Por Abel Pérez Rojas
“Ni la envidia ni el rencor me pertenecen”.
Abel Pérez Rojas
Las envidias, el rencor, la ira y todas aquellas emociones perturbadoras son de quienes provienen, pero dejan de serlo cuando el otro -aquel a quien van dirigidas- les da entrada y las hace suyas. He ahí la clave: dejarlas pasar, no aprehenderlas.
Las emociones bien encauzadas nos permiten sortear peligros y estar alertas, pero cuando éstas dominan nuestros procesos superiores como el pensamiento, la razón y la intuición, nuestro ser queda a la deriva, va de un lado a otro como si se tratase de una frágil barca en medio del huracán.
Por eso nuestra paz se ve perturbada, la tranquilidad se pierde. Es tan común esta situación que basta con sacar el tema a colación para que las anécdotas brinquen por todos lados.
Por ejemplo, ¿cuántas anécdotas podríamos intercambiar acerca de las envidias y el enojo que causa en otros los logros de cada quién?
La envidia se manifiesta cuando el otro tiene algo que tú no tienes o crees no tener, pero ese sólo es el punto de partida, porque lo que le sigue es que su pensamiento da vueltas en torno a los motivos por los cuales el otro tenga algo sin merecerlo, o lo merece menos, según tú.
Y así pasa con otras emociones que nos desgastan paulatinamente.
Para ilustrar lo que aquí te vengo diciendo quiero compartirte un breve cuento que hace poco encontré, titulado El viejo samurái.
El cuento dice así:
Había una vez en el antiguo Japón, un viejo samurái, ya retirado que se dedicaba a enseñar el arte de la meditación a sus jóvenes alumnos. A pesar de su avanzada edad, corría la leyenda que todavía era capaz de derrotar a cualquier adversario.
Cierto día apareció por allí un guerrero con fama de ser el mejor en su género. Era conocido por su total falta de escrúpulos y por ser un especialista en la técnica de la provocación. Este guerrero esperaba que su adversario hiciera el primer movimiento y después con una inteligencia privilegiada para captar los errores del contrario atacaba con una velocidad fulminante.
Nunca había perdido un combate.
Sabiendo de la fama del viejo samurái, estaba allí para derrotarlo y así aumentar su fama de invencible. El viejo aceptó el reto y se vieron en la plaza pública con todos los alumnos y gentes del lugar. El joven empezó a insultar al viejo maestro. Le escupió, tiró piedras en su dirección, le ofendió con todo tipo de desprecios a él, sus familiares y antepasados. Durante varias horas hizo todo para provocarlo, pero el viejo maestro permaneció impasible.
Al final de la tarde, exhausto y humillado, el joven guerrero se retiró. Los discípulos corrieron hacia su maestro y le preguntaron cómo había soportado tanta indignidad de manera tan cobarde sin sacar su espada, asumiendo el riesgo de ser vencido.
-Si alguien te hace un regalo y tú no lo aceptas, ¿a quién pertenece ese regalo? -preguntó el samurái.
-A quién intentó entregarlo -respondió un discípulo.
-Pues lo mismo vale para la rabia, la ira, los insultos y la envidia -dijo el maestro-, cuando no son aceptados continúan perteneciendo a quien los cargaba consigo.
Poco hay que agregar al respecto de la enseñanza del viejo samurái, porque es muy sencilla, pero altamente ilustrativa.
Insisto, la clave está en dejar pasar todo aquello que de mala intención y fea forma nos lanzan los demás y también sirve para estar atentos de que no seamos nosotros los emisores de lo que corroe y agota.
¿Qué te parece?