21-11-2024 08:08:09 PM

La no entrevista con Cristina Rivera Garza

Por Rosa María Lechuga

 

En el barrio danés Vesterbro cae una llovizna inesperada en plena primavera en Copenhague.

 

Han sido días con un calor inusual para la ciudad costera.

 

La lluvia ligera con el viento, ha sido una combinación perfecta para entrar en escena sobre Kobmagergade, tal cual estilo de Paul Fischer.

 

Hay encuentros inesperados, orgánicos, mágicos, que desvelan la fuerza cósmica del universo.

 

¿El lugar perfecto?

 

No existe, es improvisado, imprevisto, irreal, bucólico.

 

Lo mismo pudo ser el Noma (para no olvidar le savoir-vivre) o en “Christiania” en Jagger Christianshavn.

 

Conocí a Cristina Rivera cuando llegó de manera sigilosa -como suelen hacer los intellos de la élite mundial- al comedor con un ligero toque de las lágrimas del cielo.

 

Ella y su mochila negra, buscaban un lugar para acomodarse.

 

Ver sus largas trenzas plateadas, me recordó lo maravilloso que es poder moldear tu cabello, un ritual espiritual que da protección, calma, vida, belleza.

 

De pronto, ya compartíamos a Eurídice, la mesa y la suculenta comida danesa.

 

Fue la vedette del evento sin que así lo presumiera o se jactara de cerrar una serie de conferencias en Copenhague con su intervención: The cotton border: Migration, Collective Memory and the work of the archive on the US-Mexico Border.

 

Las personas fueron siguiendo cada una de sus palabras. Era como entre canto y poesía. Los ahí presentes estaban -estábamos- embelesados por su alocución y por un momento, cayeron las fronteras.

 

Aplauso tras aplauso, sin parar, el público le vitoreó sin importar si eran daneses, franceses, alemanes, griegos, colombianas, ecuatorianas, argentinas, chilenas, cubanas, noruegos, suecos, suizos, españoles.

 

Madame Rivera se apoderó de las fronteras y las hizo suyas. 

 

Porque fueron aplausos salidos del alma, fueron unos minutos de parecían cadenas de admiración entrelazadas por la literatura, por la investigación, por la migración.

 

Una vez acabada la bulla, encontramos un rinconcito para compartir un café en ese tremendo día lluvioso en Copenhague.

 

Después, recorrimos ciertos lugares sin quererlo ni pensarlo. La calle Njalsgad corriendo bajo la lluvia, con una manta de algodón y una revista danesa. Nos topamos a un guapo argentino que no dejó de conversar con ella.

 

Las manos de Cristina nunca dejaron de moverse. Como su vida. Un día en Suiza, otro más en Poitiers, o en Oaxaca, en Barcelona, en Berlín, o en París.

 

Escucharla, me llevó ese viaje astral en medio de un bosque lleno de un aire húmedo, silencioso, en donde era pasajera al igual que las otras mujeres que iban en el mismo autobús.

 

¡Tú eres una de ellas! le dije.

 

Sus pupilas se dilataron cuando le conté mi historia sobre esa expedición astral, en donde poco a poco, voy encontrando el rostro de esas mujeres guerreras y llenas de luz.

 

Fue en Island Brygge donde la vi por última vez. Un abrazo lleno de luz, tan inverosímil, tan auténtico como sus letras, como ella.

 

Ella, migrante.

 

Yo, migrante.

 

Y un Pulitzer.

 

A veces, sólo a veces, pienso que Dios tiene rostro de mujer.

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