Por Valentín Varillas
Vender un escenario de inestabilidad social o política en plena coyuntura electoral, es una efectiva herramienta para ahuyentar a los votantes de las urnas.
Se ha ensayado en infinidad de ocasiones con el objetivo de minimizar la posibilidad de que se den cambios radicales.
Inhibir la participación social, factor fundamental para las transformaciones de tipo político, es el objetivo.
En Puebla, esta estrategia se aplicó al pie de la letra en la coyuntura de la elección a gobernador en el 2018.
De acuerdo con el presupuesto electoral del morenovallismo, si existía una participación efectiva de por lo menos 65%, la continuidad de este grupo en lo más alto del poder político local estaba en grave riesgo.
Y así sucedió.
El 67.65% de los poblanos inscritos en el padrón salió a votar, por lo que hubo que ensayar todas las artes de la alquimia electoral para lograr su objetivo.
El resultado, fue una muestra de surrealismo puro.
Perdieron la mayoría de los municipios, de las diputaciones locales y federales, la fórmula que compitió por el senado; todo menos la gubernatura.
No existe un solo antecedente siquiera parecido en la historia de las elecciones en México.
Sin embargo, el ego de Rafael motivó lo anterior.
Su obsesión por ser presidente le nubló el sentido común.
Se imaginó en la boleta sirviendo como trampolín al resto de los candidatos poblanos.
Fue al revés.
AMLO y su proyecto presidencial fue lo que motivó la altísima participación, histórica, que se dio en el estado.
Las encuestas así lo registraron con puntualidad.
Por eso, desde Casa Puebla se echó a andar la estrategia del “voto del miedo”.
La complicada realidad que se vivía en el estado en materia de seguridad pública y el embate de grupos de la delincuencia organizada que luchaban por controlar la plaza, fueron el escenario ideal para echar a andar una estrategia de este tipo.
Previo al día de la elección y con una precisión de relojero suizo, los medios y redes sociales se llenaron de historias de asaltos, robos, secuestros y extorsiones, ejecutados y balaceras.
El asesinato de autoridades democráticamente electas en la recta final de su mandato fue también un elemento clave que buscaba fomentar el miedo entre los votantes potenciales.
Aunque este escenario de “desgobierno” podía tener una consecuencia en imagen para el grupo gobernante, el tener una elección mayoritariamente participativa resultaba mucho más perjudicial en los hechos.
Estaban dispuestos a todo.
Y se demostró el día de la elección.
Robo de urnas a mano armada y detonación de armas de fuego en casillas, fueron un ejemplo claro de lo anterior.
Las artimañas del más rancio y viejo PRI, volvían a ser una realidad en aquella Puebla moderna que tanto se nos vendía en el discurso oficial durante los gobiernos panistas.
Hoy, a nivel nacional, pareciera que desde el gobierno federal se hace algo parecido.
Tal vez no tan extremo como lo que pasó en Puebla, pero el riesgo de vivir en algunas otras zonas del país algo similar, está latente.
Ojalá no.
El daño que con estas acciones le hicieron al tejido social del estado fue irreparable y sus consecuencias las seguimos padeciendo hasta la fecha.
Todo, con tal de quedarse con el botín electoral.