18-06-2025 12:18:39 AM

Prisión Preventiva: montaje y poder

Por Yasmín Flores Hernández

 

En México, basta con ser acusado para perderlo todo. No hace falta una sentencia, ni pruebas sólidas, ni un juicio justo. Basta con una denuncia, una carpeta abierta, una voluntad política o una historia construida desde la prensa. El resto lo hace el sistema. Un sistema que no duda, no investiga, no escucha. Sólo encierra.

 

La prisión preventiva oficiosa se ha convertido en uno de los rostros más perversos de nuestro sistema penal. Fue pensada para casos excepcionales, pero en la práctica se ha transformado en una sentencia anticipada, impuesta sin proceso y sin defensa.

 

Más de 90 mil personas en el país viven tras las rejas sin haber sido condenadas. Es decir, casi la mitad de la población penitenciaria está encarcelada no por lo que hizo, sino por lo que se sospecha. Por lo que se construyó. Por lo que se quiso creer.

 

Y lo más alarmante: esta es una política de Estado.

 

A pesar de los múltiples llamados de alerta de organismos internacionales, especialmente de la Corte Interamericana de Derechos Humanos, México se ha resistido a desmontar esta figura.

 

En reiteradas sentencias y recomendaciones, la Corte ha establecido que la prisión preventiva obligatoria viola el principio de presunción de inocencia, y por tanto, es incompatible con los tratados internacionales que México ha suscrito.

 

La jurisprudencia interamericana es clara: la prisión debe ser una medida excepcional, razonada y proporcional, nunca automática, nunca impuesta por catálogo.

 

Pero aquí, la excepción se volvió regla. Lo automático, costumbre. Y la costumbre, impunidad.

 

La prisión preventiva oficiosa, lejos de ser un instrumento de justicia, ha sido utilizada como un arma de control político, mediático y judicial. En vez de investigar, se encierra.

 

En vez de probar, se castiga por adelantado. Y en no pocos casos, se inventa. Se construyen verdades a modo. Se tortura para obtener confesiones. Se fabrican culpables. Porque en este país, donde la justicia es selectiva, la prisión preventiva no garantiza que el culpable pague, pero sí que el inocente sufra.

 

Esta columna quiere contar esas historias. No desde la estadística, sino desde los rostros: Brenda Quevedo, Juana Hilda González Lomelí, y muchos más que han sido enterrados en vida bajo el peso de un sistema judicial que los hizo culpables desde la portada de un periódico.

 

Pero hay un caso en particular que concentra todas las fallas —y todas las heridas— de este modelo: el caso Wallace.

 

Un montaje judicial presentado como caso ejemplar. Una narrativa construida con apoyo de fiscales, jueces, medios de comunicación y actores con poder real. Y detrás de ese mito, un nombre del que poco se habla, pero cuya presencia ha sido decisiva: Eduardo Margolis.

 

El caso Wallace no es una excepción. Es un símbolo. Un espejo. Un mensaje de lo que puede pasarle a cualquiera cuando la verdad es lo de menos y lo importante es cerrar el caso. Satisfacer al público.

 

Hacer justicia mediática, aunque no haya justicia legal.

 

Hoy, tras dos décadas de prisión para varios inocentes y la reciente muerte de Isabel Miranda de Wallace, las víctimas de ese montaje comienzan a ver la luz. No porque el sistema haya cambiado, sino porque la verdad empieza a abrirse paso entre las ruinas de un expediente plagado de mentiras.

 

Y esa es la advertencia más clara que podemos hacer como sociedad: en un país donde se puede encarcelar sin probar, donde se puede torturar para construir culpables, donde la prisión preventiva se dicta por inercia, todos -absolutamente todos— estamos en riesgo.

Porque cuando la justicia se tuerce, nadie está a salvo.

 

Las advertencias ignoradas. La Corte Interamericana y la ilegalidad de la prisión preventiva automática:

 

En México  hay  advertencias ignoradas, a usted que  me escucha y me lee dejeme le cuento: la Corte Interamericana y la ilegalidad de la prisión preventiva automática.

 

A lo largo de los últimos quince años, la Corte Interamericana de Derechos Humanos (Corte IDH) ha sido clara y constante en sus pronunciamientos: la prisión preventiva oficiosa es incompatible con el sistema interamericano de derechos humanos.

 

Así lo ha señalado en múltiples sentencias contra países de la región —incluido México— donde se ha advertido que esta medida, cuando se impone de manera automática o sin análisis individualizado, viola los principios fundamentales del debido proceso, el derecho a la libertad personal y la presunción de inocencia.

 

En la Opinión Consultiva OC-9/87, la Corte ya establecía que la prisión preventiva no puede ser regla general, ni mucho menos una pena anticipada.

 

Posteriormente, en casos como Reyes v. El Salvador, Acosta Calderón v. Ecuador y más directamente en García Rodríguez y otro v. México (2020), el tribunal reiteró que ningún sistema jurídico puede sostener la prisión preventiva de manera obligatoria o automática sin caer en arbitrariedad.

 

En ese último caso, la Corte IDH dictó sentencia contra el Estado mexicano por haber aplicado prisión preventiva sin justificación individual.

 

En la resolución se lee:

 

El problema en México no es sólo legal, sino estructural. La figura de la prisión preventiva oficiosa está constitucionalizada: es decir, se encuentra prevista directamente en el artículo 19 de la Constitución. Esto significa que, frente a determinados delitos, el juez no tiene margen de decisión: está obligado a ordenar la prisión preventiva sin importar el contexto, la prueba, ni las condiciones personales del imputado. Y esto choca de frente con la doctrina interamericana, que exige un análisis de caso por caso.

 

En 2023, la propia Suprema Corte de Justicia de la Nación (SCJN) debatió intensamente sobre la inconvencionalidad de esta figura. Aunque una mayoría de ministros expresó preocupación y reconoció su contradicción con tratados internacionales, no se alcanzaron los votos suficientes para declarar la inconstitucionalidad de la prisión preventiva oficiosa, escudándose algunos en el principio de supremacía constitucional formal, aunque a costa de sacrificar la supremacía de los derechos humanos.

 

Paradójicamente, México ha firmado y ratificado la Convención Americana sobre Derechos Humanos, y ha reconocido la competencia de la Corte IDH. Bajo el principio del control de convencionalidad, esto implica que cualquier norma nacional, incluso la Constitución, debe ser interpretada conforme a los estándares internacionales en derechos humanos.

 

Sin embargo, las autoridades judiciales y legislativas mexicanas han preferido mirar hacia otro lado, dejando intacto un modelo que encarcela por reflejo, que criminaliza la pobreza y que normaliza el abuso.

 

Y mientras los tratados son ignorados y los jueces quedan atados por la Constitución, las cárceles siguen llenándose de personas sin condena, sin defensa efectiva y, en muchos casos, sin culpa.

 

Este marco jurídico es la antesala perfecta para entender lo que ocurrió con casos emblemáticos como el de Brenda Quevedo, Juana Hilda González Lomelí, o el mismísimo caso Wallace, donde la prisión preventiva no fue una herramienta de justicia, sino un mecanismo para consolidar montajes, castigos mediáticos y decisiones políticas.

 

El caso Wallace: cómo se fabrica un culpable en México

 

El 11 de julio de 2005, Isabel Miranda de Wallace denunció el supuesto secuestro y asesinato de su hijo, Hugo Alberto Wallace Miranda. Lo que comenzó como una tragedia personal, muy pronto se convirtió en un estandarte nacional: “la madre coraje” se alzó como símbolo de lucha contra el secuestro, impulsando leyes, encarcelando a supuestos culpables y sentándose en primera fila con presidentes y fiscales. Pero detrás de ese relato heroico, se esconde una historia profundamente turbia, plagada de contradicciones, tortura, manipulación mediática y fabricación de pruebas.

 

Hoy, a casi veinte años de distancia, cada vez hay más evidencias de que el caso Wallace fue un montaje de Estado.

 

Y por supuesto un rompecabezas que no encaja.

 

Desde el inicio, hubo irregularidades graves. El cuerpo de Hugo Alberto nunca apareció. La escena del crimen fue armada con meses de retraso. Las pruebas de ADN fueron introducidas de manera anómala. Los supuestos implicados —entre ellos Brenda Quevedo, Jacobo Tagle y Juana Hilda González Lomelí— denunciaron tortura, amenazas, desapariciones forzadas y confesiones fabricadas bajo presión.

 

El periodista Ricardo Raphael, quien en un inicio respaldó públicamente a Isabel Miranda, se convirtió en una de las voces más firmes para denunciar las falsedades detrás del caso. En su libro “Hijo de la guerra”, y más adelante en “Fabricación”, muestra con documentos, peritajes y testimonios cómo la versión oficial fue construida con base en pruebas manipuladas y declaraciones obtenidas bajo tortura.

 

Y si el montaje tuvo éxito, no fue sólo por el poder mediático de Isabel Miranda, sino por la estructura operativa que lo respaldó.

 

El hombre detrás de las sombras es y seguirá siendo Eduardo Margolis.

 

Pero usted se preguntara, ¿quien es?

 

Pocas personas tienen tanto poder y tan poco nombre en el espacio público como Eduardo Cuauhtémoc Margolis Sobol. Empresario, operador político y exagente vinculado a redes de inteligencia, Margolis ha sido identificado en múltiples investigaciones periodísticas como un actor clave en la fabricación de casos judiciales.

 

Ya había estado vinculado al montaje del caso Florence Cassez e Israel Vllarta, este ultimo de igual forma recluido con prision preventiva oficiosa y sin sentencia, tras 19 años. En ese caso, colaboró con Genaro García Luna y la AFI para montar un falso rescate transmitido por televisión. Pero su nombre también aparece en documentos y testimonios que lo conectan directamente con Isabel Miranda de Wallace, como una especie de operador silencioso, el arquitecto de los “cómo se hace”.

 

De acuerdo con el semanario Proceso y con periodistas como Jorge Carrasco y Anabel Hernández, Margolis formaba parte del círculo de confianza de Miranda y habría facilitado contactos con cuerpos de seguridad, presión sobre jueces y fiscales, y vínculos con aparatos de inteligencia del Estado. Su papel, aunque nunca oficial, fue decisivo para sostener el montaje.

 

Isabel ponía la cara. Margolis ponía el aparato.

 

Como verá usted la colusión, se da cuando el Estado se pliega al poder.

Durante años, las instituciones del Estado no sólo respaldaron la versión de Miranda; la protegieron. La PGR fabricó los expedientes.

 

La entonces Secretaría de Seguridad Pública avaló detenciones ilegales. Jueces federales ignoraron denuncias de tortura. La prensa, con pocas excepciones, repitió el guión sin cuestionar. Y mientras tanto, los verdaderos culpables —si es que los hay— permanecen libres.

 

La colusión fue total. Y la verdad se volvio irrelevante, pero finalmente el mito se desmorona.

 

En marzo de 2025, Isabel Miranda de Wallace falleció. Su muerte abrió un nuevo capítulo: sin su sombra, comenzaron a caer las piezas de su relato. En junio, la liberación de Juana Hilda González Lomelí, después de veinte años de prisión, confirmó lo que por años se denunció: su testimonio fue obtenido bajo tortura, las pruebas eran inconsistentes, y su proceso fue una simulación.

 

Hoy, el caso Wallace ya no es símbolo de justicia. Es símbolo de cómo se puede destruir una vida desde el poder. Es el espejo más cruel de un país donde la verdad es maleable, y la prisión preventiva es la herramienta perfecta para esconder errores, o fabricar culpables.

 

Brenda Quevedo Cruz:dos décadas de infierno sin sentencia

 

Brenda Quevedo Cruz tenía 25 años cuando su nombre apareció en una lista negra que marcaría su destino. Era joven, profesionista, sin antecedentes penales, sin vínculos con el crimen. Pero fue señalada por Isabel Miranda como una de las supuestas responsables del secuestro y asesinato de Hugo Alberto Wallace. Y en México, ser señalada por el poder vale más que cualquier prueba.

 

Desde entonces, ha pasado casi veinte años en prisión preventiva, sin una sentencia firme, sin juicio justo, y con su dignidad destrozada por un sistema que no busca verdad, sino culpables funcionales.

 

La historia de Brenda es una de las más documentadas y, a la vez, de las más ignoradas. Su defensa ha denunciado desde hace años que fue víctima de tortura, violencia sexual, amenazas, aislamiento, y constantes violaciones al debido proceso.

 

Fue detenida en Estados Unidos, extraditada bajo cargos ambiguos, e ingresada al sistema penitenciario mexicano donde permanece hasta hoy, sin sentencia.

 

Lo más grave es que su prisión se ha sostenido únicamente por la figura de la prisión preventiva oficiosa. No hay pruebas sólidas, ni sentencia en firme.

 

Sólo la palabra de una mujer con poder —Isabel Miranda— y una narrativa que se convirtió en dogma de fe.

 

En entrevistas, su madre, María Elena Cruz, ha narrado el calvario legal y emocional que han vivido durante dos décadas. Ha entregado cartas, expedientes, videos, incluso exámenes médicos que comprueban las lesiones sufridas por Brenda. Nada ha sido suficiente. El aparato judicial mexicano decidió desde el inicio que ella era culpable y, por tanto, no merecía defensa.

 

El Estado la condenó sin juzgarla.

Lo más indignante del caso Quevedo no es sólo su duración, sino el silencio cómplice de las instituciones. La Fiscalía General de la República no ha revisado las pruebas con seriedad. El Poder Judicial ha permitido que su proceso se alargue artificialmente.

 

Y la Comisión Nacional de los Derechos Humanos (CNDH), durante más de una década, fue omisa.

 

Fue hasta que organismos internacionales, entre ellos la ONU y la CIDH, comenzaron a señalar su caso como ejemplo de prisión arbitraria, que el Estado mexicano se mostró mínimamente receptivo. Pero incluso así, Brenda sigue tras las rejas.

 

Hoy, el caso de Brenda Quevedo se ha convertido en una herida abierta del sistema judicial mexicano, una de esas que no se puede maquillar ni justificar. Su permanencia en prisión no sólo refleja la crueldad de la prisión preventiva oficiosa, sino también el carácter clasista y machista de un sistema que castiga más fuerte cuando se trata de mujeres jóvenes, sin poder ni apellidos ilustres.

 

Brenda no sólo representa su historia

 

Brenda es muchas mujeres. Es todas aquellas que han sido víctimas de un sistema que prefiere encerrarlas antes que escucharlas. Su rostro representa a las miles que hoy purgan condenas no dictadas, sentencias anticipadas por jueces obedientes a la presión mediática o política.

 

Y aunque no ha sido declarada culpable, lleva más tiempo encarcelada que muchos sentenciados por delitos comprobados. Esa es la distorsión más brutal del sistema penal mexicano: castigar antes de investigar, encerrar antes de escuchar.

 

Hoy, con la muerte de Isabel Miranda y la liberación de Juana Hilda González, el caso Wallace se tambalea. Y Brenda —como los otros imputados— espera que, por fin, la verdad tenga más peso que la narrativa. Que el derecho se imponga sobre la consigna.

 

Porque si hay justicia, Brenda debería estar libre.

 

Ella es Brenda:

(audio)

 

Juana Hilda González Lomelí: 19 años de encierro por un delito inexistente

 

Juana Hilda González Lomelí era bailarina del grupo musical Clímax, conocida por su participación en el escenario como parte de un espectáculo popular. Tenía dos hijas pequeñas. Vivía en la Ciudad de México y, como muchas mujeres jóvenes, trabajaba para salir adelante.

 

Su única conexión con el caso Wallace era haber tenido una relación sentimental con César Freyre, uno de los presuntos implicados. Eso bastó para convertirla, en la narrativa oficial, en cómplice de un secuestro que no fue probado, y de un asesinato sin cuerpo.

El 4 de septiembre de 2006 fue detenida arbitrariamente. No hubo orden de aprehensión. No se le permitió comunicarse con su familia ni con un abogado.

 

Fue llevada a las instalaciones de la SIEDO, donde fue torturada física y psicológicamente durante días. La amenazaron con hacerle daño a sus hijas. La presionaron para que firmara una confesión que ya estaba escrita. Bajo condiciones inhumanas, admitió un crimen que no cometió.

 

Esa declaración obtenida bajo tortura —sin presencia legal y sin garantías procesales mínimas— se convirtió en la base de su prisión preventiva oficiosa y, más adelante, en su condena.

 

En 2011, un juez la sentenció a 78 años de prisión. Todo sustentado en una narrativa frágil, sin pruebas materiales, sin evidencia científica que demostrara su participación directa en ningún delito.

 

Dos décadas de encierro, estigmatización y olvido.

 

Durante casi 20 años, Juana Hilda vivió encerrada por un crimen cuya existencia nunca fue probada. Fue aislada, juzgada por su oficio, por su cuerpo, por su clase social. Los medios la retrataron como “la carnada”, la mujer que seducía para atrapar.

 

La Fiscalía la exhibió como pieza clave de una historia ya escrita, donde la culpabilidad estaba decidida antes del juicio.

 

La prisión preventiva oficiosa se usó contra ella como una condena anticipada. No hubo juicio justo. No hubo presunción de inocencia. No hubo defensa efectiva. El Estado mexicano la castigó por encajar en el personaje que la narrativa necesitaba.

 

Hoy es la libertad que desnuda el montaje.

 

El 11 de junio de 2025, la Suprema Corte de Justicia de la Nación ordenó su liberación inmediata. En su fallo, se reconoció que Juana Hilda fue torturada, que su proceso estuvo viciado desde el origen, y que las pruebas utilizadas en su contra eran nulas, ilegales o inexistentes. No había causa legítima para mantenerla presa. Había, en cambio, décadas de negligencia, violencia institucional y abandono.

 

La liberación de Juana Hilda no fue un acto de justicia reparadora. Fue un acto tardío que desmonta uno de los pilares fundamentales del caso Wallace. El mito empieza a caer, y con él, la credibilidad de un aparato judicial que prefirió fabricar culpables antes que asumir su incompetencia.

 

Un nombre, una historia, una advertencia

Juana Hilda González Lomelí salió libre después de 19 años, 9 meses y 7 días de prisión. Salió sin haber sido escuchada, sin que se hubiera hecho justicia plena, sin que sus torturadores hayan enfrentado cargos. Pero su historia ya no puede ser borrada.

 

Ella representa a las mujeres pobres, estigmatizadas, invisibles, que fueron utilizadas para validar una versión construida desde el poder. Su caso, como el de Brenda Quevedo, muestra cómo la prisión preventiva oficiosa no es un instrumento jurídico, sino un dispositivo de control, de represión y de encubrimiento.

 

Hoy, Juana camina libre. Pero la justicia no ha llegado.

 

Porque mientras los responsables de su encierro siguen impunes, y quienes fabricaron el caso Wallace permanecen protegidos, la libertad de Juana no es aún reparación.

 

Es apenas el primer paso de una verdad que exige ser contada.

 

La Fiscalía como fábrica de culpables, es sin duda el rostro más cruel del Estado.

 

En un país donde las cárceles están llenas de personas sin condena, no se puede hablar de justicia. En México, la Fiscalía no investiga: construye relatos. No busca pruebas: produce culpables. Su función se ha degradado de ser el órgano investigador del Estado a convertirse en una industria de fabricación penal, que encierra con base en sospechas, juicios mediáticos y razones de Estado.

 

El caso Wallace es el ejemplo más acabado de cómo la Fiscalía se convirtió en una fábrica de culpables con rostro humano. No solo omitieron investigar con rigor, sino que fabricaron pruebas, toleraron —o directamente ordenaron— la tortura de los implicados, y mantuvieron la prisión preventiva durante años sin pruebas contundentes.

 

Pero lo más grave no fue la fabricación judicial, sino la colusión política y mediática que blindó el montaje durante casi dos décadas. Isabel Miranda no tenía un equipo de investigación. Lo que tenía era acceso a la estructura del Estado. A fiscales obedientes.

 

A jueces complacientes. A medios listos para reproducir el guión. Y detrás, una figura aún más siniestra: Felipe Calderon, todo por legitimar un gobierno fallido.

 

¿La simulación tiene consecuencias?

 

Hoy, la Fiscalía General de la República sigue arrastrando ese modelo. Nada ha cambiado estructuralmente. Siguen los arraigos ilegales, las prisiones sin sentencia, los expedientes prefabricados. Siguen las víctimas invisibles, las madres que claman justicia, los inocentes que mueren en prisión esperando una audiencia que nunca llega.

 

La fabricación de delitos no es una falla del sistema: es el sistema. Y la prisión preventiva oficiosa es su motor principal. Porque mientras no se investigue a fondo, mientras no se reforme a profundidad la fiscalía y se deroguen figuras como la prisión automática, cualquier ciudadano está en riesgo.

 

Cualquiera…

 

Incluso tú.

 

El uso abusivo de la prisión preventiva ha colapsado el sistema penitenciario.

Más del 40% de la población carcelaria está sin sentencia. El sistema no se da abasto. Los defensores públicos están rebasados. Las audiencias se aplazan años. Los jueces no investigan; solo cumplen con lo que la ley —o la presión política— les dicta.

 

Y mientras eso ocurre, el verdadero culpable está allá afuera. Quizá nunca fue investigado. Quizá fue protegido. O quizá el crimen nunca ocurrió.

 

Y eso, que aun no toco la Ley Mordaza que acaban de aprobar y publicar en Puebla, porque ese tema sera estuadiado a fondo antes de generar un amparo.

 

Regresando al tema déjeme decirle que eso no es justicia, eso es barbarie.

 

A usted que me escucha y me lee, le pregunto:

 

¿Queremos seguir mirando hacia otro lado?

 

El caso Wallace —con toda su crudeza, su falsedad y su dolor— no debe ser una anécdota. Debe ser un punto de inflexión. Una sacudida ética. Un espejo incómodo. Porque si después de 20 años, los inocentes empiezan a salir libres solo porque la principal promotora del montaje ha muerto, entonces la justicia en México no es ciega. Es selectiva. Y obedece al poder, no a la verdad.

 

No basta con liberar a una víctima.

Si el caso Wallace nos deja una lección, es esta: cuando el Estado se convierte en verdugo, todos estamos en peligro.

 

Y quizá sea hora de romper el silencio.

Aunque sea tarde. Aunque duela. Aunque incomode, porque hay vidas que siguen esperando justicia.

 

Y la justicia no puede seguir esperando.

 

Y la pregunta sigue en el aire:

 

¿Dónde está Hugo Alberto Wallace Miranda?

 

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