13-06-2025 12:21:02 AM

La nueva cacería humana

Por Yasmín Flores Hernández

 

En Estados Unidos ha comenzado otra temporada de redadas.

 

No es metáfora: es literal.

 

Camionetas del ICE irrumpen en vecindarios, lugares de trabajo, estaciones de autobús y escuelas con una lista en la mano y esposas en la otra.

 

Buscan mexicanos. No criminales, no narcotraficantes: trabajadores.

Madres, padres, estudiantes. Personas sin papeles, sí, pero con raíces.

Con familia. Con una historia que cruzó fronteras empujada por la necesidad, no por el crimen.

 

Las cifras son alarmantes: en las últimas semanas se han incrementado los operativos dirigidos específicamente contra comunidades latinas, particularmente mexicanas, en ciudades como Houston, Los Ángeles, Phoenix y Chicago.

 

¿El delito? Ser pobres.

 

¿La amenaza? No ser blancos.

 

¿El castigo? La deportación exprés, sin juicio justo, sin notificación a familiares, sin tiempo para despedidas.

 

Esto no es nuevo. Pero lo grave no es que se repita: lo grave es que se normalice. Se ha vuelto rutina perseguir al que limpia las oficinas, al que cosecha los tomates, al que levanta casas en los suburbios.

 

La América que presume libertad y derechos humanos, los pisotea cuando no se trata de los suyos, sino de los nuestros.

 

Y mientras todo esto ocurre, el gobierno mexicano, ese que tanto presume en giras su amor por la comunidad migrante calla.

 

Calla como quien no quiere ver.

 

O peor aún: como quien no quiere incomodar.

 

Las redadas migratorias no sólo son operativos policiacos: son actos de terrorismo institucional. Operan con precisión quirúrgica para sembrar el miedo, la humillación y el desarraigo.

 

La lógica es simple: si eres latino, eres sospechoso.

 

Si hablas español, te apuntan. Si no tienes papeles, eres presa.

 

Así, entran sin avisar. Apagan cámaras. Rompen puertas. Aterrorizan niños. Arrestan padres frente a sus hijos. Te borran del mapa en minutos.

 

La crueldad se justifica con protocolos; la violencia, con patriotismo.

El ICE no pide permiso ni ofrece explicaciones. En muchos casos, los detenidos son trasladados a centros de detención remotos, sin derecho a comunicarse, sin abogados que los representen y sin garantías mínimas. Son números.

 

Son “casos cerrados” antes de abrirse.

 

Y aunque parezca mentira, estas prácticas se intensifican cada vez que hay clima electoral en Estados Unidos.

Porque nada enciende más el nacionalismo barato que la promesa de “mano dura contra los ilegales”.

 

Porque en ese discurso enfermo, un migrante equivale a una amenaza. Porque en esa narrativa retorcida, nosotros —los mexicanos— somos el enemigo perfecto.

 

Pero lo más doloroso no es el arresto: es el silencio. El silencio de los que miran y no defienden.

De los jefes que dejan que se lleven a sus empleados. De los vecinos que callan. De los consulados mexicanos que no aparecen.

 

Y del gobierno de México, que sólo envía comunicados tibios y vagas “acciones de apoyo” que nunca llegan a tiempo.

 

Mientras tanto, cada redada deja más que un espacio vacío.

 

Deja trauma.

 

Deja miedo en los niños.

 

Deja deuda. Deja hambre.

 

Deja un hueco en el corazón de una comunidad que trabaja, produce y sostiene —en silencio— a dos países que no saben protegerla.

Sin error a equivocarme podria  decir que las redadas:  se ha vuelto la maquinaria del miedo.

 

Pero el  gran dilema sigue siendo el mismo: ¿y ahora quién trabaja?

 

Estados Unidos lleva décadas construyendo su economía sobre una paradoja: desprecia públicamente a los migrantes, pero no puede vivir sin ellos.

 

El campo, la construcción, los restaurantes, los hoteles, los servicios de limpieza, el cuidado de personas mayores… todos esos sectores funcionan gracias a manos mexicanas.

 

Y ahora, esas manos están siendo cazadas como si fueran una plaga.

 

¿Quién cosecha las frutas y verduras que llenan los supermercados?

 

¿Quién pone los ladrillos en los suburbios?

 

¿Quién limpia las oficinas cuando todos duermen?

 

¿Quién cuida a los niños de las familias acomodadas mientras sus propios hijos se quedan solos?

 

La respuesta es clara: los mexicanos.

 

Los indocumentados.

 

Los invisibles.

 

Y sin embargo, cada redada desmantela no sólo hogares, sino también economías locales. Las empresas ya lo están resintiendo. Hay retrasos en entregas, cosechas perdidas, obras detenidas, restaurantes sin personal.

 

Porque no hay “relevo” dispuesto a tomar ese lugar. No hay estadounidenses haciendo fila para reemplazar a quienes ganaban el mínimo y trabajaban el doble.

 

Lo sabían.

 

Lo saben.

 

Pero les importa más el discurso xenófobo que la estabilidad económica. Prefieren destruir su propia base laboral antes que reconocer el valor del migrante.

 

Y ahí es donde se evidencia el cinismo: se expulsa al trabajador, pero no se castiga al patrón que lo contrató. Se persigue al que produce, no al que se beneficia.

 

Porque el sistema está diseñado para castigar la pobreza, no la explotación.

 

¿Y México?

 

México observa cómo expulsan a su gente, mientras presume remesas como si fueran trofeos. Se indigna por el trato, pero no cuestiona las causas. No protege al migrante allá, ni le ofrece futuro acá.

 

Los mexicanos en Estados Unidos no son solo “héroes migrantes”. Son el pilar de un sistema que los usa, los exprime… y luego los abandona.

 

En medio de esta cacería moderna, hay un fenómeno inesperado, poderoso, y profundamente esperanzador: la resistencia ciudadana. No viene de México. No viene de los consulados. No viene del gobierno. Viene de los propios estadounidenses.

 

Sí, en Los Ángeles, Paramount, Atlanta  y Compton —territorio históricamente golpeado por el racismo institucional— cientos de ciudadanos han salido a las calles a enfrentar al ICE con el cuerpo.

 

No con discursos. Con cadenas humanas.

 

Con concreto vertido frente a centros de detención. Con escudos de dignidad ante un gobierno que ha decidido actuar como enemigo de su propio pueblo.

 

Mientras las redadas arrancaban trabajadores, vecinos blancos, afroamericanos y latinos se organizaron en defensa de las familias migrantes. Y lo hicieron no sólo por empatía, sino por lógica: Estados Unidos comienza a colapsar por la falta de mano de obra mexicana y latina.

 

Las obras se paran.

 

Las cosechas se pierden.

 

Las casas quedan a medias.

 

Los hospitales están saturados.

 

Porque quienes sí trabajan —los que en realidad sostienen a este país— están siendo expulsados como delincuentes.

 

La reacción del gobierno federal fue inmediata… y desproporcionada.

 

Donald Trump, en uno de sus arranques autoritarios, ordenó el despliegue de 2,000 elementos de la Guardia Nacional en California, ignorando al gobernador y al alcalde de Los Ángeles.

 

Fue un acto de fuerza contra su propia ciudadanía, como si proteger a los migrantes fuera un crimen de Estado.

 

La escena es de película distópica: protestas pacíficas, bloqueadas por tanques y gases lacrimógenos.

 

Y sin embargo, ahí siguen. Protestando. Resistiendo. Exigiendo un alto a la persecución y una reforma migratoria real.

 

Paradójicamente, hoy son ciudadanos estadounidenses los que están dando la batalla por nuestros connacionales.

 

Mientras el gobierno de México calla, minimiza y no mueve un solo dedo real por su gente, son ellos —los otros— quienes están tratando de salvarnos.

 

Qué ironía.

 

Qué vergüenza.

 

Y como siempre México: omiso, ausente… o cómplice

 

Mientras se rompen familias en Estados Unidos, en México se rompen las promesas.

 

El gobierno federal —el mismo que presume “amor por los migrantes” cada vez que conviene políticamente— ha decidido no ver, no escuchar y no actuar. Porque actuar implicaría incomodar a Estados Unidos. Implicaría asumir responsabilidades. Implicaría, sobre todo, dejar de ver al migrante como negocio.

 

Y es que para el gobierno mexicano, el migrante no es una persona: es una fuente de remesas.

 

Son 63 mil millones de dólares al año. Dinero limpio, constante, seguro… y sin costo político.

 

¿Por qué protegerlos, si desde lejos siguen enviando dinero?

 

¿Por qué incomodar a Washington, si desde aquí se puede simular apoyo con comunicados vacíos?

 

Los consulados, supuestamente creados para proteger a nuestros connacionales, están rebasados, desarticulados o simplemente ausentes. A muchos les basta con entregar folletos o publicar mensajes de “solidaridad” en redes sociales. Pero en las redadas no están. En los centros de detención no aparecen. Y cuando lo hacen, llegan tarde, sin estrategia ni respaldo real.

 

Mientras tanto, Palacio Nacional guarda silencio. Un silencio que ya no es prudencia, sino complicidad. Porque callar frente a la injusticia también es participar en ella.

 

Y lo más grave: este gobierno no solo no protege, sino que reproduce el mismo discurso que criminaliza al pobre.

 

Mientras en Estados Unidos los persiguen por “ilegales”, aquí los usan como estandarte político, pero sin garantizarles seguridad, empleo digno o acceso a derechos si regresan.

 

Ni allá ni acá hay justicia.

 

Los migrantes mexicanos están solos. Y eso debería ser inaceptable.

 

México no debería ser el país que exporta obreros y recibe cenizas. No deberíamos acostumbrarnos a ver cómo deportan a los vivos y repatrian a los muertos. No deberíamos aceptar que nuestros hermanos migrantes sean perseguidos en un país y olvidados en el otro.

 

Pero aquí estamos. Una vez más.

Viendo cómo se lleva a cabo una cacería humana en pleno siglo XXI mientras el gobierno mexicano aplaude a distancia y cobra las remesas como si fueran premios.

 

Se llenan la boca llamándolos “héroes”. Pero cuando se los llevan, nadie va por ellos. Cuando los separan de sus hijos, no hay pronunciamiento. Cuando los encierran sin juicio, sólo hay silencio.

 

¿Qué clase de patria abandona así a su gente?

 

Y mientras tanto, ciudadanos estadounidenses —sí, estadounidenses— están poniendo el cuerpo por nuestros migrantes. Están formando cadenas humanas, enfrentando gases, marchando por calles que no les deben nada… pero que hoy defienden a quienes todo se los han dado.

 

Porque entendieron algo que en México seguimos sin aprender: un migrante no es un problema.

 

Es una persona.

 

Un ser humano.

 

Un trabajador.

 

Un padre.

 

Una madre.

 

Un joven que quiso vivir.

 

¿Dónde quedó la dignidad nacional?

 

¿Cuándo dejamos de sentir vergüenza por nuestra indiferencia?

 

¿Cuánto más vamos a tolerar este sistema que solo ama al mexicano cuando produce, pero lo desecha cuando estorba?

 

Si no exigimos, si no gritamos, si no protegemos… seremos cómplices de esta masacre silenciosa.

 

No es sólo una crisis migratoria. Es una crisis de humanidad.

 

Los están cazando como criminales cuando en realidad son los pilares invisibles de dos países.

 

Los expulsan sin juicio, sin defensa, sin compasión. Y mientras eso ocurre, el gobierno mexicano calla. Se acomoda. Se lava las manos. Porque para ellos, el migrante solo importa mientras sean moneda de cambio.

 

Eso es lo que duele.

 

Eso es lo que debería arder.

 

Eso es MORENA

 

Porque mientras aquí se presumen discursos, allá se defienden vidas.

 

Porque mientras aquí se habla de soberanía, allá se lucha por justicia.

 

Y si este gobierno no quiere ver a los suyos, si no los va a defender ni aquí ni allá, entonces que quede claro:

 

No son los migrantes los que fallaron a su país.

 

Es su país el que les falló a ellos…

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