16-05-2025 05:11:02 AM

El arte de mutar sin cambiar

Por Yasmín Flores Hernández

 

En la política mexicana hay figuras que no desaparecen: se adaptan.

 

Como camaleones, se mimetizan con los nuevos tiempos, cambian de discurso, de color, de partido, pero jamás de esencia.

 

Aprendieron que en este país, el poder no se conquista por mérito, sino por cálculo. Y han hecho de la conveniencia una estrategia de supervivencia.

 

Uno de esos personajes ha hecho de la reinvención su especialidad. Se formó en el viejo régimen, entre lealtades priistas, estructuras clientelares y pactos de impunidad.

 

Por años fue un operador eficaz del sistema: supo mantenerse vigente, aun cuando las mareas políticas amenazaban con arrastrarlo.

 

Cuando el barco tricolor comenzó a hundirse, él ya tenía preparada la balsa: un nuevo discurso, una nueva camiseta, una nueva narrativa.

 

No importaba que su biografía lo contradijera, porque en la política del simulacro, lo que cuenta no es la coherencia, sino la utilidad.

 

Hoy se presenta como el rostro de una nueva era. Habla de transformación, de justicia, de “primero los pobres”… como si no hubiera pasado más de la mitad de su vida ascendiendo en las filas de un sistema que mantuvo a esos mismos pobres en el abandono.

 

Se autoproclama defensor del pueblo, pero su historia lo ubica del otro lado: en las oficinas con aire acondicionado, en los pactos tras bambalinas, en los acuerdos con gobernadores de ayer y de siempre.

 

Desde posiciones concretas  supo jugar sus cartas: no incomodar, no confrontar, no mover el tablero más de lo necesario. Su papel fue más ornamental que sustantivo, pero le bastó para proyectar cercanía con el poder federal.

 

Siempre al lado correcto del aplauso.

 

Siempre listo para la foto.

 

Siempre con un discurso populista, aunque su realidad personal diga otra cosa.

 

Porque hay algo que no cuadra.

Mientras la presidenta —coherente con su visión— exige a los suyos renunciar a la ostentación, evitar las marcas de lujo y conducirse con auténtica austeridad, hay quienes se apresuran a repetir sus palabras sin el menor pudor por traicionarlas.

 

Se arropan con el discurso, pero lo usan como disfraz. Caminan entre la gente con guayaberas sencillas, pero viven entre relojes carísimos, camionetas blindadas y cenas privadas en lugares a los que el pueblo jamás tendrá acceso.

 

La incongruencia ya no se puede ocultar. No basta con hablar como el pueblo; hay que vivir como él.

 

Y ese abismo entre lo que se dice y lo que se hace se vuelve cada día más evidente.

 

Puebla no necesita otro simulador profesional. No requiere otro reciclado del poder que se vista de esperanza. Tampoco quien repita slogans mientras firma pactos con los mismos de siempre.

 

Este estado ya ha sufrido bastante con gobiernos que se dijeron distintos y resultaron peores. Con caudillos de saliva, con mesías de ocasión, con políticos que hablan de transformación y gobiernan con el hígado y el ego.

 

Hoy, más que nunca, Puebla necesita memoria. Porque sólo la memoria nos puede salvar de seguir eligiendo a quienes ya nos fallaron bajo otros nombres, con otros colores.

 

Necesitamos más ciudadanía y menos culto a la personalidad. Más vigilancia y menos aplauso. Más verdad, aunque incomode, y menos simulación que adorne.

 

El futuro de Puebla no puede quedar en manos de quien aprendió a mutar para mantenerse, pero nunca para transformarse.

 

Sólo basta con voltear a ver el Congreso para entender que lo dicho hasta ahora no es exageración, sino retrato.

 

El pasado 5 de mayo, en lugar de conmemorar con sobriedad y altura una de las gestas más significativas de nuestra historia, fuimos testigos de un desfile de vanidad política.

 

Ahí estaban: legisladores y legisladoras enfundados en sus mejores atuendos, posando para la lente y pavoneándose entre la gente, como si el evento fuera una pasarela y no un acto cívico.

 

Muchos de ellos —y me atrevería a decir que la mayoría— ni siquiera sabrían ubicar el año exacto de la batalla que da sentido a esa fecha. Pero eso sí, llegaron maquillados para la cámara, con trajes de diseñador, zapatos de alto precio y sonrisas ensayadas.

 

El conocimiento histórico puede ser prescindible, pero la vanidad jamás.

 

Más grave aún fue ver a algunas legisladoras mofándose abiertamente de las instrucciones de su propio partido, que llamó con firmeza a evitar la ostentación, a honrar la austeridad como convicción, no como slogan.

 

Lo hicieron con sarcasmo, burlándose del mensaje de su dirigencia como si no comprendieran —o no les importara— que la incongruencia también tiene consecuencias.

 

Esa burla no es sólo hacia su partido. Es hacia la ciudadanía que creyó que las cosas podían hacerse distinto. Es hacia las mujeres que lucharon por abrirse paso en la política para dignificarla, no para convertirla en escaparate.

 

Es hacia la historia misma, esa que pisaron con tacones de mil pesos mientras desfilaban sin saber ni por qué.

 

Porque no se trata sólo de colores o siglas, se trata de convicciones. Y tampoco se trata de hombres o mujeres, sino de principios.

 

Hay quienes, en nombre de la lucha femenina, han llegado al poder únicamente para replicar las peores prácticas del sistema que tanto dicen combatir.

 

Usan el discurso de género como escudo, pero no para abrir caminos, sino para blindarse de la crítica. Creen que portar un vestido caro y una sonrisa fingida basta para ser referentes de empoderamiento, cuando lo único que empoderan es la simulación.

 

La representación no es un premio, es una responsabilidad. Y muchas de las que hoy ocupan curules y cargos de elección popular han olvidado —si es que alguna vez lo supieron— que el feminismo no se trata de ocupar el lugar del opresor, sino de transformar el sistema para que ya no existan oprimidos ni opresores.

 

Hoy, Puebla necesita más que disfraces. Necesita mujeres y hombres honestos, capaces, comprometidos, con vocación de servicio real. Necesita memoria, coherencia, humildad. Porque la transformación no es una palabra bonita para los mítines, es una decisión diaria. Y esa decisión empieza por dejar de premiar a quienes han vivido toda la vida del poder y ahora pretenden renacer como si fueran nuevos.

 

La política no se limpia con discursos ni con selfies. Se limpia con actos. Y ojalá la próxima vez que salgamos a conmemorar la historia, no tengamos que presenciar otro desfile de impostores.

 

Al pueblo menos pan y circo…

 

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