20-05-2025 07:40:19 PM

Visas para narcos delatores

Por Yasmín Flores Hernández

En el opaco corredor donde colisionan las versiones oficiales de México y Estados Unidos sobre la lucha contra el narcotráfico, se filtró en días recientes un movimiento silencioso pero profundamente revelador: el ingreso a California de 17 familiares directos de Ovidio Guzmán, hijo de Joaquín “El Chapo” Guzmán.

El gobierno mexicano, sorprendido por la noticia, no fue informado del cruce fronterizo, lo que apunta a un acuerdo entre el presunto narcotraficante —detenido en EE. UU. desde septiembre de 2023— y las autoridades estadounidenses, quienes lo acusan de delitos graves como el tráfico de fentanilo.

El traslado de los parientes de Guzmán al norte del río Bravo fue confirmado de manera escueta por el secretario de Seguridad y Protección Ciudadana, Omar García Harfuch, quien, en una entrevista radiofónica, reconoció que el hecho es una “consecuencia evidente” del proceso de negociación entre Guzmán y el Departamento de Justicia.

Aunque los detalles del acuerdo siguen sin clarificarse oficialmente, se ha revelado que el líder del ala de “Los Chapitos” ha accedido a declararse culpable y ofrecer información a cambio de ciertos beneficios legales.

Mientras tanto, el silencio del gobierno mexicano ha sido notorio. La presidenta Claudia Sheinbaum evitó referirse al caso en su conferencia matutina del martes, enfocándose en otro conflicto binacional: la detección del gusano barrenador en el ganado mexicano y la suspensión de exportaciones cárnicas por parte de Estados Unidos.

Ningún reportero la cuestionó sobre el caso Guzmán, pese a que esta familia representa uno de los epicentros del crimen organizado en México desde hace décadas.

Pero el inesperado cruce de los familiares de Ovidio Guzmán a Estados Unidos desarticula el discurso habitual del gobierno mexicano, que suele insistir en términos como cooperación, entendimiento y diálogo para describir su relación con Washington.

Lo cierto es que este movimiento parece responder exclusivamente a una estrategia del Ejecutivo estadounidense, que, bajo el mando de Donald Trump, ha optado por mantener al margen a la administración de Claudia Sheinbaum y a su equipo de seguridad, encabezado por Omar García Harfuch.

Harfuch hizo hincapié en dos elementos clave: que la captura de Ovidio Guzmán ocurrió en territorio mexicano, en enero de 2023, y que fue llevada a cabo por fuerzas del Ejército, un operativo de alto costo que incluyó la vida de varios militares.

Su mensaje fue claro: ante los sacrificios asumidos por México, el mínimo esperado era transparencia, no el mutismo que ha marcado el trato estadounidense. Esto, especialmente considerando los esfuerzos que ha desplegado el gobierno mexicano en la lucha contra el fentanilo, la prioridad número uno en la agenda antidrogas de la Casa Blanca.

El caso de los Guzmán, por tanto, expone públicamente el desequilibrio que permea la relación entre ambos países.

Mientras México continúa apelando a un lenguaje diplomático, el gobierno de Trump impone una lógica unilateral.

Desde su regreso a la presidencia en enero, el mandatario republicano ha presionado con fuerza al aparato de seguridad mexicano, exigiendo resultados tangibles en el combate al narcotráfico.

En respuesta, Sheinbaum desplegó un operativo permanente en la frontera norte, reforzado con cientos de elementos de la Guardia Nacional. Pero Trump no se detuvo ahí.

En febrero, el gobierno mexicano entregó a Estados Unidos a 29 presuntos criminales, incluyendo figuras altamente buscadas como Rafael Caro Quintero —acusado del asesinato del agente de la DEA Enrique Camarena en los años ochenta— y los hermanos Miguel Ángel y Omar Treviño Morales, antiguos líderes de Los Zetas.

La Casa Blanca celebró las extradiciones y los despliegues en la frontera, pero Trump ha continuado sugiriendo medidas extremas, como el envío de tropas estadounidenses a territorio mexicano para combatir directamente a los cárteles, algunos de los cuales su administración ya ha calificado como organizaciones terroristas.

“Trump ha propuesto cosas que para nosotros son simplemente inaceptables”, expresó Sheinbaum la semana pasada, evidenciando la tensión creciente entre ambos gobiernos y la asimetría con la que se están conduciendo las decisiones de fondo.

La colaboración que fluye de México hacia Estados Unidos inevitablemente pone en entredicho lo que ocurre —o se omite— en el sentido opuesto.

Ovidio Guzmán, figura central en los expedientes del sistema judicial estadounidense, ha sido retratado como una especie de demonio contemporáneo, uno de los mayores responsables del tráfico de fentanilo hacia el norte.

Fue México quien logró su captura, no sin antes enfrentar errores operativos, como el recordado “culiacanazo”, que dejó un saldo trágico de muertos, heridos y una ciudad, Culiacán, sumida en el miedo, epicentro del cártel que lleva el nombre del estado.

“El Departamento de Justicia está obligado a compartir información con la Fiscalía General de la República”, reclamó recientemente Omar García Harfuch.

Y es que el Ovidio que hasta hace poco representaba el rostro del terror narco, ha sido transformado de golpe en una ficha valiosa para el gobierno estadounidense, que ahora negocia con él pese a su historial violento, buscando un “gran premio” aún no revelado públicamente.

El giro es tan abrupto como revelador: el mismo hombre que es responsable de miles de muertes, ahora se convierte en herramienta de estrategia judicial en Washington.

Lo que resulta profundamente incongruente es que el mismo discurso que califica a los narcotraficantes como “terroristas” —al punto de sugerir intervención militar en México— se diluye cuando cruzan la frontera.

En lugar de enfrentar un castigo ejemplar, se transforman en testigos protegidos. La narrativa cambia, no por razones morales ni de justicia, sino por conveniencia política y utilidad procesal.

¿A quién sirve realmente esta justicia?
¿A los pueblos que han sufrido la violencia o a los expedientes que buscan cerrar casos en Washington?
Mientras tanto, México permanece expectante. Aún queda por verse qué papel jugará Joaquín Guzmán López, otro de los hijos de “El Chapo”, también detenido en Estados Unidos.

La pregunta de fondo sigue siendo la misma: ¿qué saben los Guzmán que ha motivado semejante trato?

Y, sobre todo, ¿por qué ese conocimiento permanece encerrado entre fronteras?
Pero a todo esto: la reciente cancelación de las visas estadounidenses a la gobernadora de Baja California, Marina del Pilar Ávila, y a su esposo, Carlos Torres Torres, parece ser apenas el primer movimiento de una estrategia de mayor alcance.

Todo indica que podrían seguirle otros mandatarios estatales presuntamente vinculados a actividades ilícitas.

En paralelo, el proceso judicial de Ovidio Guzmán avanza hacia un punto clave: el próximomes de julio, todo apunta a que se declarará culpable de los delitos que se le imputan en cortes estadounidenses y, como parte del acuerdo, se acogerá a un programa de testigos protegidos.

Por ello, y como medida anticipada su familia —incluida su madre— cruzaron recientemente a Estados Unidos vía Tijuana y se entregaron directamente al FBI. El mensaje es claro: temen represalias.

La inminente colaboración de “El Ratón” con las autoridades estadounidenses encierra un potencial explosivo; pocos dudan que el hijo de “El Chapo” se convertirá en una lengua afilada y peligrosa.

Mientras Estados Unidos mueve sus piezas en el tablero del crimen organizado con discreción y eficacia, el gobierno mexicano continúa solicitando acceso a la información y exigiendo explicaciones por decisiones tomadas al otro lado de la frontera, que tienen efectos directos en su territorio. La respuesta, sin embargo, ha sido el mutismo.

¿Se trata, acaso, de una profunda desconfianza hacia el nuevo gobierno de Claudia Sheinbaum?

Pero a todo esto, un suceso más ocurrió esta semana.

Y sí, usted que me escucha y me lee aún sigue conmigo, déjeme le cuente:
Mientras las élites políticas se disputan la narrativa y los acuerdos se sellan en la opacidad de las cortes extranjeras, en México seguimos enterándonos por terceros de lo que sucede con nuestros criminales más notorios, nuestras autoridades electas y nuestras instituciones debilitadas.
La justicia se negocia en otro idioma, las estrategias se ejecutan sin consulta, y la soberanía —esa palabra que tanto se usa y tan poco se defiende— queda en pausa.

La familia Guzmán ya duerme bajo custodia estadounidense. Ovidio, que fue demonio para unos y héroe para otros, está por convertirse en testigo estelar.

Gobernadores pierden el acceso al país vecino y nadie explica por qué. Y mientras tanto, la Casa Blanca define el guión, los juzgados escriben entre líneas y el gobierno mexicano… solo atina a pedir respuestas.

Lo más grave no es que Estados Unidos tenga el control del tablero.

Lo verdaderamente alarmante es que México ni siquiera ha logrado sentarse a jugar. Aquel señalamiento no fue cosa menor.

No se trató de un comentario al aire de algún legislador oportunista, sino de una acusación directa emanada desde la propia Casa Blanca.

Y a partir de esa advertencia comenzó a circular la versión de que varios políticos mexicanos, muchos de ellos vinculados a MORENA, quedaron bajo la lupa del gobierno estadounidense por presunta complicidad con grupos criminales —a los que ya se les designa como organizaciones terroristas— y su participación en uno de los negocios ilegales más lucrativos del momento: el huachicol fiscal.

Este esquema delictivo, basado en el tráfico de combustibles de procedencia dudosa desde Estados Unidos hacia México, se sostiene gracias a la falsificación de documentos aduanales y la complicidad entre grupos criminales y operadores políticos de alto nivel.
Se habla incluso de una lista negra con cerca de cien personajes, entre los que se encuentran empresarios poderosos, legisladores y varios mandatarios estatales pertenecientes al partido en el poder.

Aunque oficialmente no se han revelado nombres, algunos hechos parecen dar validez a estas versiones.

Uno de ellos: el golpe que recibió recientemente la gobernadora de Baja California, Marina del Pilar Ávila, exalcaldesa de Mexicali y cercana al exgobernador Jaime Bonilla, figura polémica y de historial cuestionable.
A ella y a su esposo, Carlos Alberto Torres Torres —exdiputado federal y local por el PAN— les fue cancelada la visa americana, en un acto que no ha sido acompañado por explicación pública alguna.

Según se sabe, Torres fue el primero en enterarse: al intentar ingresar a San Diego, fue detenido en el punto fronterizo y notificado por agentes migratorios de que su visa había sido revocada. La información, fría y sin matices, provenía directamente del Departamento de Estado. Poco después, la gobernadora fue informada del mismo estatus, aunque por vías diplomáticas.

En declaraciones posteriores, Ávila aseguró desconocer el motivo de la sanción, insinuando que podría tratarse de una cuestión de género, un argumento endeble si, como se especula, hay investigaciones por delitos graves detrás del caso.

Entre las versiones que circulan figura la existencia de una carpeta por lavado de dinero, así como el congelamiento de cuentas bancarias en Estados Unidos.

La mandataria ha negado tener cuentas en el extranjero, pero la ambigüedad de las respuestas oficiales, tanto de Washington como del propio gobierno mexicano, solo alimenta la desconfianza.

Marina del Pilar Ávila, por su parte, ha salido a defenderse en redes sociales. En un mensaje publicado en su cuenta de X, aseguró:

“No me fueron congeladas cuentas en Estados Unidos, simplemente porque no existen. No tengo ninguna cuenta bancaria en el extranjero”.
Y añadió, tajante:

“Desde ayer, periodistas y medios difundieron una mentira. Reitero para ellos y para la ciudadanía: no existen cuentas a mi nombre fuera del país”.

La presidenta Claudia Sheinbaum también buscó contener el tema durante su conferencia matutina, minimizando los hechos. Afirmó que, según la información proporcionada por la Embajada de Estados Unidos en México, se trata de un “asunto privado, un tema personal”, y reconoció que su gobierno no ha recibido mayor detalle al respecto.

Ahora bien Ovidio Guzmán y sus hermanos no solo son piezas clave en el tráfico de fentanilo; también poseen información privilegiada sobre el funcionamiento interno de esquemas como el huachicol fiscal, el financiamiento ilegal de campañas, y los vínculos entre figuras del crimen organizado y actores políticos vinculados a MORENA.

En sus manos podrían estar las verdaderas bombas políticas que, de estallar en las cortes estadounidenses, tendrían un impacto devastador.
Esa es, quizá, la carta que Donald Trump espera jugar: utilizar los testimonios de los Guzmán para reforzar su narrativa de que el gobierno mexicano opera como una empresa criminal.

Una afirmación que no ha temido hacer pública y que incluso ha respaldado mediante comunicados oficiales desde la Casa Blanca.

La pregunta que comienza a resonar en distintos círculos es si esta ofensiva podría derivar en la caída de gobernadores o exgobernadores morenistas.

Aunque varios de ellos enfrentan señalamientos públicos por supuestos vínculos con el crimen organizado, lo cierto es que la Fiscalía General de la República no ha iniciado investigación alguna en su contra.
Uno de los casos más emblemáticos es el de Adán Augusto López, actual coordinador de los senadores de MORENA, a quien el gobernador de Tabasco, Javier May Rodríguez, ha acusado directamente de tener nexos con estructuras criminales, incluyendo la designación de un presunto integrante del Cártel Jalisco Nueva Generación como responsable de seguridad durante su administración.

Las acusaciones son graves, pero institucionalmente, no ha ocurrido nada.
También está el caso de Rubén Rocha Moya, gobernador de Sinaloa, señalado reiteradamente de haber sido apoyado por el Cártel de Sinaloa para llegar al poder.

En una entrevista con el periodista Salvador García Soto, él mismo admitió haber tenido conocimiento de reuniones clave con líderes criminales.

Incluso se le menciona como testigo en el secuestro de “El Mayo” Zambada en Culiacán, a mediados de 2024. Sin embargo, no solo no hay consecuencias, sino que ha sido respaldado públicamente por la presidenta Claudia Sheinbaum y por su partido.

Lo mismo ocurre con Américo Villarreal, gobernador de Tamaulipas, acusado durante su campaña y en los primeros meses de su mandato de mantener vínculos con el Cártel del Noreste. A pesar de la gravedad de las acusaciones, la FGR no ha abierto ninguna carpeta en su contra.
Mientras en México los altos perfiles de MORENA cierran filas, se protegen entre sí y utilizan el fuero como escudo, en Estados Unidos parece gestarse una estrategia más ambiciosa: ubicar, investigar y posiblemente enjuiciar a políticos mexicanos vinculados al crimen organizado, ya sea a través del huachicol fiscal o de la protección a grupos considerados terroristas por Washington.

En contraste, en México se impone la lógica de clan. La FGR, bajo el mando de Alejandro Gertz Manero, se ha convertido en una herramienta más de control político: persigue enemigos, protege aliados y al final no sirve para nada.

Es el reflejo de un sistema que opera con la lógica mafiosa: donde la ley no se aplica de forma universal, sino selectiva.

Y donde la justicia solo toca a uno de los suyos si ha cometido el mayor pecado del poder: traicionar al grupo.
Y por ultimo dejeme decirle a usted que me escucha y me lee que mientras Estados Unidos negocia con los narcos y México protege a sus políticos corruptos, la justicia no se impone: se intercambia, se silencia o se vende al mejor postor.

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