Por Valentín Varillas
A pesar de que por el momento no se ve cómo, por la dinámica que ha tomado la política actual, podrían aparecer en el largo escenario de un sexenio circunstancias específicas que pudieran romper el pacto de impunidad sellado entre AMLO y el peñismo.
Esta sería la última carta a jugar por el actual grupo político en el poder y se pondría sobre la mesa únicamente en el caso de que la famosa 4T enfrentara una crisis de proporciones mayúsculas.
El golpe maestro, la máxima caja china, el auténtico botón rojo de pánico que en términos mediáticos pudiera operar como el gran distractor de la opinión pública o bien, el más efectivo nivelador electoral si una potencial catástrofe aparece súbitamente en el horizonte.
En Puebla, ya vivimos la ruptura de un gran pacto de impunidad: el de Rafael Moreno Valle con Mario Marín.
Una negociación de tipo político marcó el derrotero legal del caso Lydia Cacho y tuvo como consecuencia que, la mayoría de los entonces ministros de la Suprema Corte de Justicia de la Nación, declarara inocente al gobernador Mario Marín por “violaciones graves a los derechos humanos” de la periodista.
De esta manera, con la venia e intervención de Felipe Calderón, se pavimentaba el camino a Casa Puebla de Rafael Moreno Valle y la llegada de un gobierno “panista” a la entidad.
A cambio, Marín y su equipo transitarían sin mayor problema el resto de su sexenio, con el compromiso adicional de que, él y su grupo más cercano, tendrían que quemar naves y retirarse de la política activa poblana.
Llegado el momento, habría también que darle pan y circo a la masa.
Una supuesta cruzada en contra de personajes corruptos de la administración marinista, que tuvo como única consecuencia tangible el encarcelamiento de Alfredo Arango, un perfil prescindible y negociable que jamás fue parte de la famosa burbuja.
Lo demás: un show mediático compuesto por mal armados procesos legales y falsas cacerías de brujas, que jamás tuvieron ninguna consecuencia jurídica real para los “perseguidos”.
El pacto caminó bien hasta que llegó la coyuntura electoral del 2019.
Fue entonces cuando alguna mente brillante le sugirió a Mario Marín operar su “gran regreso” a la vida pública local, aprovechando la toma de protesta como candidato a gobernador de Alberto Jiménez Merino, uno de su incondicionales.
En el script, habría alabanzas y reconocimientos a su persona, se le etiquetaría como un “gran activo del partido” y ante los evidentes cuestionamientos del tema Lydia Cacho se declararía alegremente que se trataba de un “asunto legal en donde ya había sido exonerado”.
“Cosa juzgada”-según ellos.
Muerto Rafael Moreno Valle, en su óptica, no había ya razones para mantener aquellos viejos acuerdos, ni consecuencias si estos no se respetaban más.
Perdieron de vista el hecho de que el morenovallismo puede estar deshecho en lo electoral, pero mantiene intactos su poder económico y sus relaciones de primer nivel, tanto en la política nacional, como en los medios masivos de comunicación más importantes del país.
Sobre todo en el caso de Quintana Roo, en donde gracias a la operación política y de recursos de Moreno Valle y su grupo, el hoy gobernador Carlos Joaquín González arrasó en la elección del 2016, obteniendo más del 45 por ciento del total de los votos.
En los estados de la República, a pesar de la teoría de los supuestos contrapesos, ha existido históricamente una cercanía muy importante y probada entre la mayoría de los gobernadores en turno y los jueces y magistrados del poder judicial federal.
Mario Marín lo sabe de sobra, lo vivió y ejerció hasta la saciedad.
Moreno Valle, ni se diga.
A veces, también en la política, pactar con Dios y con el diablo en aras de salvarte, puede ser el camino más rápido y efectivo para cavar tu propia tumba.