Por Valentín Varillas
En estos tiempos de la 4T, se ha utilizado como nunca el supuesto patriotismo como columna vertebral del discurso oficial.
La defensa del país ante inverosímiles amenazas externas, ha sido un recurso de altísima rentabilidad política para el presidente López Obrador, líderes de las bancadas de Morena y otros personajes de gran influencia en el oficialismo.
Y sirve, ha servido y servirá, como una efectiva salida ante la falta de resultados en el ejercicio de gobierno.
En términos prácticos, se trata de una ruta de escape que opera para justificarlo todo.
O casi todo.
Pemex y CFE están quebradas, llevan décadas reportando pérdidas de manera consistente y año con año, pero son parte fundamental de nuestra industria estratégica nacional.
Los números rojos, se han pintado también, históricamente, con el verde y el blanco de nuestra identidad como mexicanos.
Antes jodidos que entreguistas.
Y hay una razón para seguir usando semejante maniqueísmo.
En las estrategias de control de daños y ante la falta de argumentos concretos, siempre ha resultado mejor culpar a los de afuera, que hacer una dolorosa introspección para evaluar lo que ha fallado dentro.
“Soberanía”- es la palabra más socorrida en esta engañosa narrativa.
Un término que, en su acepción más elemental, supone autonomía.
La misma que hemos perdido ante el embate del crimen organizado.
No hay independencia cuando las instituciones públicas del Estado se encuentran infiltradas por la delincuencia.
Cuando en buena parte del territorio nacional, los poderes de facto pesan más que el de las autoridades legítimamente establecidas.
Esas que son asesinadas con una frecuencia alarmante, en el mismo momento en el que su actuar se contrapone a sus intereses.
Imposible pensar en la autodeterminación, cuando tienen también una influencia directa en el desarrollo de los procesos electorales.
Financiado campañas, poniendo candidatos, o palomeándolos y vetándolos.
La economía tampoco se salva.
Miles de millones de dólares de origen ilícito, siguen legalizándose a través de sofisticadas estrategias de blanqueo.
Se han camuflageado hasta en los dólares que nuestros paisanos envían desde los Estados Unidos a sus comunidades de origen.
Delitos como el huachicol, son el sostén de miles de familias que han accedido a una mejor calidad de vida, gracias a la ordeña y venta de combustible.
El pueblo bueno y sabio protegen a los capos de las células dedicadas a esta actividad y están dispuestos a perder la vida con tal de no regresar a la pobreza.
Tener éxito en este país, puede ser sinónimo de muerte.
Comerciantes y empresarios tienen que pagar derecho de piso para seguir operando.
Un agresivo cáncer que ha hecho metástasis hasta en la informalidad.
Y que crece exponencialmente ante la complacencia, complicidad o incapacidad de quienes en teoría, deberían de protegerlos.
Así, la tan cacareada libertad laboral garantizada en el texto constitucional.
Súmele el destino fatal de familiares de desaparecidos que se han atrevido a organizarse para alzar la voz y la monstruosa impunidad de la que gozan sus verdugos.
Sometida está igualmente la libertad de manifestación.
Lo mismo pasa con asaltantes, asesinos, secuestradores, violentadores, agresores y demás.
Podríamos seguirle, hasta llenar páginas y páginas de esta vergonzosa radiografía nacional.
Mejor optar por la venda en los ojos.
Siempre al borde del abismo, con nuestro tejido social deshecho, pero, eso sí, envueltos en nuestra insignia nacional.
Vaya soberanía tan torcida.
“Tengan para que aprendan”- nos diría el mesías sexenal en turno.