Por Yasmín Flores Hernández
El mes de Mayo estalló como una tormenta sobre México. Y no una cualquiera: fue un mes donde el poder se vio acorralado, la violencia se hizo institucional, el crimen habló con balas, y la soberanía se negoció en silencio. Todo lo que no debía pasar, pasó. Todo lo que se quería controlar, se salió de control:
1.Trump exige enviar tropas a México; Sheinbaum rechaza, pero ICE y la DEA actúan en territorio nacional.
2.EE.UU negocia en secreto con “Los Chapitos” tras extradición de Ovidio.
3.Retiran visas a la gobernadora Marina del Pilar y su esposo por presuntos nexos criminales.
4.ProPublica revela lista de políticos mexicanos ligados al narco.
5.Asesinan a dos funcionarios de CDMX a 4.5 km de Palacio Nacional.
6.La CNTE cerca el Zócalo y paraliza la mañanera presidencial.
7.Asesinan a influencer a quemaropaen Zapopan.
8.Escándalo por inducción de voto en elección judicial promovida por el Gobierno.
9.Morena se fractura: lujos, traiciones, escándalos y simulación de austeridad.
10.Pemex reporta pérdidas por 43 mil millones y recorte de plazas.
11.Buque Cuauhtémoc choca en NY; mueren marinos.
12.Faltan medicinas para cáncer; el IMSS lo admite.
- EE.UU decomisa 3 millones de pastillas de fentanilo cruzadas desde México.
- Nissan anuncia que evalúa cerrar plantas.
15.Regidora de MC es ejecutada en su trabajo como enfermera.
16.Estudiantes reprimidos en Tabasco con gas lacrimógeno.
17.Trump impulsa impuesto del 3.5% a remesas mexicanas.
- Fernández Noroña obliga a un ciudadano a disculparse públicamente desde el Senado.
Todo esto ocurrió en un solo mes. No es solo una tormenta: es el espejo de un Estado que responde tarde, mal o nunca. Y de una sociedad que, si no despierta, terminará naturalizando el derrumbe.
Ahora si entremos al fondo del asunto.
Ximena Guzmán y José Muñoz fueron ejecutados en el corazón de la capital. Las autoridades hablan de crimen organizado, pero hay detalles que no encajan. Y un silencio que incomoda.
No hay memoria reciente en la capital que registre un crimen con estas características. Y aunque hace cinco años la violencia ya asomaba con descaro, entonces fue sólo un roce.
Un aviso que no quisimos oír.
En junio de 2020, el secretario de Seguridad de Claudia Sheinbaum, Omar García Harfuch, fue atacado en Lomas de Chapultepec por un comando del Cártel Jalisco Nueva Generación. No lo mataron. Iba blindado, iba escoltado.
Fue la primera gran sacudida del narco contra el aparato de gobierno capitalino.
Cinco años después, con Clara Brugada recién estrenada como jefa de Gobierno, la violencia golpeó otra vez. Y esta vez, sí se cobró vidas. Ximena Guzmán y José Muñoz, sus colaboradores más cercanos, fueron asesinados en plena Calzada de Tlalpan, una de las avenidas más transitadas de la ciudad.
Eran las ocho de la mañana del 20 de mayo. El crimen fue limpio, preciso, impune.
Ximena, socióloga, amante del deporte y de la vida pública; José, articulador entre la oficina de gobierno y las áreas de seguridad. Ambos fueron más que funcionarios: eran confianza absoluta.
Por eso, el ataque duele… y desconcierta; hay algo en todo esto que no cuadra.
El asesino, captado en video por un medio, usó casco de motociclista. Disparó a corta distancia, sin titubeos.
La fuga fue cinematográfica. Y sin embargo o precisamente por eso es inevitable preguntarse:
¿Cómo sabía con tanta exactitud sus movimientos?
¿Quién le dijo la hora, la rutina, el vehículo?
¿Y por qué las cámaras de la CDMX —esas que todo lo ven— casualmente no registraron lo esencial en una de las zonas más vigiladas de la ciudad?
A mi parecer, no se trata solo de un ataque del crimen organizado. Se trata de un crimen que conocía demasiado. Que contó con información privilegiada. Alguien los puso.
La única rueda de prensa ofrecida por las autoridades no aportó más que vaguedades. El secretario de Seguridad, Pablo Vázquez, repitió que no hay móvil, que no hay autores, ni materiales, ni intelectuales.
Pero aprovechó para insinuar que se trató de una venganza por detenciones recientes de figuras criminales de alto perfil. La narrativa quedó sembrada: Ximena y José murieron por hacer su trabajo. Mártires de la Cuarta Transformación.
Y sin embargo, esa explicación parece más una coartada que una certeza.
David Saucedo, especialista en seguridad pública, reconoció que el ataque lleva la firma del crimen organizado. Recordó que el CJNG suele ser el grupo que atenta contra funcionarios. Días antes del crimen, el 15 de mayo, fue detenido Israel N., supuesto jefe de plaza del cártel en la capital.
¿Conexión? Es posible.
¿Prueba? Ninguna.
Rodrigo Peña, del Colegio de México, es más cauto. Recuerda que la actual administración ha tocado intereses de muchos grupos: La Unión Tepito, la Antiunión, los restos del Cártel de Tláhuac.
¿Quién de todos ellos tenía el motivo y, sobre todo, la capacidad? Esa es la paradoja: los cárteles locales tienen razones, pero no logística; los grandes tienen logística, pero ¿el móvil?
Y aquí otra pregunta incómoda:
¿Por qué Ximena y José no tenían protección?
¿Por qué dos piezas clave de la operación política de Brugada viajaban sólos, sin escoltas, sin blindaje?
¿Nadie previó el riesgo?
Las comparaciones con el atentado contra Harfuch son inevitables, pero engañosas. A él lo acribillaron con más de 414 balas, llevaba escoltas, que por si cierto fallecieron en el lugar. Iba blindado, sobrevivió.
Ellos iban desprotegidos. Y murieron.
María Teresa Martínez Trujillo, académica del Tec de Monterrey, cree que el gobierno ha aprovechado este crimen para reforzar su narrativa de “buenos contra malos”. Pero advierte que seguimos atrapados en discursos vacíos, sin investigación ni justicia.
“Este crimen parece más una advertencia que una venganza”, sugiere.
“Es una forma de mostrar fuerza. De retar.”
Eunice Rendón, experta en seguridad y cercana al equipo de Brugada, va más allá:
“La hora, el lugar, el tipo de víctimas… esto no fue una casualidad. Es una afrenta directa. Un golpe que busca paralizar. Y es, sin duda, un parteaguas. Ya no estamos en los códigos anteriores. Este es otro nivel.”
Coincido con ella. Este crimen no solo mata. Incomoda. Inquieta. Hace temblar.
Y lo más grave: deja preguntas que nadie quiere responder.
Como por ejemplo:
¿Por qué ellos?
¿Qué sabían?
¿A quién incomodaron?
No fue casual, fue demasiado certero y ruidoso.
Pero también advierto que seguimos atrapados en narrativas vacías, sin investigaciones ni juicios que sustenten los dichos oficiales.
Tal vez el mensaje no fue castigo, sino advertencia.
Una forma de decir:
“Sabemos quién eres, y hasta dónde puedes llegar”.
Y entonces, la pregunta obligada es:
¿para quién era el mensaje?
¿Fue una advertencia velada a Harfuch, el hombre fuerte de seguridad que sobrevivió a la primera emboscada?
¿Fue un golpe dirigido a Clara Brugada, la nueva jefa de Gobierno que presume combate frontal al crimen?
¿O tal vez un reto al gobierno federal que, desde la comodidad del discurso, afirma tener el control?
¿O acaso fue para ella —para la presidenta—, que apenas comienza su sexenio y ya enfrenta lo que su antecesor jamás vivió: una amenaza silenciosa pero letal, capaz de tocar las fibras más sensibles del poder?
Estados Unidos no dejó pasar el asesinato. El senador Marco Rubio, figura influyente en política exterior, aprovechó para arremeter contra México y subrayar que el país no está cumpliendo con su deber en materia de seguridad.
Desde el Congreso norteamericano, advirtió que la violencia política en México es real, que los cárteles actúan con impunidad y que los funcionarios ya no están seguros ni en la capital.
Señaló, además, que urge frenar el flujo de armas desde el norte y las drogas hacia el sur, pero fue más allá: volvió a poner sobre la mesa la idea de declarar a los cárteles mexicanos como organizaciones terroristas extranjeras.
Rubio elogió algunos esfuerzos de cooperación del gobierno mexicano, pero dejó claro que son insuficientes. Su discurso, más que advertencia, sonó a ultimátum.
Y eso es lo que enciende aún más las alarmas: si desde dentro las autoridades evaden las preguntas clave y desde fuera comienzan a marcarnos el paso:
¿cuánto tiempo más podremos fingir que tenemos el control?
Porque si el crimen organizado se atreve a matar en el corazón de la ciudad, a plena luz, con precisión quirúrgica… ¿qué sigue?
Y lo más inquietante: ¿quién será el próximo?
Porque los funcionarios de Morena no gobiernan: escenifican.
Se disfrazan de pueblo, recorren calles en bicicleta, barren para la foto, siembran árboles para las redes.
Juegan a la cercanía mientras el crimen les respira en la nuca.
Y en esa falsa normalidad, dos de los suyos fueron ejecutados con precisión quirúrgica.
Los mataron sabiendo todo de ellos: la ruta, el vehículo, la hora exacta.
Y aún así, no hay detenidos. No hay respuestas. Solo silencio, discursos huecos… y cámaras que, curiosamente, no grabaron nada.
Este no es un país que se transforma.
Es un país que retrocede, que se rinde, que administra la muerte.
El país de los muertos de Morena.
Y lo más trágico… es que ya aprendimos a vivir entre cadáveres.
Este doble asesinato remite inevitablemente a los métodos de la mafia colombiana de los años más oscuros: eliminar sin titubeos a quienes estorban, o enviar mensajes directos sin cartas, sin firmas pero perfectamente entendibles.
Así operaban en Medellín o Cali cuando el narco necesitaba hacer espacio o marcar territorio. Así lo están haciendo ahora en la capital mexicana.
Porque esto no fue sólo una ejecución. Fue una señal. Y quien no quiera verla, o no pueda, ya está del otro lado de la línea.
LA COLOMBIANIZACIÓN
Y hablando de colombianos, regáleme unos minutos más y déjeme contarle lo siguiente:
En México ya no sólo operan los cárteles de siempre. Hoy, en las calles de Ciudad de México, Puebla, Veracruz y Jalisco, actúan con absoluta libertad mafias colombianas que aprendieron hace décadas a moverse entre la legalidad y el crimen con la precisión de un bisturí.
Ofrecen préstamos rápidos con intereses imposibles, el llamado “gota a gota” y cuando no se paga, mandan cobradores que extorsionan, golpean o desaparecen.
Y no vienen solos. Traen estructuras, traen conexiones, traen experiencia.
Varios han sido identificados como exmilitares, exguerrilleros, o entrenadores en técnicas de combate. En algunos casos, incluso han sido reclutados por cárteles mexicanos para formar nuevos sicarios o profesionalizar la violencia.
Hay reportes de “escuelas del narco” donde imparten clases de secuestro, tortura, desaparición.
No es exageración. Es la evolución del crimen transnacional.
Y todo esto pasa sin que el Instituto Nacional de Migración levante una ceja. No hay filtros. No hay control. No hay voluntad.
En este país se deporta al migrante pobre que busca trabajo, pero se le da casa, ruta y silencio al mafioso extranjero que viene a cobrar en efectivo y con sangre.
¿Cómo es posible que en un país con miles de desaparecidos, retenes militares y operativos dizque “inteligentes”, tengamos a células enteras de mafias colombianas operando con total libertad?
¿Cómo llegaron?
¿Quién los dejó entrar?
¿Quién los protege?
Porque no hablamos de turistas ni estudiantes. Hablamos de redes de prestamistas extorsionadores, sicarios entrenados, enlaces del narcotráfico internacional, reclutadores de sicarios y lavadores de dinero.
Y, sin embargo, la autoridad migratoria tan rápida para hostigar a centroamericanos en tránsito guarda un silencio cómplice cuando se trata de mafias extranjeras que llevan años haciendo negocio en nuestras narices.
El Instituto Nacional de Migración no sólo ha fallado en detectar y desarticular estas redes. Ha sido parte del problema.
La permisividad, la omisión, el descontrol… no pueden explicarse sin corrupción.
Porque si hoy operan mafias colombianas en CDMX, Puebla, Jalisco o Veracruz, no es por casualidad.
Es porque alguien mira hacia otro lado.
O peor: alguien les abrió la puerta y los deja operar con total impunidad.
Esperemos que esto no se normalice, que se investigue, que se erradique. Porque si no se actúa con firmeza, ese cáncer seguirá creciendo… y cuando quieran reaccionar, ya habrá hecho metástasis en todo el País.