Por Alejandro Mondragón
Se cumplieron siete años de la represión en Chalchihuapan, Puebla, en la que el disparo de un cilindro de gas golpeó a un menor, José Luis Tlehuatlie Tamayo, hasta matarlo.
El retiro de los sellos del registro civil en el estado, la creación de la Ley Bala para autorizar el uso de armas letales contra manifestantes y la orden de disparar para desalojar la autopista, representó una acción de Estado.
Si de entrada las medidas constituyeron responsabilidades contra el Ejecutivo y Legislativo, lo peor llegó con la criminalización del pueblo y el uso de las instituciones de poder para encubrir el asesinato del niño indígena.
La Comisión Nacional de Derechos Humanos documentó dicha conclusión que se quedó en la reparación del daño y disculpas públicas de funcionarios menores.
Ahora el gobernador Luis Miguel Barbosa advierte que ninguno de los implicados saldrá impune.
El entonces gobernador Rafael Moreno Valle y su secretario de Gobernación, Luis Maldonado Venegas, ya no están en vida, pero otros señalados directamente como Víctor Carrancá, entonces Procurador; y Facundo Rosas, titular de Seguridad Pública, gozan de cabal salud.
Al igual que rectores de universidades, dirigentes empresariales, dueños de medios de comunicación y políticos del PRI, PAN y PRD que validaron desde la teoría del cohetón hasta la defensa policiaca porque los pobladores usaban “piedras de gran calibre”.
Alteraciones de la escena del crimen, elaboración –vía Photoshop- de imágenes que distribuyeron en todo el país para justificar dicha acción criminal y validar órdenes de aprehensión.
Hubo una cadena de complicidades que inicia desde la oficina del entonces Gobernador hasta la última infamia periodística contra la madre del menor asesinado, Doña Elia Tamayo, y el pueblo de Chalchihuapan que ya no volvió a ser el mismo desde aquella represión.
Y tampoco los responsables, aunque a la mayoría ya se le olvidó este lamentable pasaje de la vida social y política de Puebla.