles y las refinerías no son anomalías. Son síntomas de un sistema completamente podrido.
Y lo más trágico: el gobierno que prometió el cambio, se volvió administrador del desastre.
Esto ocurre, sin duda alguna, cuando el narco gobierno, crea la obra maestra de la simulación.
¿De qué sirve presumir megaproyectos si, bajo tierra, el país se está desmoronando?
¿De qué sirve militarizar regiones si los enemigos ya no están afuera, sino adentro del poder?
Veracruz y Baja California nos muestran que el narco ya no es una amenaza externa: es una pieza interna del aparato estatal. Un socio incómodo, pero funcional. Uno que construye túneles mientras el gobierno construye narrativas. Uno que refina gasolina mientras el presidente refina discursos.
El narco no necesita derrocar al gobierno. Ya gobierna. A través del miedo, de la omisión, de los acuerdos que se susurran en lo oscuro y se sellan con silencio institucional.
Hoy, la verdadera infraestructura que sostiene a este país no es la que presume el gobierno en sus mañaneras. Es la que opera en las sombras, con el visto bueno de quienes se dicen diferentes, pero pactan igual.
Porque el narco gobierno no llegó con Morena. Pero con Morena, se institucionalizó.
Y mientras no se rompa esa red de complicidad, cada túnel y cada refinería serán monumentos a nuestra derrota.