Por Valentín Varillas
En Puebla, no es nuevo que el PAN y el PRI se alíen para enfrentar a sus adversarios políticos.
Aunque fue de facto –jamás legalmente protocolizada- fue una estrategia que ensayó Rafael Moreno Valle para ganar elecciones, una y otra vez.
Todo empezó en la coyuntura electoral del 2012, cuando el entonces gobernador, puso a disposición de Enrique Peña Nieto, toda su capacidad de operación política.
Recursos financieros y humanos en cantidades industriales, para facilitar el triunfo del priista en Puebla.
No se pudo.
En el estado, el candidato que más votos saco en aquella elección fue Andrés Manuel López Obrador.
Pero el turrón había sido ya roto.
El PRI fue fundamental en el esquema de alianzas que tanto le gustaba a RMV.
A través de la táctica de la infiltración, Moreno Valle tuvo siempre a un tricolor sumiso como aliado incondicional.
Para lograrlo, simplemente procedió a comprar a todo lo posiblemente comprable en la estructura de aquel partido.
Empezó con Fernando Morales, quien desde la presidencia del CDE, fue acabando en tiempo récord con todo el entramado operativo del Revolucionario Institucional.
Aquellos que por décadas fueron fundamentales en el proceso de obtención de votos para el PRI, pasaron a jugar las cartas del morenovallismo.
La mayoría, por un asunto de interés económico.
Los pocos rebeldes, fueron sometidos a través de presiones y amenazas.
La primera muestra de semejante amasiato, fue el comportamiento de la primera legislatura que co-gobernó con Rafael.
Todo, absolutamente todo lo que salía de la oficina principal de Casa Puebla, fue avalado sin chistar por los diputados locales priistas.
Después, la elección intermedia del 2013, fundamental para el entonces grupo en el poder.
Había que hacer ganar a Tony Gali a como diera lugar, para convertirlo en el natural sucesor de Moreno Valle en el 2016.
Enrique Agüera, candidato y Fernando Moreno Peña, delegado del CEN, dinamitaron desde dentro al priismo para que Gali tuviera un auténtico día de campo en la jornada electoral.
La farsa fue de tal tamaño, que el propio ex rector de la BUAP, el día dela elección, era el que más prisa tenía por salir a reconocer ante la opinión pública su derrota en las urnas.
Fue Ivonne Ortega, en ese tiempo Secretaria General del partido, la que lo obligó a ser institucional y respetar los resultados del PREP para manifestarse.
Los alcaldes palomeados por Moreno Valle jamás tuvieron problemas en sus cabildos con los regidores del tricolor.
La sumisión legislativa continuó, sin el menor contrapeso a los caprichos del ejecutivo.
Para el 2016, la elección de Blanca Alcalá como candidata del PRI a la gubernatura, fue la señal inequívoca del amarre con el morenovallismo.
Cuestionada por un trienio a fondo perdido, Alcalá garantizaba la derrota del tricolor.
Para nadie era un secreto la magnífica relación de Blanca con el morenovallismo, a tal grado que, después de la victoria de RMV en el 2010, fue invitada a formar parte del primer gabinete “opositor” en Puebla, como Secretaria de Desarrollo Social.
En el 2018 nada cambió, al contrario.
Con Enrique Doger como candidato a la gubernatura, se orquestó un golpeteo desde varios frentes en contra del hoy gobernador Miguel Barbosa.
El ex edil capitalino hizo alianza con Moreno Valle, para favorecer las posibilidades de triunfo de Martha Érika Alonso y sobre todo, para favorecer el escandaloso fraude electoral que se orquestó en la elección a gobernador de Puebla.
El acuerdo, juran los enterados, además de cuestiones pecuniarias, consideraba un cargo en el gabinete, en Salud o en Educación Pública, en algún momento del sexenio.
La fatalidad se atravesó y nada pudo concretarse.
Mientras a algunos les espanta la alianza PRI-PAN y la consideran “de vanguardia”, en Puebla es una película vieja, muchas veces vista, con finales de lo más diverso.
Nada nuevo bajo el sol.