21-06-2025 12:02:53 PM

¿Justicia al voto?, el experimento judicial que divide a México

Por Yasmín Flores Hernández

 

El circo de la democracia disfrazada. México vivió un momento que algunos califican de histórico, y otros —los que no se tragan el cuento oficialista— vemos como un peligroso precedente: el país acudió por primera vez a las urnas para elegir a jueces, magistrados y ministros del Poder Judicial.

 

Más de dos mil seiscientos cargos fueron sometidos al voto popular, incluyendo las codiciadas sillas de la Suprema Corte.  Un hecho sin paralelo… y sin sustancia democrática real.

 

La narrativa del gobierno es clara: democratizar la justicia, pero la realidad es otra.

 

Con apenas el 13 por ciento del padrón electoral de participación, esta elección revela más apatía que entusiasmo, más simulación que transformación.

 

¿De verdad podemos hablar de legitimidad cuando siete de cada ocho ciudadanos decidieron no participar?

 

¿O será que la ciudadanía entendió, más rápido que sus gobernantes, que vestir a la justicia con ropajes electorales no la hace más justa, sino más vulnerable?

 

Detrás de este teatro electoral se esconde un proyecto viejo, ideado por López Obrador y concretado por Sheinbaum: capturar al Poder Judicial con el disfraz de la “voluntad popular”.

 

La elección de Lenia Batres, Yasmín Esquivel y Loretta Ortiz, perfiles abiertamente alineados con el régimen no fue una sorpresa. Fue el plan desde el inicio.

 

Y con la baja participación, el camino estaba despejado para que el oficialismo consolidara su control, sin resistencia.

 

Pero ¿qué significa realmente esta “elección judicial”?

 

¿Es un paso hacia la justicia social o la puerta de entrada a un Poder Judicial dócil, sumiso y complaciente?

 

¿Qué perdimos ayer como país y qué monstruos despertamos?

 

Sin duda alguna es una reforma con nombre y apellido. Esta reforma judicial no nació de un consenso, ni fue producto de un diagnóstico serio del sistema de justicia.

 

Nació con un sólo propósito: domesticar al único poder que el obradorismo no había logrado someter. El Poder Judicial era, hasta hace poco, una piedra en el zapato del Ejecutivo.

 

Pero con esta reforma —la más agresiva desde la Revolución— se consumó la operación quirúrgica para arrancarle los dientes a la justicia mexicana.

 

Andrés Manuel López Obrador soñó con esto desde el púlpito mañanero: una Corte obediente, jueces leales, magistrados a modo. Claudia Sheinbaum, su heredera política, lo ejecutó con precisión.

 

En 2024, entre aplausos de su bancada y el silencio cómplice de los tibios, se aprobó una reforma que redujo el número de ministros de 11 a 9, eliminó el Consejo de la Judicatura Federal y creó un Tribunal de Disciplina Judicial. Todo eso envuelto en el discurso populista de “acercar la justicia al pueblo”.

 

Pero lo que realmente se acercó fue el poder político a la justicia, y no precisamente para sanarla.

 

Bajo el pretexto de devolverle al pueblo el control de sus instituciones, lo que se construyó fue un mecanismo de colonización del Poder Judicial. No se trató de mejorar la justicia, sino de someterla. No fue una reforma, fue una ocupación.

 

Los trabajadores del Poder Judicial lo vieron venir. Se manifestaron, protestaron, marcharon. Pero el gobierno los tachó de “privilegiados”. El mismo guion de siempre: quien se opone al régimen, es enemigo del pueblo.

 

Y así, entre propaganda, represión y clientelismo, la reforma fue impuesta.

 

Pero dejeme decirle a usted que me

escucha y me lee, que sólo hubo el 13 por ciento de participación, y el 100 por ciento de cinismo.

 

La presidenta Claudia Sheinbaum no tardó en salir a los medios para declarar que la elección fue un “éxito histórico”. Lo dijo con el aplomo de quien cree que repetir una mentira la convierte en verdad.

 

Pero la cifra no miente: sólo entre el 12.57 por ciento y el 13.32 por ciento del padrón acudió a votar. El resto del país —87 de cada 100 mexicanas y mexicanos— prefirió no participar en este montaje.

 

Y no es por apatía, es por desconfianza, porque el ciudadano sabe cuándo lo quieren usar como coartada democrática.

 

Esta elección no se trató de justicia, sino de control. Nadie conoció a fondo a los candidatos, no hubo debates, no hubo procesos de evaluación, y los nombres que aparecieron en las boletas eran los mismos de siempre: los que ya estaban alineados con el poder.

 

La democracia no se mide por la cantidad de urnas abiertas, sino por la calidad de la elección.

 

¿Cómo se elige lo que no se conoce?

 

¿Cómo se vota por jueces sin trayectoria pública verificable, sin postulación abierta ni examen de mérito?

 

La participación fue tan baja que ni siquiera alcanzó los niveles de ejercicios cuestionados como la consulta de revocación de mandato o el juicio a expresidentes. Pero eso no importó. El gobierno necesitaba validar su reforma.

 

Y encontró en esos 13 millones de votos la excusa perfecta para declararse vencedor. Aunque el país entero lo haya ignorado.

 

Lo más alarmante no es la baja participación. Lo verdaderamente grave es que, pese a eso, se van a imponer nombramientos que durarán décadas.

 

Jueces sin legitimidad, sin competencia probada, sin independencia. Y lo celebran como si fuera una victoria del pueblo.

 

Acordeones, incondicionales y el crimen como actor político, todo eso se vio en un solo día.

 

En teoría, esta elección era para “rescatar” al Poder Judicial de las élites. En la práctica, fue una subasta de cargos para los más leales al régimen. La mayoría de los perfiles ganadores no son producto de la excelencia jurídica, sino del servilismo político. Ahí están Lenia Batres, Yasmín Esquivel y Loretta Ortiz: más operadoras políticas que ministras, más activistas de Morena que guardianas de la Constitución.

 

¿Mérito?

 

¿Independencia?

 

¿Trayectoria?

 

Olvídenlo. Esta elección premió la obediencia, no la competencia.

 

Y por si eso no fuera suficiente, el proceso estuvo manchado por irregularidades graves. En múltiples estados se detectó la distribución de “acordeones” con los nombres de los candidatos oficialistas, entregados por operadores territoriales del gobierno y de su partido. Hubo denuncias sobre estructuras clientelares activadas para movilizar votantes en zonas específicas, sobre todo en el sur del país.

 

Más preocupante aún: hay reportes creíbles de que en algunas regiones del norte y del Istmo, el crimen organizado también metió mano en la elección.

 

Como en los peores momentos de Colombia, los grupos delictivos buscaron influir en el nombramiento de jueces a modo.

 

¿Por qué?

 

Porque saben que el mejor aliado no es el político comprado, sino el juez corrupto.

 

¿Y qué hizo el gobierno ante estos señalamientos?

 

Nada. Callaron. Porque el silencio, para ellos, también es estrategia. Todo sea por blindar el control del poder, incluso si eso significa permitir que la justicia caiga en manos de quienes la han hecho pedazos desde las sombras.

 

Si lo que se quería era depurar el sistema judicial, esta elección hizo todo lo contrario: institucionalizó la sumisión, normalizó la mediocridad y legalizó la injerencia política y criminal en la justicia.

 

Déjeme por favor explicarle de manera muy práctica porque mi comparación con Colombia.

 

Lo que vimos ayer en México no es nuevo.

Tiene antecedentes —y muy oscuros— en América Latina. En Colombia, durante los años más crudos del narcotráfico, los grupos criminales no solo infiltraron a la policía, al Ejército o al Congreso.

 

Lo más delicado fue cuando se infiltraron en la justicia. Cuando las mafias entendieron que controlar un juzgado era más rentable que mil fusiles. Cuando descubrieron que un juez comprado podía ser su mejor sicario con toga.

 

Así cayó el Estado colombiano en una espiral de cooptación institucional, donde los cárteles ponían y quitaban funcionarios, operaban desde los tribunales y sentenciaban a su antojo. No con balas: con resoluciones judiciales.

 

Y eso es justo lo que comienza a asomar en México. No lo decimos con ligereza: lo advertimos con el peso de la historia reciente. Porque cuando se permite que el crimen organizado influya en la designación de jueces, se abre la puerta a una nueva forma de violencia: la legalizada.

 

Ya no se trata solo de levantar a un opositor. Se trata de encarcelarlo con una orden judicial amañada. Ya no se necesita asesinar a un empresario incómodo, basta con anularlo en un juicio plagado de irregularidades.

 

Y cuando eso sucede, cuando la toga se vuelve herramienta del narco y no del Estado de Derecho, la justicia deja de existir. Lo que queda es un cascarón con membrete institucional, al servicio del poder más oscuro.

 

México todavía está a tiempo. Pero si no se frena esta deriva, si no se blinda con urgencia al Poder Judicial, terminaremos igual que Colombia en los noventa: con ministros asesinados, jueces silenciados, y un sistema judicial secuestrado.

 

Es sin duda el espejo que nadie quiere mirar.

 

Celebraciones huecas, oposiciones dormidas y ojos extranjeros bien abiertos.

 

Mientras la ciudadanía dio la espalda a las urnas, en Palacio Nacional y en la mañanera se descorchaban botellas invisibles. Claudia Sheinbaum proclamó un “éxito histórico” con la misma sonrisa con la que se ignora un incendio. Morena festejó como si hubiera ganado una revolución… cuando en realidad ganó una simulación.

 

Pero la pregunta es simple:

 

¿qué celebran?

 

¿Que menos del 13% de los mexicanos avaló esta elección?

 

¿Que los cargos quedaron en manos de operadores leales?

 

¿Que el sistema de justicia hoy está más debilitado que nunca?

 

Si eso es un éxito, que alguien nos explique el concepto de derrota.

 

Y mientras el gobierno se aplaude a sí mismo, la oposición… duerme. PAN, PRI, PRD: ni un discurso firme, ni una estrategia contundente, ni un mensaje que articule el hartazgo ciudadano.

 

Se limitaron a señalar la baja participación y a lanzar comunicados sin alma. Su rol como contrapeso es ya una caricatura. El vacío lo llenó el abstencionismo. Porque el pueblo sí habló, pero no fue en la urna: fue con su ausencia.

 

Fuera de México, el panorama es distinto. Estados Unidos, Canadá y organismos internacionales comienzan a levantar las cejas. Les preocupa que esta elección mine la independencia judicial, y con ello, los tratados internacionales que exigen sistemas legales confiables para garantizar inversiones, justicia y derechos humanos.

 

Empresarios extranjeros ya lo advierten: sin jueces autónomos no hay seguridad jurídica. Y sin seguridad jurídica, no hay inversiones.

 

¿Quieren justicia “popular”?

 

Perfecto, pero prepárense para un éxodo de capital y un alud de controversias legales en tribunales internacionales.

 

México corre el riesgo de convertirse en un país donde el poder define la justicia, donde la toga se compra con votos dirigidos, y donde los jueces ya no dictan sentencias… sino obedecen consignas.

 

Pero bueno, que le digo…

Detrás de todo este tinglado electoral, detrás de los discursos de justicia “popular” y las reformas pintadas de pueblo, hay una obsesión que no se ha disimulado ni un día: el miedo de Andrés Manuel López Obrador a ser juzgado por la historia… o por la justicia real.

 

Lo que busca el expresidente —y no hay manera elegante de decirlo— es impunidad. Blindarse. Cancelar cualquier posibilidad de que alguien, algún día, pueda exigirle cuentas por los abusos, omisiones y pactos de su sexenio.

 

Porque AMLO, como todo caudillo que se dice austero pero piensa como emperador, no soporta la idea de que alguien le ponga un dedo encima. Por eso diseñó esta reforma. Por eso quiere jueces que le deban el cargo. Por eso impuso la elección popular sin controles, sin filtros y sin transparencia.

 

Andrés Manuel no le teme al pueblo. Le teme al expediente. Le teme a que, en unos años, cuando el telón caiga, alguien quiera revisar los contratos, los desvíos, los silencios cómplices. Le teme a la verdad del caso Ayotzinapa, a los informes de la DEA sobre el narco en su gobierno, a los señalamientos de corrupción disfrazados de programas sociales, y a las investigaciones internacionales que pueden surgir desde tribunales de Estados Unidos.

 

Esta elección no es para el pueblo. Es su escudo personal.

 

AMLO no sólo quiere dejar un legado, quiere borrar la posibilidad de ser cuestionado. Quiere convertirse en un intocable. Y sabe que mientras el Poder Judicial esté en manos de fieles, la historia lo aplaudirá y los jueces callarán.

 

Pero lo que esconde todo esto es aún más peligroso: el desprecio a los contrapesos, la aversión a la crítica, la necesidad enfermiza de controlarlo todo, incluso después de haber dejado el poder formal.

 

Y no lo hace solo. Claudia Sheinbaum lo ejecuta. Y Morena lo permite. Porque todos, en el fondo, saben que si cae uno, podrían caer varios.

 

Esto no fue una elección. Fue una póliza de inmunidad anticipada. Me parece que fue la jugada del caudillo y el miedo a la historia.

 

A usted que me escucha y me lee permitame cerrar con lo siguiente:

 

Lo que vivimos el 1 de junio no fue un acto de democracia. Fue una advertencia. Un aviso brutal de que el poder está dispuesto a disfrazarse de pueblo con tal de garantizar su permanencia. Una elección que no eligió justicia, la canceló.

 

Hoy no ganaron los ciudadanos.

 

Ganó el miedo de un régimen que no tolera el límite.

 

Ganó la obsesión de un hombre por controlar hasta el último aliento de una república que le queda grande.

 

Ganó la estructura, ganó el aplauso fácil, ganó la impunidad vestida de urna.

 

Porque mientras usted y yo pensábamos que se trataba de jueces, ellos sabían que se trataba de protección.

 

Porque mientras nos hablaban de participación, lo que montaron fue un blindaje.

 

Porque mientras nos vendían el cuento de que el pueblo manda, el verdadero mensaje era que la justicia ahora obedece.

 

Y lo peor: lo hicieron con descaro.

Con nombres reciclados, con estructuras clientelares, con crimen organizado operando desde las sombras y con una oposición que sigue sin saber en qué país vive.

 

Hoy el Poder Judicial ya no es un poder. Es una extensión del Ejecutivo. Un reflejo de su voluntad. Una corte al servicio del régimen.

 

Y si nadie lo detiene, si nadie lo cuestiona, si seguimos normalizando que se nos robe hasta la justicia, entonces prepárese. Porque lo que sigue no es el autoritarismo: es el vacío.

 

Un país sin justicia no es un país. Es un terreno baldío donde el que manda no responde. Donde el que acusa ya decidió el fallo. Donde el poder no se equilibra: se encubre.

 

Y mientras eso ocurre, nos piden que votemos. Que participemos. Que aplaudamos.

 

Pero yo, perdóneme, no celebro simulaciones.

 

No legitimo farsas.

 

No bendigo pactos de impunidad con voto ciudadano.

 

Porque yo quiero jueces, no súbditos. Justicia, no obediencia. Y si por decirlo me llaman exagerada, entonces que me llamen como quieran.

 

Pero que quede claro:

 

A mí, la democracia no me la van a dar en migajas.  Ni la justicia envuelta en papel oficialista.

 

Y si para algunos eso suena radical, que así sea. Porque en este país de simulaciones, decir la verdad sigue siendo un acto de valentía.

 

Y yo —como muchos— ya no estoy dispuesta a callar.

 

No a la justicia elegida, ni a la justicia anulada.

 

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