Por Valentín Varillas
Esta elección, por lo menos en el caso de Puebla, empieza a tener semejanzas espantosas con la intermedia del 2015, una de las peores en la historia de la democracia estatal.
Lo que vimos como resultado de aquella jornada electoral, no estuvo ni siquiera cerca de honrar la romántica frase que apela a la “voluntad popular expresada en las urnas”.
Al contrario.
Lo que menos influyó en las tendencias que perfilaban a los ganadores, fue el voto ciudadano y sí la operación electoral de estructuras paralelas a las de los partidos, las que se sostienen y movilizan con recursos públicos de distintos niveles de gobierno.
Esas fueron las que realmente decidieron.
Su trabajo se dejó ver prácticamente desde el inicio de las campañas.
Durante semanas se escucharon voces, desde ambos lados de la trinchera, que aseguraban que se alteraban sistemáticamente las condiciones de equidad a través del descarado reparto de apoyos y la compra de conciencias.
Como pocas veces se había visto antes, el desaseo y las violaciones a lo que marca la ley, generaron un número histórico de denuncias ante la autoridad electoral.
El ciudadano “libre”, el que en teoría ejerce un voto de conciencia en función de lo que considera lo mejor para él, quedó relegado a un segundo plano, lo que facilitó la manipulación y el acarreo.
Los genios electorales que definen estrategias y seleccionan candidatos, en aquella ocasión, trabajaron incansablemente para inhibir la presencia de poblanos en las urnas.
Y con creces lo lograron.
El nivel de los abanderados y su propuesta legislativa fue históricamente mediocre, lo que abonó a que los ciudadanos no quisieran saber nada que tuviera que ver con la elección.
¿Por quién voto si todos están de la chingada?-fue el cuestionamiento más común en aquella coyuntura electoral.
El sentimiento de orfandad del votante común y corriente fue demoledor.
Más allá de filias y fobias particulares, el sentimiento de desencanto ante la oferta política fue demoledoramente mayoritario.
Paralelamente, los propios partidos y niveles de gobierno estuvieron detrás de las acciones masivas de fomento a la anulación del voto.
Como nunca, a través de redes sociales y otros canales masivos de contacto, supuestos individuos libres, en teoría cansados del pésimo desempeño de nuestros representantes populares y aparentemente de manera espontánea, invitaban a ir a las casillas y no cruzar alguna de las opciones que aparecían en la boleta.
En vez de emitir un voto válido, la llenaban con cualquier mensaje o reivindicación ajenos al proceso electoral.
En este contexto y más allá de la definición de vencedores y vencidos: ¿quién decidió entonces?
¿Somos los ciudadanos quienes elegimos realmente a nuestros representantes populares o siguen siendo los acuerdos cupulares -con su respectivos desvíos y operación de recursos públicos- los verdaderos electores?
Este cuestionamiento sigue siendo vigente, muy válido inclusive en estos tiempos de supuesto cambio político en México.
En Puebla, la guerra de estructuras tuvo la última palabra.
En este 2021, con las consecuencias sanitarias, políticas y sociales de la pandemia, las condiciones están dadas para un escenario incluso mucho peor, al que ya vivimos políticamente hace ya seis años.